lunes, 3 de marzo de 2014

Las abuelas de las Femen

La celebración, el sábado, del Día de la Mujer Trabajadora coincide con el auge de los grupos de guerrilla feministas. Una de sus semillas, ahora reivindicadas, son los colectivos que en el Nueva York de 1968 subvirtieron roles, firmaron acciones espectaculares y señalaron el machismo de la izquierda. 

Sharon Krebs, en su solemne aparición en la convención demócrata de 1968.

No eran más de cuatro. Llegaron como un huracán, agazapadas bajo caperuzones y capas negras. Extendieron un círculo de orégano en el suelo -«es marihuana», decían-, saltaron al interior y empezaron a hacer y decir cosas que pasmaron a los peatones y al puñado de periodistas que habían logrado arrancar de las redacciones. 

 «Las mujeres son las personas que más tiempo llevan oprimidas sobre la tierra, pero esta, por fin, es la Estación de la Bruja -se le oyó decir a una de ellas frente al Gem Spa del East Village de Nueva York-. El mismísimo Satán se sienta en este comité y demandamos el derecho de informarle y besarle el culo, como hace toda América».


Aquel fue el primero de los múltiples aquelarres de una guerrilla feminista que, a finales de los 60, vindicó con acciones espectaculares el lado oscuro de la historia de las mujeres, y dejó un legado en el que hoy se miran desde las Femen hasta las Pussy Riot. Se hicieron llamar W.I.T.C.H. (brujas en inglés) y, bajo el subtítulo de Conspiración Terrorista Internacional de las Mujeres del Infierno, se convirtieron en el dedo acusador y la mala conciencia de sus compañeros de la izquierda radical que se llenaban la boca hablando de la liberación de las mujeres y luego las relegaban al papel de «espectadoras o taquígrafas en las asambleas».

 

La frase-bala aparece en el prólogo de WITCH (La Felguera), un libro que ha escarbado en la herencia extraviada de estas mujeres que contemplaron cómo en la contracultura revolucionaria «se repetían los viejos esquemas machistas que habían sufrido ellas mismas, sus propias madres y también sus abuelas».Estas y otras críticas bullían en la cabeza de un pequeño grupo de mujeres que, pocos días antes de aquel primer aquelarre, se habían reunido en el apartamento de la activista Robin Morgan para decidir qué hacían ante el proceso de los llamados Ocho de Chicago, detenidos en los disturbios contra la guerra de Vietnam que se desataron durante la convención demócrata de 1968.  

«Nosotras habíamos trabajado en la organización de las manifestaciones y ninguna había sido acusada. El comité decidió que solo los hombres eran los líderes y eso nos jodió», recuerda la activista Roz Payne. Ese nosotras incluía el nombre de Sharon Krebs, también presente en aquella velada y en cuyos antecedentes figuraba haber irrumpido en la convención desnuda, desfilando con gesto solemne entre las butacas con una bandeja con una cabeza de cerdo. En un país en el que Jackie Kennedy, más que una exprimera dama, era un estilo de vida, aquel uso del cuerpo como afrenta, no como objeto de seducción, sentó como un patada en los dientes.

Pero volvamos a aquel día en casa de Morgan. Las allí reunidas iban a grupos de autoconciencia en los que, lejos de hacer terapia, descubrieron que los problemas de una eran también los de todas. «La revolución empieza en nuestras propias vidas», era uno de los estribillos de la época.

Aquel día, Morgan y sus amigas decidieron que, en adelante, se escindían de sus compañeros yippies, el ala radical de los hippies que en su lucha alternaban la performance y la acción directa. Y la escisión, determinaron, se haría por el lado abyecto. Morgan llevaba tiempo hablándoles de la historia oculta de las mujeres, de los miles de brujas asesinadas porque su saber y sus prácticas escapaban del poder. «Fueron las primeras que practicaron abortos y distribuyeron hierbas anticonceptivas», vindicaron en sus textos.

Y pensaron que no había figura que escupiera mejor sobre todo lo que se espera de una dama que las brujas. ¿Acaso se esperaba de ellas que fueran buenas cocineras? ¿Que cupieran en una talla 36 y fueran a la peluquería? ¿Que esperaran a sus maridos con la sonrisa puesta, el diario y las zapatillas? Sí, las brujas eran el símbolo que buscaban.

«W.I.T.C.H. vive y ríe en cada mujer, es la parte libre de cada una de nosotras, que se esconde bajo las sonrisas tímidas, el maquillaje o la ropa asfixiante -subrayaron-. Si eres mujer y te atreves a mirar dentro de ti, eres bruja».

Vestidas pues en consonancia, ejecutaron el aquelarre en Nueva York y lo repitieron luego en Washington, donde irrumpieron en las vistas del Comité de Actividades Antiamericanas que sentaba en el banquillo a los acusados de instigar las protestas de Chicago. «Dibujamos un círculo en el suelo -recueda Roz Payne-, nos metimos dentro y lanzamos nuestro hechizo a todos los hombres del comité y también a nuestros chicos de Chicago».Auge del 'black power'En pleno auge también del black power, con el que el movimiento de mujeres compartía su afán por autoafirmarse y la necesidad de reescribir su propia historia, las brujas urbanas empezaron a multiplicarse a ritmo endiablado. Aparecieron grupos autónomos y antijerárquicos en Boston. Chicago. San Francisco. Portland. Austin. En apenas dos años, sus conjuros sacudieron todo lo que oliera a sexismo y capitalismo, y se convirtieron en un símbolo de desobediencia femenina que ha llegado hasta nuestros días.


Su agenda era endiablada. La noche de Halloween se plantaron en Wall Street y, con los ojos cerrados y las cabezas bajadas, invocaron un hechizo de brujas argelinas y anunciaron el hundimiento de la bolsa (poca broma: al día siguiente, cayó 1,5 puntos y, cinco días más tarde, se desplomó hasta 5). Comandos de brujas también hechizaron «la política opresora» en el tercer mundo de United Fruit Company, a la que acusaban de tener conexiones con la CIA, y rociaron el Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago con mechones de pelo y uñas tras haber despedido a una profesora feminista radical. Boicotearon concursos de misses y asaltaron la feria nupcial de Nueva York el día de San Valentín de 1969. Leyendo como nadie los tiempos y desenmascarando el subtexto que aún rige la industria de la moda y la cosmética, aquellas brujas percibieron la mercantilización de las emociones y la inseguridad femenina.  

«Compra cosméticos y ropa de fantasía para estar guapa. Compra comida gurmet para poder llegar al corazón de un hombre. Ten una luna de miel glamurosa para obtener estatus en la oficina. Compra desodorante para estar 'delicada' y 'segura' -decía aquel texto-titadine dirigido a las empresas nupciales-. Y, después de todo, ¿aún le falta sentido a tu vida? Entonces concédete un estímulo y pasa una tarde eligiendo qué tonalidad de papel higiénico 'es más tú'».

En 1970, las mujeres también ocuparon la redacción de la publicación contracultural Rat, y la bruja Robin Morgan publicó un texto titulado Adiós a todo lo demás en el que denunció que la izquierda revolucionaria funcionaba como un «microcosmos capitalista: con los hombres compitiendo por el poder y el estatus en la parte de arriba, y las mujeres haciendo todo el trabajo en la parte de abajo». Como cabía esperar, el discurso de estos grupos fue «infravalorado, ridiculizado y tildado de contrarrevolucionario», se asegura en el libro.

Finalmente, sus textos y boicots acabaron entre los cascotes del derrumbe sesentayochista. Sin embargo, su legado y el orden del día de sus críticas resultan tan actuales como hace 45 años.


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