Luis Matías López*
“El diccionario de la Real Academia Española define terrorismo como
sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”, y tortura como
“grave dolor físico o psicológico infligido a alguien, con métodos y utensilios
diversos, con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de
castigo”.
No son términos sinónimos, pero casi, de lo que se deduce que utilizar la
tortura para conseguir informaciones que contribuyan a evitar actos de
terrorismo es un sinsentido. Porque tan terrorista es el que aplica la picana en
los genitales de un detenido o le sumerge la cabeza en agua hasta el límite del
ahogamiento, como el que se ciñe un cinturón explosivo y lo detona para causar
el mayor dolor posible al enemigo, aunque se lleve por delante a un puñado de
inocentes.
Por añadidura, la frontera entre buenos y malos, entre ellos y nosotros, es
difusa porque, casi siempre, los bandos se definen por ideologías y
comportamientos que esconden intereses económicos e ideológicos egoístas o
fanáticos. Como estamos a este lado de la tenue línea de separación, engullimos
con facilidad, como si fuese lo más natural del mundo, la idea de que Estados
Unidos y Occidente en general representan el poder blando que, por puro
altruismo, intenta llevar la civilización, la democracia y los derechos humanos
allá donde reinan el fanatismo y la barbarie.
Sin embargo, al otro lado, la película se ve de forma muy distinta, y lo
que desde aquí se llama terrorismo se justifica como una respuesta asimétrica
(la asimetría es obligada por la desigualdad de medios) al imperialismo brutal
que se impone a sangre y fuego, a la desautorización de la defensa de legítimos
intereses nacionales, al aplastamiento de los intentos de establecer un modelo
social y cultural propio, no coincidente con la llamada “civilización cristiana”
y al expolio de las materias primas,. A la postre, la historia, como casi
siempre, impondrá su particular justicia y convertirá en malos a los vencidos y
en buenos a los vencedores, que serán quienes la escriban.
La utilización de la tortura como método habitual de interrogatorio a
detenidos durante la presidencia de George Bush supuso una aberración que no
puede justificarse ni siquiera con el argumento de que con ello tal vez se
evitaron nuevos actos de terrorismo como los del 11 de septiembre de 2001. Por
supuesto, el único terrorismo que se admite que existe es el de los otros
porque, por ejemplo, reducir Gaza, Irak o Afganistán a escombros, derribar
regímenes como el del siniestro Gaddafi para que Libia termine convertida en un
Estado fallido, u ordenar asesinatos selectivos en los que mueren más inocentes
que supuestos terroristas no es terrorismo, sino legítimos actos de guerra en
defensa propia.
En el caso de la pena capital, los Estados que reivindican su superioridad
moral sobre los delincuentes o terroristas no pueden llamar justicia a la ley
del talión. Una muerte, por legal que sea, no se conjura con otra, sino que se
convierte en un despreciable acto de venganza. De la misma forma, responder al
terror con el terror, cazar enemigos a bombazo limpio aún a costa de muchas
vidas inocentes, encarcelar con carácter indefinido y sin derecho a juicio a
sospechosos de ejecutar o preparar actos terroristas, someterles a todo tipo de
malos tratos, sevicias y torturas supone una indignidad que nunca podrá tener
justificación moral.
Que el país con más abogados por kilómetro cuadrado del mundo mantenga la
alegal cárcel de la vergüenza de Guantánamo, y que, tras sus muros y alambradas,
se prive a los reclusos incluso del derecho a un juicio justo y a la propia
dignidad, dice muy poco de la superioridad ética que se atribuye Estados Unidos,
en nombre de la cual hace y deshace por todo el mundo.
Peor aún: estas prácticas, que un reciente informe del Senado ha vuelto a
recordar, sirven de detonante o pretexto del imperdonable salvajismo con el que
Al Qaeda, sus franquicias y el emergente Estado Islámico actúan en sus áreas de
influencia: ejecuciones masivas en Irak y Siria, degollamientos filmados y
difundidos por Internet de inocentes rehenes occidentales, matanzas y secuestros
de centenares de niñas en Nigeria... Por tópico que suene, la violencia engendra
más violencia; el odio, más odio; el terror, más terror; y la injusticia, más
injusticia.
