Con solo 16 años es un icono global contra el integrismo. Los talibanes le arrebataron su infancia a balazos. Sin miedo. Sin rencores. Esta es su historia
Rosa Montero 12 OCT 2013 - 23:29 CEST
Es diminuta pero posee una cabeza rotunda, una cabeza que destaca en la delicadeza de su cuerpo de elfo. Viste ropas tradicionales pastún de alegres colores y su cara está enmarcada en un bonito chal estampado de flores y colocado con gracia. Se le ve el cabello, detalle muy importante en la tremenda jerarquía de tocados musulmanes para mujeres, desde la siniestra y carcelaria burka hasta el ligero hiyab. Parece una figurilla de belén, una pastorcita de terracota. “Le voy a contar algo de mí”, le digo nada más sentarnos en la fea y burocrática sala privada de un hotel de Birmingham, que es donde se está celebrando el encuentro. “Verá, yo he hecho muchas entrevistas durante décadas, hasta que hace cuatro o cinco años me cansé y ya no hice más. Sin embargo, cuando me propusieron su nombre, inmediatamente dije que si.
Así que usted es responsable de mi regreso a este género periodístico…” Malala me mira con una atención absoluta, con una concentración perfecta, una adolescente cautelosa y seria que lo controla todo. Empieza a darme las gracias, muy educada, como corresponde a lo que acabo de decirle. Le interrumpo: “En realidad no se lo digo para halagarle, aunque desde luego la admiro; se lo digo porque me quedé pensando en el enorme efecto que tiene usted en tantísima gente alrededor del mundo. ¿No le agobian las expectativas que todos parecemos tener sobre usted?”.
-No. Estoy entregada a la causa de la educación y creo que puedo dedicarle mi vida entera. No me importa el tiempo que me lleve. Me concentro en mis estudios, pero lo que más me importa es la educación de cada niña en el mundo, asi que empeñaré mi vida en ello y me enorgullezco de trabajar en pro de la educación de las niñas, y la verdad es que es una gran oportunidad tener esta entrevista hoy con usted. ¡Gracias!
Ha contestado con firmeza, con seguridad y con tanta profesionalidad que la última palabra la ha dicho en español. Me la imagino aprendiendo a decir gracias en todos los idiomas de sus entrevistadores. Una niña aplicada. En su libro Yo soy Malala (Alianza Editorial) cuenta con gracia una anécdota reveladora: “Mi profesor de Química [en Paquistán], el señor Obaidullah, decía que yo era una política nata porque, al comienzo de los exámenes orales, yo siempre decía: ‘Señor, ¿puedo decirle que usted es el mejor profesor y que la suya es mi clase preferida?”. El nivel de autocontrol de Malala me parece increíble: ¡tiene dieciséis años! Pero, como se ve en su escalofriante y conmovedor libro, lleva viviendo una vida extremadamente adulta y anormal desde los diez. Lo talibanes no lograron ni matarla ni callarla cuando le metieron una bala en la cabeza, pero le robaron una buena parte de su infancia.
-¿Ya está bien de salud?
-Estoy muy bien, y esto es por las oraciones de la gente, y también por las enfermeras y los médicos en el hospital, que me han atendido muy bien, y porque Dios me ha concedido una nueva vida. Hago fisioterapia una o dos veces al mes en el lado izquierdo de mi cara, porque el nervio facial que controla el movimiento de este lado fue cercenado por la bala y por lo tanto había dejado de funcionar, pero ya han cosido el nervio, ha empezado a reconstruirse y está recuperándose muy bien. Ha alcanzado un 88% de recuperación.
-¿Le han dado ayuda psicológica?
-Sí, los psicólogos del hospital me han ayudado. Vinieron y me hicieron muchas preguntas y a las dos o tres sesiones dijeron, Malala está bien y ya no le hace falta tratamiento… Además es muy aburrido.
La bala entró por debajo del ojo izquierdo y salió por el hombro. Le destrozó los huesos de media cara, cortó el nervio y rozó el cerebro, que se inflamó tanto que tuvieron que quitarle toda la tapa de la cabeza. Durante meses estuvo con el cerebro al aire y con el pedazo de cráneo metido, para su conservación, bajo la piel del abdomen (al final tiraron el hueso y le pusieron una pieza de titanio). También estuvo meses con medio rostro desplomado: no podía reir, apenas podía hablar, no podía parpadear con el ojo izquierdo y los dolores eran terribles. En su discurso a la ONU el pasado 12 de julio, el día que cumplió dieciséis años, se le notaban más las secuelas que ahora: la rehabilitación hace su efecto. Sigue siendo una chica guapa y sólo queda una ligera sombra de desequilibrio en su cara.
