Hace poco se
publicó en Chile Doña Lucía, una investigación periodística sobre Lucía
Hiriart, la mujer de Augusto Pinochet, y en un par de meses lleva tres
ediciones y contando. Era obvio que iba a ser un superventas, era obvio que la
historia de la viuda del dictador, que está viva y reside en Santiago, nos
tenía que interesar: durante diecisiete años su figura de mujerona ridícula y su
vocecita insoportable fueron parte del paisaje que hoy es maldición y es
sombra. Lucía fue el complemento perfecto del cambio que supuso la imposición
de la bota militar: mientras la Junta perseguía a los partidarios de Allende
con una crueldad que nadie había anticipado, ella, que muy pronto demostró un
afán de figuración sin orilla, se ungía a sí misma como vocera del retorno del
orden doméstico y la obediencia tradicional.
Lucía Hiriart fue
para mi generación la encarnación más nítida de la vieja de mierda, arquetipo
universal que no dudo que exista también,
con sus variantes, en Colombia. La odiábamos, porque ella y los suyos
nos estaban haciendo daño, pero incluso entre la clase alta de derecha era un
personaje ridiculizado –por el prejuicio de clase hacia las “mujeres de
milico”–, desdén que entre ellos solo se convirtió en indignación después de
las revelaciones judiciales del caso Riggs, cuando se descubrieron millonarias
cuentas en bancos extranjeros de ese patriota soldado y su familia.
Lo que no era
tan obvio es por qué tardamos tanto. Por qué nadie pensó antes que podía ser
importante tratar de comprender las motivaciones de una mujer que tuvo tanto
poder sobre nosotros, mereciéndolo tan poco. Quizás algún antiguo colaborador
del personaje pudo contar ciertas verdades. Pero las jefas de gabinete no escriben
libros, los guardaespaldas no escriben libros, los soldados tratados como
servicio doméstico no escriben libros. Podrían haberlo hecho, por supuesto,
pero hoy Lucía y su familia son un virus, y nadie quiere acordarse de que algún
día estuvo muy cerca, inoculado, contagiado con ese virus.
Eso ya no
importa. Doña Lucía existe por fin, gracias a la periodista Alejandra Matus, y
el resultado, incluso para los
que creíamos
estar enterados de muchas cosas, es sorprendente y desgarrador. Desgarrador
porque nos retrotrae a esa situación insoportablemente injusta y a la vez tan
difícil de comprender, la de que una pareja sin ningún mérito personal, ningún
talento, ningún logro intelectual y no digamos ya moral haya ejercido durante
tanto tiempo en mi país, y de formas tan vulgares y crueles, un poder que los
deformó hasta convertirlos para muchos de nosotros en personajes de caricatura,
que es uno de los modos con que nuestra psicología escoge lidiar con un
panorama demasiado difícil de aceptar.
Este panorama
demasiado difícil de aceptar es el nudo del libro, y el sombrío paisaje que
dibuja es uno en el cual dos personas comunes y corrientes
pueden convertirse en déspotas si están en el momento y el lugar correctos, y
si han acumulado durante su vida la suficiente dosis de humillación como para
mandar a la muerte, a la tortura y al exilio a personas con quienes tenían
cercanía familiar y social hasta solo semanas o días antes.
Y digo
humillación, y no odio ni envidia ni miedo, porque creo que la clave de muchos
comportamientos crueles y tiránicos está, antes que en el miedo, el odio o la
envidia, en la humillación. Incluso el miedo es posterior a la humillación, en
la forma de miedo a ser descubiertos humillándose, miedo a que esas
humillaciones se repitan, miedo de tener cerca a quienes puedan atestiguar tu
humillación.(Orlando Letelier, canciller y ministro de Defensa de Allende, que
sería asesinado en Washington por agentes de la dictadura, diría de Pinochet,
en la época en que este era un subordinado, que era “tan zalamero y servil que
parecía como esos peluqueros que te persiguen con el cepillo después de cortarte
el pelo y no dejan de cepillarte hasta que les das su propina.”)
