Se
llama Diego, tiene 20 años y una novia. Es el hijo de mi pareja y mi
bebe desde el día que lo conocí cuando tenía cuatro años.
Diego
ha sido mi compañero en las últimas marchas del Orgullo Gay, el más
indignado a la hora de compartir historias de homofobia, el que se ha
sumado sin pedir explicaciones a la causa de la Unión Civil, el que me
presenta sin adornos a la gente: «Ella es la pareja de mi mamá». No soy
la prima. Tampoco la tía o la mejor amiga.
Somos
una familia y nadie nos molesta, pero no estamos en una cajita de
cristal. Nos rodea la injusticia, la homofobia encubierta y desnuda, una
sociedad que margina, que señala, que excluye, que te sonríe mientras
murmura: «Machona de mierda», «enfermos», «asquerosos», «cabros tenían
que ser» y más.
Podríamos
estar por encima de todos ellos e ignorar esta batalla por la unión
civil; pero queremos un país más justo, un país donde chicos como Diego
no tengan que sentir vergüenza o miedo al mostrar a su familia. Su
familia es más grande que la de muchos: está su mamá, su papá, la esposa
de su papá, sus hermanos, su tía y yo. Hemos soportado temporales y
estamos juntos, en las buenas y en las malas. Pero hay familias que
viven en la oscuridad, chicos como él que no pueden presentar a la novia
de la mamá o al novio del papá. Que se esconden. Que lloran. Que cargan
con una “vergüenza” inmerecida.
Nosotros
no queremos un Perú así. Queremos un país más noble, un país donde se
nos respete, donde nuestra voz no sea etiquetada con un «habla porque es
lesbiana». Hablamos como ciudadanos, como ciudadanos responsables que
pagamos nuestros impuestos y amamos este país. No pedimos tolerancia.
¿Qué tendrían que tolerarnos? ¿El ser «raritos»? No somos raritos. Somos
solo personas. Y soñamos con un Perú mejor.
Cuando
Diego tenía cinco años, siete años, once años y en el trabajo
convocaban a las «madres» para dar regalos a sus hijos por Navidad,
Diego no existía. Claro, eso no era importante. Diego tenía los regalos
de toda esa gran familia y, sobre todo, el amor de cada uno de nosotros.
Pero no podía llevarlo a esas fiestas porque no era mi hijo y
simplemente no podía estar en la lista ni de las entradas para el
circo. Yo siempre era la soltera, la sin hijos, la que tenía como
familia a sus gatas.
Los
directores de los medios en los que laboré y mis jefes más inmediatos,
así como mis compañeros, jamás me discriminaron; pero en Recursos
«Humanos» mi familia no encajaba. Recuerdo la voz de una asistenta
social diciéndome con pena que no se podía. Tenía que ser mi hijo. Y me
resignaba.
Juntos
podíamos ir al circo o a la luna (nuestra luna). Sin embargo, esa
exclusión me ardía. No por los regalos, premios y bobadas. Dolía la
negación, el que te digan sin pronunciarlo «tu familia aquí no vale»,
como no vale para los bancos, el seguro social, las AFP y las empresas
de seguros.
#UNIÓNCIVILYA es
un grito, un derecho, una urgencia. Dicen algunos que solo se restringe
a lo patrimonial y que eso se arregla con contratos. Anda al notario,
págale un seguro particular a tu pareja, búscate un abogado que te haga
los papeles…. ¿Así se maneja una sociedad más justa? ¿Por qué tengo que
ir yo al notario e inventarme una sociedad cuando tengo una familia como
la tuya?
Como
peruana aspiro a un país mejor, un país sin discriminación, un país
menos egoísta, menos cruel. Hubiera querido que se plantee un proyecto
más amplio que nos otorgue los mismos derechos que cualquier ciudadano
peruano; pero me conformo hoy con este pequeño paso. Hay que darlo. Hay
que ganarlo. #UNIÓNCIVILYA
PD:
Este es el proyecto de ley presentado por el congresista Carlos Bruce.
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