Norbert Trenkle
La crisis del trabajo es también una crisis de la masculinidad
moderna, puesto que la identidad del hombre moderno-burgués está
constituida y estructurada fundamentalmente como trabajador. El hombre
moderno burgués está constituido y estructurado en su identidad como
hombre-trabajo. Como alguien emprendedor, creativo, decidido, racional,
eficiente y objetivo y que siempre quiere ver un resultado mesurable.
Eso no siempre debe suceder “con el sudor de su frente”. En relación a
esto la identidad masculina moderna es absolutamente flexible, el hombre
trajeado en la junta directiva, en la gestión empresarial o en el
gobierno se comprende como hombre de acción tanto o más que los
trabajadores de la construcción, en la cadena de montaje o al volante de
un camión. Los últimos, pasados de moda como ideales de orientación
profesional masculina, quedan reservados para quienes no pudieron
superar los obstáculos sociales en su camino a los puestos altos. Sin
embargo, a nivel simbólico sirven como representación de la verdadera
masculinidad. Hombres musculosos, semidesnudos, con grandes llaves de
tuercas o martillos en las manos, embadurnados con aceite, pero por lo
demás realmente asépticos clean ante la estetizante escenografía del taller mecánico o los hornos incineradores, son los íconos de la masculinidad moderna.
Cuando con estas imágenes de hombre se hace publicidad para los
trajes de diseño y perfumes masculinos, el objetivo es despertar las
fantasías y deseos de identificación que están firmemente anclados en
las capas profundas de la construcción de identidad masculina. Por eso
pueden, tanto el empleado de una aseguradora flaco y pálido o el gordo y
jadeante jefe de ventas de una firma de gaseosas, identificarse con el
hombre musculoso. Aquellos cuerpos son imágenes oníricas inalcanzables, a
las que nunca se aproximarán. Pero lo decisivo es que, en términos
psíquicos, la musculatura y el cuerpo formado y moldeado de manera
escultural representan para ellos lo anhelado: el ejercer poder. Poder
sobre los otros, sobre el mundo, sobre ellos mismos. Claro que por lo
general en la realidad se trata de un poder miserable, como ejercer el
mando sobre algunos pocos empleados, o imponerse con una nueva marca de
gaseosas en el mercado o el alzar las ganancias en relación al año
anterior. Además este poder es extremadamente precario ya que está
constantemente amenazado y demandado, porque depende no solo del poder
imponerse en la competencia, lo que siempre puede fracasar, sino al
mismo tiempo de la coyuntura del mercado que no influye individualmente.
Pero es justamente, a causa de esta inseguridad constante, que el
hombre necesita de la constante y agresiva autoafirmación de su
identidad.
No es el blindaje muscular como tal lo que hace del hombre un
hombre moderno. Más bien, aquél simboliza una dureza relacionada
principalmente al dominio de sí mismo y al (auto) adiestramiento
psíquico. Un “verdadero hombre” tiene que ser fuerte, ante sí mismo y
ante los otros. Unos biceps fuertes son el símbolo de autocontrol,
disciplina y denegación y simbolizan el poder de la voluntad sobre el
propio cuerpo. El espíritu está bien dispuesto, pero la carne es débil
-y por eso, primero debe dominarla (o domesticarla), si el hombre quiere
mantener todo bajo su dominio. En esto yace la diferencia con la idea
de la antigüedad, según la cual en un cuerpo sano vive una mente sana.
Aunque allí se anunciaba ya la separación enajenada entre cuerpo y
mente, fue una relación de equilibrio. Por el contrario, en la
modernidad tienen prioridad el autocontrol y sumisión del cuerpo bajo la
mente. La “voluntad libre” que se supone independiente de toda
sensualidad y que, justamente por negarla, tiene que combatirla
permanentemente, viviendo un miedo espantoso por perder esta batalla,
representa el núcleo socio-psíquico de los hombres burgueses.
El trabajo de la desensualización
Precisamente de esta manera la identidad masculina moderna
concuerda con los requerimientos del trabajo en la sociedad capitalista
basada en la producción de mercancías. Pues el trabajo en el capitalismo
es en esencia una actividad desensualizada y desensualizante, en más de
un sentido. Primero, su objetivo no es la producción concreta de
objetos de uso, sino la producción de mercancías como medio para la
valorización del capital. Por consiguiente, la producción de objetos no
cuenta como tal, como producción de cosas en su calidad
material-sensible, sino sólo en tanto representan valor y de ese modo
contribuyen a hacer más dinero del dinero. El aspecto material de una
mercancía es, desde esta perspectiva, un mal necesario del que
lamentablemente no puede liberarse, ya que no encontraría comprador.