Las reacciones al informe del Senado de EE UU han supuesto todo un
ejercicio de cinismo e hipocresía. Se han reconocido los múltiples abusos y
atrocidades cometidas. John Brennan, el mismísimo director de la CIA –la agencia
que llevó el peso de los interrogatorios entre 2002 y 2007- reconoce que se
trató de prácticas “aberrantes”, pero evita emplear el término “tortura” –dada
su cobertura legal- y asegura que permitieron obtener “informaciones útiles”
que, por ejemplo, contribuyeron a eliminar a Osama Bin Laden aquella “noche más
oscura” de 2012. La película de ese mismo título de Kathryn Bigelow avalaba esa
tesis y mostraba cómo se utilizaron con los sospechosos procedimientos tan
científicos como el ahogamiento simulado, la privación durante días de sueño, la
humillación sexual e incluso el encierro en un maloliente ataúd. El informe del
Senado añade otros como la “alimentación rectal” forzosa, los baños en agua
helada, palizas y golpes contra los muros y asaltos sexuales.
El informe niega la relación causa-efecto (tortura-información) y sostiene
que las llamadas “técnicas de interrogatorio reforzadas” (siniestro eufemismo)
no proporcionaron datos relevantes para prevenir atentados. Brennan admite que
se cometieron “errores” por los que luego no se exigieron responsabilidades,
pero asegura que la mayoría de los agentes de la CIA cumplieron con su deber “al
servicio de la nación”. Apenas un paso menos de lo que ha dicho el ex
vicepresidente Dick Cheney, ideólogo de esa guerra sucia: “Deberían ser
condecorados, no criticados (…) ¿Tienes que ser amable con los asesinos de 3.000
norteamericanos?”. No hay problema: esos patrióticos torturadores tienen
garantizada la impunidad.
El descafeinado mea culpa apesta a autocomplacencia, sobre todo cuando se
recuerda que el programa contaba con los avales más altos posibles: los del
Departamento de Justicia y la Casa Blanca. La cuestión es ahora: ¿Se acabó? ¿Se
cerró ese negro capítulo? ¿Se trató de aberraciones que nunca más volverán a
perpetrarse? Es más que dudoso. Barack Obama llegó al poder prometiendo que su
presidencia estaría definida por el “imperio de la ley y los derechos humanos”,
convencido de que son compatibles “nuestra seguridad y nuestros ideales”. Lo
dijo en 2009, al tiempo que el entonces jefe de la CIA, Leon Panetta, declaraba:
“No se debe utilizar la tortura bajo ninguna circunstancia”.
¿Está siendo así? Depende, por supuesto, de lo que se entienda por tortura,
pero cuesta mucho no calificar de tortura el trato que sufren los reclusos de
Guantánamo, muchos de los cuales ni siquiera son ya sospechosos de ningún
delito, pero a los que no se sabe a dónde enviarlos si se les libera, mientras
que el resto se pudren sin esperanza razonable de comparecer algún día ante un
tribunal de justicia. Y cerrar Guantánamo, no hay que olvidarlo, era lo primero
que Obama prometió hacer si alcanzaba la presidencia, hace ya seis años. Una
prueba más de su impotencia, su incapacidad, su falta de voluntad o todo eso
junto.
Sobre todo, cabe dudar de que, si se produce otra vez una “emergencia
nacional” como la del 11-S, la hipócrita preocupación por los derechos humanos
ajenos, los del enemigo, ceda ante los sacrosantos intereses de la seguridad
nacional, sobre todo si Obama ya no está en la Casa Blanca. Entre tanto, no
habrá tortura de forma oficial por una razón elemental, porque, por definición,
ya no existe. Por tanto, lo de Guantánamo, por ejemplo, debe ser otra cosa. Y si
se llegasen a aprobar nuevas medidas que recuerden a las de Bush y que se
parezcan a la tortura tanto como una gota de agua a otra, ya se buscaría un
término tan inocente como el eufemismo “métodos de interrogatorio reforzados”
que tanto rendimiento ha dado.
Brennan ha insinuado algo terrible: que en el futuro, en caso de otro
ataque como el de las Torres Gemelas y el Pentágono, podría recuperarse la
lógica y el tipo de medidas que hicieron posible los excesos que ahora se
condenan en el demoledor informe del Senado. Sabe de lo que habla: tenía un
cargo de responsabilidad en la CIA cuando la agencia convirtió la tortura en
rutina y, antes de ser el principal asesor antiterrorista de Obama, defendió los
procedimientos que servían para “obtener información relevante que puede salvar
vidas”. Eso frenó su elección como director de la CIA en 2009… pero solo hasta
2013.
*Exredactor jefe y excorresponsal
en Moscú de EL PAIS, miembro del Consejo Editorial de PÚBLICO hasta la
desaparición de su edición en papel. Columnista regular de Público.es.
23.12.14