Atilio A. Boron
ALAI AMLATINA, 18/09/2013.- Es una práctica profundamente arraigada que
los gobiernos opuestos a la dominación norteamericana sean
rutinariamente caracterizados como “regímenes” por los grandes medios de
comunicación del imperio, los intelectuales colonizados de la periferia
y aquellos que el gran dramaturgo español Alfonso Sastre ha
magistralmente calificado como “intelectuales bienpensantes.” La palabra
“régimen” adquirió en la ciencia política una connotación profundamente
negativa, misma que no estaba presente en su formulación original.
Hasta mediados del siglo veinte se hablaba del “régimen feudal”, de un
“régimen monárquico”, o de un “régimen democrático” para aludir al
conjunto de leyes, instituciones y tradiciones políticas y culturales
que caracterizaban a un sistema político. Pero con la Guerra Fría y,
después, con la contrarrevolución neoconservadora, el vocablo mudó
completamente su significado. En su uso actual la palabra es empleada
para estigmatizar a gobiernos o estados que no se arrodillan ante los
dictados de Washington, a los cuáles por eso mismo se los descalifica
como autoritarios y, en no pocos casos, como sangrientas tiranías.
No obstante, una mirada sobria en relación a este asunto comprobaría la
existencia de estados inocultablemente despóticos que, sin embargo, los
voceros de la derecha y el imperialismo jamás calificarían como
“regímenes”. En la coyuntura actual proliferan los analistas o
periodistas (inclusive algunos “progres”, un tanto distraídos) que
parecerían no tener mayor inconveniente en aceptar el uso del lenguaje
establecido por el imperio. El gobierno sirio es el “régimen de Basher
Al Assad”; y la misma descalificación se utiliza a la hora de hablar de
los países bolivarianos. En Venezuela lo que hay es un “régimen
chavista”; en Ecuador es el “régimen de Correa” y Bolivia se encuentra
sometida a los caprichos del “régimen de Evo Morales.”
El hecho de que
en estos tres países se hayan desarrollado instituciones y formas de
protagonismo popular y funcionamiento democrático superiores a las
existentes en los Estados Unidos y la gran mayoría de los países del
capitalismo desarrollado es olímpicamente ignorado. No son amigos de los
Estados Unidos y, por lo tanto, su sistema político es un “régimen.”
El doble rasero que se aplica en estos casos queda en evidencia cuando
se observa que las infames monarquías petroleras del golfo, mucho más
despóticas y brutales que el “régimen” sirio jamás son estigmatizadas
con la palabrita en cuestión. Se habla, por ejemplo, del gobierno de
Abdullah bin Abdul Aziz pero nunca del “régimen” saudita, a pesar de que
en este país no existe parlamento sino una mera “Asamblea Consultiva”
cuyos miembros son designados por el monarca entre sus parientes y
amigos; los partidos políticos están explícitamente prohibidos y el
gobierno es ejercido por una dinastía que se perpetúa en el poder desde
hace décadas.
Exactamente lo mismo ocurre con Qatar pese a lo cual ni
por asomo el New York Times o los medios hegemónicos de América Latina y
el Caribe se les ocurre hablar del “régimen saudita” o el “régimen
catarí.” Siria, en cambio, es un “régimen”, pese a que es un estado
laico en el cual hasta hace poco tiempo convivieron diversas religiones,
existen partidos políticos legalmente reconocidos y hay un congreso
unicameral con representación de la oposición. Pero nadie le quita el
sambenito de “régimen”. En otras palabras: un gobierno amigo, aliado o
cliente de Estados Unidos, por más opresivo o violador de los derechos
humanos que sea, nunca va a ser caracterizado como un “régimen” por el
aparato de propaganda del sistema. En cambio, gobiernos como los de
Irán, Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador y varios más son
invariablemente caracterizados de esa manera.[1]
Para comprobar de modo aún más rotundo la tergiversación ideológica que
subyace a estas caracterizaciones de los sistemas políticos basta con
recordar la forma en que los publicistas de la derecha tipifican al
gobierno de Estados Unidos, considerado como el “non plus ultra” de la
realización democrática. Esto a pesar de que hace poco el ex presidente
James Carter dijo que su país “no tiene una democracia que funcione.” Lo
que hay, en realidad, es un estado policial, muy hábilmente disimulado,
que ejerce una permanente e ilegal vigilancia sobre la propia
ciudadanía y que lo más importante que ha hecho en los últimos treinta
años ha sido permitir que el 1 % de la población se enriquezca como
nunca antes, a costa del estancamiento en los ingresos percibidos por el
90 % de la población.