Esto va acompañado, en un segundo sentido, por una indiferencia
fundamental para con los medios de subsistencia naturales, que sólo son
considerados como material para la valorización y que son consumidos
desconsideradamente, cuando bien conocido es que esto causa catástrofes
monstruosas, que amenazan la existencia de varios millares de personas.
Tercero, el trabajo es actividad desensualizada en tanto tiene lugar en
una esfera separada de las demás esferas de la vida, donde rige tan sólo
el dictado de la eficiencia empresarial y de la rentabilidad y no deja
lugar para necesidades y sentimientos ajenos a dicho dictado.
En cuarto y último sentido, el trabajo en esta forma representa,
sin embargo, no sólo un modo de producción histórico específico, sino
que también determina todo el contexto social de manera fundamental. No
sólo transforma cuantitativamente todos los ámbitos de la vida en
esferas para la producción de mercancías y la inversión de capital. Sino
que, también, el trabajo la sociedad capitalista representa el
principio central de mediación de las relaciones sociales, una mediación
objetivada y alienada. Porque las personas no se relacionan de manera
directa comunicándose entre sí, sino de manera no consciente a través de
los productos del trabajo o vendiéndose a sí mismas como fuerza de
trabajo. La mediación a través del trabajo significa, por lo tanto, la
sumisión de las personas bajo las leyes implícitas de la valorización,
las cuales obedecen a una automatizada dinámica propia y aparentan ser
leyes naturales inviolables –a pesar de que se trata de su propia forma
de relación social.
El mundo, un objeto ajeno
La amplia imposición de esta forma de actividad y relación social,
única históricamente, no hubiera sido posible sin la creación de un
determinado tipo de hombre, que se corresponda con ella y garantice que
ella funcione adecuadamente. Porque, aun siendo una forma de relación
objetivada, ésta no existe independientemente de los individuos, sino
que ella debe atravesarlos y ser reproducida activamente una y otra vez.
Este tipo de hombre es el sujeto-trabajo y sujeto-mercancía, cuya
característica central es que concibe al mundo como un objeto
completamente exterior y ajeno. Su relación con su contexto social y
natural, con los otros seres humanos e incluso con su propio cuerpo y su
propia sensualidad es una relación cosificada, una relación con cosas
que deben ser elaboradas, organizadas y tratadas objetivamente según su
voluntad. El sujeto moderno quiere gestionar hasta sus sentimientos y
regularlos de acuerdo a los re requerimientos funcionalistas –exigencia
que no abandona, aunque fracase periódicamente a pesar de una impensable
cantidad de libros de autoayuda.
Esa forma moderna de referenciarse al mundo y a uno mismo se vuelve
totalmente evidente, donde uno se vende como fuerza de trabajo y con
ello renuncia a su poder de disponer sobre sí mismo y se somete
directamente al dictado de la lógica de la valorización. Sin embargo,
incluso quien trabaja a cuenta propia de ningún modo escapa a esta
lógica, sino que se somete igualmente a la coacción para abstraer de sus
necesidades sensuales como también del carácter material-concreto de
sus productos, que para él representan tan sólo valor de cambio. Lo
decisivo es que no se trata de un acto de sumisión pasiva bajo una
coacción meramente externa, sino que la subjetividad moderna está
estructurada de acuerdo a dicha coacción. Solo de esta manera puede
cumplirse la obligación, de funcionamiento continuo, de objetivación y
auto-objetivación a lo largo de todo el proceso de trabajo sin que un
traficante de esclavos blanda el látigo. La coacción externa se
corresponde con una interna. Exactamente por eso el patrón de conducta y
acción objetivante no permanecen de ningún modo restringidos sólo a la
esfera del trabajo y la economía, sino que tiñen todo un entramado de
relaciones sociales. Esto, a la larga, se vuelve insoportable, porque
requiere sostenidos esfuerzos y el confrontarse a la amenaza permanente
del fracaso. El moderno sujeto-trabajo y sujeto-mercancía odia
profundamente a todos aquellos que salen perdiendo o simplemente se
rehúsan a aceptar aquellas coacciones.
El hombre hace a la mujer
La ética protestante del trabajo ha “inventado” este estereotipo
de hombre que se abstrae de su sensualidad y se vuelve a sí mismo
instrumento para alcanzar un éxito objetivado, como ideal. A nivel
ideológico, esta ética adelanta, en un momento en el que el modo de
producción capitalista recién comienza a imponerse en pocas islas en el
mar de la sociedad feudal, el perfil de exigencia válido para la
relación social mediada por el trabajo y la forma mercancía. Al mismo
tiempo contribuyó considerablemente a imponer este perfil en la sociedad
entera. En la historia real pasaron siglos hasta que el estereotipo de
hombre que respondía a estas demandas tomó forma y se convirtió en la
norma. Toda la historia del capitalismo naciente y de su consolidación
es una historia del violento disciplinamiento y auto-disciplinamiento
del hombre como sujeto-trabajo y sujeto-mercancía. Por cierto que a la
vez es la historia de una tenaz resistencia a esta violencia,
resistencia que finalmente fue suprimida y derrotada.