-Le pregunto todo esto porque usted ha pasado por una situación durísima, y ahora podría tomarse cierto tiempo para recuperarse. Pero no, inmediatamente ha sacado usted este libro, que le obliga a volver a dar entrevistas y a estar de nuevo en primera línea. Eso es una elección. Y parece dura.
-Es que esto ya es mi vida, no es sólo una parte de ella. No puedo abandonar. Cuando veo a la gente de Siria, que están desamparados, algunos viviendo en Egipto, otros en el Líbano; cuando veo a toda la gente de Paquistán que está sufriendo el terrorismo, entonces no puedo dejar de pensar, “Malala, ¿por qué esperas a que otro se haga cargo? ¿Por qué no lo haces tú, por qué no hablas tú a favor de sus derechos y de los tuyos?” Yo empecé mi lucha a los diez años.
-Lo sé. Cuando llegaron los talibanes.
-En aquel entonces vivía con mi padre en Swat, es nuestra región natal, y y los talibanes se levantaron y empezó el terrorismo, azotaron a las mujeres, asesinaron a las personas, los cuerpos aparecían decapitados en las plazas de Míngora, nuestra ciudad. Destruyeron muchas escuelas, destruyeron las peluquerías, quemaron los televisores en grandes piras, prohibieron que las niñas fueran a la escuela. Había mucha gente en contra de todo esto, pero tenían miedo, las amenazas eran muy grandes, así que hubo muy pocos que se atrevieron a hablar en voz alta en pro de sus derechos, y uno de ellos fue mi padre. Y yo seguí a mi padre.
El libro de Malala no es sólo sobre Malala sino, en gran medida, también sobre su padre. Un tipo singular y sin duda heroico, un maestro dispuesto a conquistar, por medio de la cultura, un futuro de justicia y de paz en un mundo en llamas. Y un hombre que, además, en una sociedad brutalmente machista como la pastún, apoyó a su hija mayor y le dio la misma libertad y la misma confianza que a un varón. El padre, Ziauddin, también está aquí, sentado al otro lado de la mesa. Bajito, de unos cuarenta años, con algo limpio y casi niño en su sonrisa. La gravedad de Malala contrasta con la ligereza juvenil de Ziauddin. Pero, claro, él no perdió su infancia ni tuvo que luchar contra todo su mundo para ser reconocida como persona pese a ser mujer.
A los once años, en lo más negro del terror talibán, Malala empezó a escribir un blog para la BBC en urdú. En la primera entrada decía: “En mi camino a casa desde la escuela escuché a un hombre gritando: ¡Te mataré! Apresuré el paso… pero para mi gran alivio vi que estaba hablando por su movil y que debía de estar amenazando a otra persona”. Aunque firmaba con seudónimo, todo el mundo acabó sabiendo que era ella. Además empezó a acudir a las televisiones y a las radios, junto con su padre, a protestar por los abusos. Fueron casi los únicos en hacerlo.
-El libro tiene una parte que es como un cuento de terror. Dice usted: “Tenía diez años cuando los talibanes llegaron a nuestro valle. Moniba [su mejor amiga] y yo habíamos estado leyendo los libros de Crepúsculo y deseábamos ser vampiras. Y nos pareció que los talibanes llegaron en la noche exactamente como vampiros"...
- Lo importante es que si preguntas a los niños aquí de qué tienen miedo, te van a contestar que de un vampiro, de Drácula o de un monstruo, pero en nuestro país tenemos miedo a los humanos. Los talibanes son seres humanos pero son muy violentos y hacen tanto daño que cuando un niño oye hablar de un talibán le entra miedo, igual que si fuera un vampiro o un monstruo.
-Es un sistema perverso y demencial; prohibieron la música, prohibieron cantar...
-Nos prohibieron todo y si oían barullo y risas en una casa, irrumpían por si estabas cantando o viendo la televisión, y rompían los televisores. A veces se limitaban a amonestar a la gente, a veces la pegaban o la fusilaban o la masacraban. No nos dejaban ni jugar a las peluqueras con las muñecas.
-Ustedes terminaron viendo la televisión dentro de un armario. Era la apoteosis del absurdo,
-Sí, y con el volumen muy bajo, para que nadie más la oyera. Con tanto temor por todas partes la vida se hacía muy dura y pensábamos desesperadamente en nuestro futuro, en cómo íbamos a vivir con ese miedo, en lo peligrosa que era la situación…. Y aún así nos quedaba cierta esperanza en un rincón del corazón.