En la misma línea crítica de la “democracia”
estadounidense (en realidad, una cínica plutocracia) se encuentra la
tesis del gran filósofo político Sheldon Wolin, quien ha caracterizado
al régimen político imperante en su país como “un totalitarismo
invertido”. Según este autor, “el totalitarismo invertido … es un
fenómeno que …representa fundamentalmente la madurez política del poder
corporativo y la desmovilización política de la ciudadanía.” [2]
En
otras palabras, la consolidación de la dominación burguesa en manos de
los grandes oligopolios y la desactivación política de las masas,
estimulando la apatía política, el abandono de –y el desdén por- la vida
pública y la fuga privatista hacia un consumismo desorbitado sólo
sostenido por un aún más desenfrenado endeudamiento. El resultado: un
“régimen” totalitario de nuevo tipo. Una peculiar “democracia”, en suma,
sin ciudadanos ni instituciones, y en la cual el abrumador peso del
“establishment” vacía de todo contenido al discurso y a las
instituciones de la democracia, convertidas por eso mismo en una mueca
sin gusto y sin gracia y absolutamente incapaces de garantizar la
soberanía popular. O de hacer realidad la vieja fórmula de Abraham
Lincoln cuando definió a la democracia como “gobierno del pueblo, por el
pueblo y para el pueblo.”
Producto de esta gigantesca operación de falsificación del lenguaje, el
estado norteamericano es concebido como una “administración”, es decir,
una organización que en función de reglas y normas claramente
establecidas gestiona la cosa pública con transparencia, imparcialidad y
apego al mandato de la ley. En realidad, tal como lo asegura Noam
Chomsky, nada de ello es verdad. Estados Unidos es un “estado canalla”,
que viola como ningún otro la legalidad internacional y lo mismo hace
con algunas de los más importantes derechos y leyes del país. Así lo
demuestran, para el caso doméstico, las revelaciones sobre el espionaje
que la NSA y otras agencias han venido haciendo en contra del propio
pueblo de Estados Unidos, para no hablar de atropellos aún peores como
los que se producen a diario en la infame cárcel de Guantánamo o la
persistente lacra del racismo. (3)
Propongo, por lo tanto, que abramos
un nuevo frente de lucha ideológica y que de ahora en más comencemos a
hablar del “régimen de Obama”, o el “régimen de la Casa Blanca” cada vez
que tengamos que referirnos al gobierno de Estados Unidos. Será un acto
de estricta justicia, que además mejorará nuestra capacidad de análisis
y contribuirá a higienizar el lenguaje de la política, ensuciado y
bastardeado por la industria cultural del imperio y su inagotable
fábrica de mentiras.
- Dr. Atilio A. Boron es Director del Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales (PLED)
[1] Conviene recordar que esta dualidad de criterios morales tiene una
larga historia en Estados Unidos. Es célebre la anécdota que narra la
respuesta del presidente Franklin D. Roosevelt ante algunos miembros del
partido demócrata horrorizados por las brutales políticas represivas de
Anastasio Somoza en Nicaragua. FDR se limitó a escucharlos y decirles:
“sí, es un hijo de puta. Pero es ‘nuestro’ hijo de puta.” Lo mismo
podría decirse de los monarcas de Saudiarabia y Qatar, entre otros.
Ocurre que Basher Al Assad no es su hijo de puta. De ahí la
caracterización como “régimen” de su gobierno.
[2] Cf. Su Democracia Sociedad Anónima (Buenos Aires: Katz Editores, 2008) p. 3.
[3] Para un examen de la sistemática violación de los derechos humanos
por parte del gobierno de Estados Unidos, o del “régimen”
norteamericano, ver: Atilio A. Boron y Andrea Vlahusic, "El lado oscuro
del imperio. La violación de los derechos humanos por Estados Unidos"
(Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2009)
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