¿Quién es esta
mujer que durante diecisiete años se creyó la reina de Chile? Esta reina de
corazones que estaba tan segura de su poder que repetía, en momentos de
decisiones políticas, en gabinetes y reuniones, “¡hay que hacerlo sin
contemplaciones!”. Pues una mala estudiante que se casó casi niña con un
militar mediocre y aparentemente sin futuro. Más tarde, los currículos oficiales
dirían que tenía estudios de educación de párvulos, pero nadie sabe dónde los
hizo ni con qué resultado. Nunca desarrolló una afición, un interés, un talento.
Ni libros ni música ni pintura ni jardinería ni mascotas, ni siquiera cocina.
Aunque en su época de Primera Dama obligatoria fue la adalid de la ideología
que sitúa el papel de la mujer en la casa con sus niños, odiaba las labores
domésticas y llegó a tener decenas de personas a su servicio, todas, por
cierto, pagadas por nosotros y pertenecientes al Ejército, que Lucía trataba
como si fuera su propia agencia de empleos.
Pinochet dijo en
sus memorias que ella pasaba días enteros en museos y bibliotecas, pero es muy
poco probable. Lucía de Chile desarrolló todos los rasgos de la clásica mujer
de dictador. Reina de belleza del colegio, vengativa con las mujeres que
pudieran hacerle sombra, intrigante, caprichosa, fría, derrochadora. Y aunque
hay cosas más importantes que el dinero, los pasajes más comentados del libro
son aquellos en que la vemos gastándose millones de dólares, nuestros millones
de dólares, en caprichos, ropa, regalos a sus favoritos, mansiones. No
estábamos acostumbradosa esa forma de pillaje. No lo estamos todavía. Quizá por
eso sorprenden incluso sus demostraciones menores de racanería y vulgaridad,
como esa vez en que al bajar de un avión de lan mandó a un guardaespaldas a
sacar las mantitas del avión para llevárselas a su casa de descanso: no unas
cuantas, todas las mantitas. Y cuando un avergonzado asesor
fue a decirle que
esas cosas son de
l a vión y uno
no se las
lleva, ella le
contestó tan campante: “¿Pero lan no es del gobierno
acaso?”.
¿Qué pasa por la
cabeza de una persona así?
El libro
recuerda declaraciones suyas que hoy casi no podemos creer que sean reales,
como cuando le pidieron su opinión sobre el incidente en que dos jóvenes fueron
brutalmente quemados por una patrulla militar, y ella dijo: “Para qué se queja
esta niña, si se quemó tan poco” (el otro joven murió por el ataque). O, en
plena crisis económica, cuando le preguntaron si había hambre en el país: “Lo
que llaman hambre no existe en Chile. Porque los que más pueden sufrir hambre
son los niños, y nosotros tenemos protegidos a los niños. En cambio el adulto,
si come una vez al día puede vivir perfectamente y no pasar hambre”.
¿Qué pasa por la
cabeza de una persona así?
El libro
describe una serie larga de circunstancias vividas por ella como humillaciones.
Como que Pinochet fue siempre la última antigüedad de su curso, el que no
destacaba en nada, no tenía posturas firmes acerca de nada, y que sin los
contactos de su suegro jamás habría llegado a ascender en su carrera.
Como que él le
pusiera los cuernos permanentemente, incluso en el Palacio de La Moneda. O
quizás ver que en su familia había mujeres médicos o abogadas (por cierto, una
prima fue secuestrada de su casa, delante de sus hijos; estuvo en la cárcel y
debió partir al exilio, sin que la mujer de Pinochet mostrara una gota de
lástima), y un padre que era un profesional muy respetado, un político laico y
progresista, senador y ministro en gobiernos previos.
Ese padre, de
hecho, es el personaje trágico de esta obra, el rey Lear de esta obra. Y es
trágico no porque Osvaldo Hiriart no tuviera la fortaleza para oponerse más
decididamente a la conducta criminal de su yerno y su hija, sino porque el
hogar que él formó, esa familia de clase media con muchos parientes y largas
sobremesas donde se discutía de política contingente, podría haber sido el de
cualquiera de nosotros, y la hija que él formó, esa joven reina de belleza, ese
misterio calamitoso, podría estar incubándose, quién sabe, en cualquiera de
nosotras. O
Andrea palet (chile, 1965). Dirige el
Magíster en Edición de la Universidad Diego Portales