-Luego los talibanes empezaron a matar. Primero a los policías, asi que dejaron sus empleos y pusieron anuncios en los periódicos diciendo que ya no eran policías, para que no les asesinaran…. Después asesinaron a los músicos, y los músicos también pusieron anuncios diciendo que habían dejado el pecado de la música y que ya eran fervientes creyentes…. Eso de los anuncios me impresionó. Su propio padre, cuando le amenazaron, puso un anuncio que decía: “Matadme a mí pero no hagáis daño a los niños de mi escuela, que rezan todos los días al mismo Dios en el que vosotros creeis”.
-Sí, y luego estaba la radio de los talibanes, predicaban como dos veces al día. Y daban mensajes diciendo: “Felicitamos a Fulano, que se ha dejado crecer la barba y por eso va a entrar en el paraíso; felicitamos a Zutano, que ha cerrado su tienda de video y se ha arrepentido; nos congratulamos de que la niña Tal y Cual ha dejado de ir a la escuela”... Y a las niñas que íbamos a clase nos insultaban todos los días de forma muy fea y nos decían que iríamos al infierno.
-En los últimos años ustedes estaban convencidos de que su padre, Ziauddin, iba a ser asesinado. E idearon todo tipo de estrategias para evitarlo… Sus hermanos pequeños querían construir un túnel…
-Sí, y también pensábamos esconder a mi padre en un armario. Mi madre dormía con un cuchillo debajo de la almohada, y también dejamos una escalera apoyada en el muro de atrás para que mi padre pudiera huir si venían a buscarle. Algún tiempo después se coló en nuestra casa un ladrón gracias a esa escalera y nos robó la tele.
-De hecho, --interviene el padre desde el otro lado de la mesa, -- nos alegró mucho que se llevara la tele, porque de haberse llevado la escalera nada más, habríamos tenido miedo de verdad.
-- ¡Cierto! De modo que era alguien que, como ustedes, ¡quería ver la televisión!
-¡Sí, sí! (Malala y Ziauddin ríen) ¡Gracias a Dios ha sido un ladrón!
-¿Cómo podían aguantar ese miedo todos los días?
-En aquel entonces el miedo nos rodeaba. Fue todo tan duro. No sabíamos lo que el futuro nos deparaba, queríamos hablar pero no sabíamos que nuestras palabras nos conducirían al cambio, que nos escucharían en todo el mundo. No estábamos enterados del poder que encierra un lápiz, un libro. Sin embargo, se ha demostrado que los talibanes, que tenían fusiles y explosivos, eran más débiles que la gente con lápices y libros.
-En el libro cuenta que hace poco, en un centro comercial en Abu Dhabi, sintió un repetino ataque de terror. Un comprensible ataque de angustia. ¿Le ha vuelto a pasar?
-Sí, me ha pasado dos o tres veces. Cuando vi a la gente a mi alrededor en Abu Dhabi, a todos esos hombres alrededor, de pronto pensé que estaban al acecho, armados, que me iban a disparar. Y luego me dije, ¿y por qué te da miedo ahora? Ya le has visto la cara a la muerte, ya no debes tenerle miedo, se ve que ya ni la muerte quiere matarte; la muerte quiere que vivas y trabajes en pro de la educación. De manera que me dije, no tengas miedo, sigue adelante, que Dios y la gente te acompaña. Hay que morir alguna vez en la vida.
-Pero usted es demasiado joven…
-Demasiado joven, demasiado joven –repite dolorosamente el padre, como un coro griego.
-Hay otra cosa que me parece muy importante de usted, y es que es creyente. Una intelectual argelina me dijo hace años que la izquierda argelina había fracasado en su intento de modernizar el país porque se habían enajenado completamente de su pueblo y de su sociedad. Eran laicos, rupturistas, demasiado modernos, demasiado occidentalizados para ser aceptados por la mayoría. Usted, en cambio, sigue perfectamente integrada en su cultura y en su religión.
-Amo a Dios porque me ha protegido, y creo que me va a preguntar el día del juicio, “Malala, veías el sufrimiento de la gente en Swat, veías cómo sufrían las niñas, que masacraban a las mujeres, que asesinaban a tantos policías. ¿Qué has hecho tú para defender sus derechos?” Sentí que era mi deber clamar por los derechos de las niñas, por los míos, por el derecho de asistir a la escuela, y lo hago en nombre del Dios por el que los talibanes me tirotearon.
-Cuando tenía usted once años y estaba escribiendo el blog, The New York Times hizo un precioso documental de televisión sobre usted y su padre. Le diré que, cuando lo vi, pensé que su padre era como más idealista, más alocado, y que usted era la sensata de los dos. Vamos, usted me pareció la madre de su padre, y usted perdone, Ziauddin.
(Los dos se tronchan de risa)
-¿Me vió asi? En la sociedad pastún, si una chica es muy madura y empieza a hablar muy pronto de cosas de la familia, digamos a los once años, le dicen niyá o sea abuela.
