Lidia Falcón
Abogada.
Graca Machel, la segunda mujer de Nelson Mandela, en el Foro de la IV Conferencia de la Mujer de Beijín, manifestó, alarmada por la que comenzaba a ser sumisión del Movimiento Feminista a las directrices de los gobiernos, que “no podíamos utilizar el lenguaje de la ONU”. Como ha sido evidente, las participantes del foro han hecho caso omiso de su advertencia, que era, más que una crítica del cambio lingüístico de las categorías patriarcales, una preclara premonición de la pérdida de independencia y de poder de contestación del MF.
Resulta desconcertante asistir a las agrias polémicas en que se enredan las participantes de grupos de mujeres sobre el uso del lenguaje sexista y sus alternativas, mientras han aceptado acríticamente la sustitución de las categorías feministas acuñadas en el curso de varios siglos de lucha, por los términos de la ONU, mientras ninguna de ellas se pelea porque se introduzca en España el término feminicido, a pesar de los miles que se han cometido en los últimos años.
Ya hemos asistido por parte de los profesionales de diversas disciplinas, incluyendo la economía, al abandono de las categorías marxianas de clase y lucha de clases, explotación, plus valía, extracción del excedente, beneficio, sociedad de clases, imperialismo, anatemizadas por la burguesía, que ha intentado frenéticamente durante un siglo eliminarlas de su diccionario, para sustituirlas por globalización, sociedad dual, crecimiento negativo, desregulación, externalización, y otros camelos semejantes, que endulzan y embellecen la sórdida y terrible realidad del sistema capitalista. Pero lo que para mi no era previsible es que esta estrategia de camuflaje de la descripción de los antagonismos de clase se extendiera al lenguaje feminista.
El primer atentado se cometió con la introducción del término género, que no indica ni sujeto ni sexo. Travestirnos de mujer en género significa invisibilizarnos. Denominar violencia de género a la violencia contra la mujer es confundir ideológicamente, puesto que la aplicación puede hacerse del mismo modo a hombres que a mujeres, y que ha permitido –en el colmo de la perversión– que los activistas de las asociaciones machistas reivindiquen ser víctimas de violencia de género. Ya no existe la discriminación de la mujer sino la brecha de género, trabalenguas difícilmente comprensible.
Pero este camuflaje del sujeto protagonista de la acción feminista no era más que el comienzo de una política lingüística que tenía como fin enmascarar y despolitizar las luchas centenarias de las mujeres. Si ya no existen mujeres, tampoco hay por qué hablar de asociaciones feministas que se han convertido en ONGs, organizaciones no gubernamentales. Nombre que no indica nada sobre la adscripción ideológica ni los objetivos que persiguen y que además constituye una falsedad, cuando la mayoría de ellas están ligadas a gobiernos y partidos de gobierno. Y, en consecuencia, no existen tampoco las reivindicaciones clásicas, desaparecidas bajo la enseña moderna de la igualdad.
Aceptados estos términos con complacencia por las que hace pocos años se mostraban agresivamente reivindicativas de su condición de mujeres explotadas y oprimidas, exigentes en lograr ventajas en el trabajo, en el divorcio, en el aborto, se llegó al disparate de denominar Ministerio de Igualdad al que debía llamarse Ministerio de la Mujer. No sólo porque de ellas se trataba sino porque resultaba ridículo hablar de igualdad en un país dividido en clases explotadas y explotadoras, en pobres y ricos, en emigrantes y autóctonos, por no seguir listando las infinitas diferencias que nos separan. La derecha española, si no fuese siempre tan torpe, hubiera podido utilizar críticamente, con más gracia y finura, esa estúpida denominación del ministerio. Pero como ya estábamos en la era de la igualdad, ya no existían activistas ni dirigentes feministas, sino técnicas en igualdad, título que se consigue tras unos cursos que, al parecer, enseñan cómo hacer iguales a los desiguales.
Con esta sucesión de camelos y eufemismos que han enmascarado los términos de la larga lucha feminista que hemos librado por cambiar el mundo –y no por supuesto únicamente por ser iguales a los hombres, lo que ensombrecería tristemente los grandes ideales del feminismo, dado como se muestran la mayoría de ellos– no es de extrañar que ahora resulte, en este año 2012, que el término feminismo está mal visto, como si retrocediéramos al siglo XIX.
No hay reunión de mujeres donde no se plantee que cada vez está más desprestigiado el término feminismo. Y no sólo porque el machismo avanza –lo que no sorprende ante tanta dejación de la lucha– sino porque la mayoría de la población, amodorrada con el cántico de los nuevos conceptos, da por bueno que este es el siglo de la igualdad y que en consecuencia no es necesario seguir defendiendo las barricadas feministas. Fíjense en los nombres de las asociaciones y federaciones y verán que la mayoría se refieren a mujeres pero no a feminismo.
El remate de este lenguaje desprovisto de connotaciones agresivas lo constituye la nueva denominación del aborto, que se ha convertido en el IVE, y para quien lo confunda con el IVA –lo que me sucedió a mí al principio– aclaro que son las siglas de Interrupción Voluntaria del Embarazo, que son términos menos obscenos y pecaminosos que el aborto. Nombre totalmente aséptico si únicamente se pronuncian sus iniciales.
Este lenguaje críptico, únicamente válido para una élite de iniciadas, es, además, imposible de entender para el pueblo llano, al que por otro lado poco le importa, incluidas las mujeres, ni el género ni el IVE ni mucho menos la igualdad, de la que nada disfruta.
Mojácar, 3 de julio 2012.