Que la subjetividad moderna a lo largo de este proceso haya sido
determinada en términos de género, de modo que ella se correspondiera
con el tipo de identidad masculina moderna, se explica históricamente
primero por el antecedente de dominación patriarcal, sobre la cual se
funda la sociedad capitalista, perpetuando y transformando aquella
dominación. Sobre todo, la identificación del hombre con la razón
abstracta y de la mujer con la sensualidad, que en ella será al mismo
tiempo despreciada, anhelada y combatida, sigue una larga tradición, que
viene desde la Antigüedad griega y que el cristianismo reinterpretó y
desenvolvió de acuerdo a sus necesidades. Mas en la sociedad
capitalista, esta construcción ganó una importancia nueva y central, a
medida que la relación abstracta y objetivada con el mundo se convertía
en el modo general de socialización. Por eso se conecta de una manera
muy fundamental con la base de la estructura social. El adiestramiento
de los hombres como actores objetivantes retoma distintos elementos de
la masculinidad patriarcal de la construcción previa; además de la
identificación con la razón, se trata sobre todo de la identificación
con los guerreros, los violentos conquistadores. Sin embargo en vistas
de la cosificación de todas las relaciones sociales estos elementos son
reordenados hasta constituir una identidad “del hombre” coherente y
cerrada en sí misma.
Esto no hubiera podido lograrse, sin la creación de una contra
identidad femenina, que reúna en sí todos esos rasgos que el sujeto
moderno no puede tolerar en él, porque no caben en el sistema de
coordenadas de la construcción identitaria masculina y que éste debe,
por lo tanto, escindir de sí, proyectándolos. Sobre esto se basa la
construcción de un “otro” femenino, la mujer sensible, emocional e
instintiva, la que no piensa lógicamente y no puede poner un clavo en la
pared y por esto tiene que preocuparse de los chicos, las tareas
domésticas y del bienestar de su marido. Con la invención de ese “otro”
el sujeto masculino no sólo estabiliza su identidad. También instala y
legitima con ella una división genérica del trabajo, que es sumamente
funcional a las tareas capitalistas, ya que le quita un peso de encima
al hombre-trabajo, quien separado de la vida cotidiana agota sus fuerzas
en la esfera del trabajo y la producción de mercancías.
El hombre trabajo en la crisis
Aunque esta construcción de la femineidad ha sido puesta en duda,
por un lado, mediante la amplia inclusión de las mujeres en el proceso
de trabajo capitalista y, por otro lado, por el movimiento feminista, se
sostiene en su esencia con sorprendente tenacidad. Las mujeres
consiguieron obtener las posiciones sociales anteriormente reservadas
para los hombres sólo al precio de adaptarse a la normas de trabajo
inscriptas como “masculinas”, competencia y rendimiento. Considerando la
totalidad social, al mismo tiempo permanece como su responsabilidad
principal el atender la casa e hijos y está omnipresente la objetivación
de los cuerpos femeninos para las fantasías sexuales masculinas, como
demuestra una mirada en la vitrina de cualquier puesto de diarios o en
la publicidad.
Esta perseverancia de las identidades de género capitalistas
polares puede sorprender a primera vista. Pero, mientras el contexto
social se constituya en forma de cosificada por medio de la mercancía,
el dinero y el trabajo, sobrevivirá también la correspondiente forma de
sujeto inscripto masculinamente. También el proceso de crisis actual que
expulsa a los seres humanos del proceso de trabajo o los fuerza a
aceptar condiciones de trabajo precarias, en ningún caso invalida las
identidades de género capitalistas polares. Aunque poniendo en duda el
trabajo la como uno de los pilares esenciales de la identidad masculina,
la crisis al mismo tiempo agudiza la competencia en todos los planos de
la vida cotidiana. Bajo estas condiciones, sin embargo, aparecen más
demandadas que nunca las clásicas características de la masculinidad
moderna como dureza, capacidad de imponerse y desconsideración. Por lo
tanto, no puede sorprender que el culto a la masculinidad esté
nuevamente en esplendor –incluso asociado a la violencia sexista y
racista. Por lo tanto especialmente bajo el proceso de crisis, la
crítica de subjetividad moderna estructurada masculinamente es esencial
para abrir una nueva perspectiva de emancipación social.
Traducción de Silvia Said Algaba