-Pues no sé si será usted una niyá, pero desde luego tiene un gran sentido práctico. Las dos primeras cosas que dijo en el hospital de Birmingham, tras una semana de coma inducido, fue: “¿Dónde está mi padre?” y “No tenemos dinero para pagar todo esto”.
-Por entonces estaba todavía muy aturdida, muy confundida. Cuando un médico hablaba con una enfermera, creía que le estaba preguntando cómo íbamos a pagar el hospital, y pensaba que me iban a expulsar y que tendría que buscar un empleo.
-En ese mismo documental usted decía que su padre quería que fuera política, pero que usted quería ser doctora y que no le gustaba la política…. Ahora ha cambiado de opinión.
-Amo a mi padre y él me inspira, lo cual no significa que siempre esté de acuerdo con él. Discrepo con él en muchas cosas, él cree que la política es buena y sirve para cambiar el mundo pero yo antes quería ser médico. Pero luego pasó el tiempo y fui dándome cuenta de que el Gobierno no estaba haciendo nada, que su deber elemental era conceder derechos básicos al pueblo, proporcionarles electricidad, gas, educación, buenos hospitales. Y entonces por eso de repente pensé que sí que quería ser política para conseguir un cambio grande en mi país. Para que un día Paquistán esté en paz, para que no haya guerra ni talibanes y todas las niñas vayan a la escuela. Y no sólo quiero ser política, sino líder también.
-Líder social.
-Sí, líder social, y guiar a la gente, porque el pueblo en Paquistán anda descaminado, están divididos en muchos grupos, y llega un líder y forma un grupo, llega otro y forma otro grupo distinto, pero nunca he visto a alguien que sepa unir a la gente. Quiero hacer que toda esa gente se una, quiero que Paquistán sea uno solo, quiero ver la igualdad entre todos y la justicia.
-¿Y cree que usted los puede unir?
-Para lograr ese objetivo tengo que conseguir poder, y el verdadero poder consiste en la educación y el conocimiento. Además nos hace falta un escudo, que es la unidad del pueblo. Cuando la gente me acompañe, cuando los padres de las niñas me acompañen, cuando estemos juntos, me apoyarán con su voz, con su acción, con su compasión. Cuando nos apoyemos los unos a los otros, cuando nos eduquemos, cuando logremos ese poder, podremos con todo. Y entonces volveré a Paquistán.
-En su libro dice que, a los trece o catorce años, veía los DVD de la serie norteamericana Betty la Fea “que era sobre una chica con una ortodoncia enorme y un corazón también enorme. Me encantó y soñaba con la posibilidad de ir algún día a Nueva York y trabajar en una revista como ella”. Me parece una afirmación conmovedora. ¡La revista de Betty la Fea es de moda! Esa añoranza por una vida normal y sin el peso sobrehumano que acarrea usted sobre los hombros…
-Me gustaba ver la serie, me gustaba pensar en otro mundo en donde el mayor problema era la moda, quien viste qué ropa, qué sandalias, qué color de lápiz de labios usa tal chica… Mientras por otro lado las mujeres se mueren de hambre, y los niños también, y azotan a las mujeres, y aparecen cuerpos decapitados…
-Pero, en cualquier caso, lo que indica este texto es que por ahí abajo hay ese anhelo comprensible de una existencia liviana y normal…
Malala me mira fijamente, se toma un par de segundos y luego dice que sí con la cabeza. Ni siquiera se atreve a verbalizar su añoranza de otra realidad. Es una niña atrapada entre las ruedas de una responsabilidad colosal. Imaginen la situación: una realidad de violencia y abuso insoportables, un padre heroico que señala el camino y una niña inteligentísima, evidentemente superdotada, consciente de su propia dignidad y con una gran capacidad de compasión. Todo se conjuró en la vida de Malala para encerrarla en su destino de Juana de Arco. Las balas de los talibanes la han catapultado a una visibilidad mundial y es posible que, cuando ustedes lean esta entrevista, le hayan concedido el Nobel de la Paz, que se hará público mientras esta revista esté en imprenta.
Yo he firmado pidiendo el Nobel para ella, pero ahora casi me preocupa que se lo den: sería otro peso más, otra exigencia. Malala, enardecida por haber sobrevivido y todavía muy joven, pese a su madurez, tiene ensueños grandiosos para el futuro de su pueblo. Ensueños inocentes y difíciles de alcanzar pero que quizá ella logre poner en marcha, porque esta pizca de mujer es poderosa. Tanto el padre como la hija tienen algo limpio, el corazón en la boca, una luz que encandila. Pero la luz de Malala está llena de sombras, es una estrella oscura llena de dolor y de determinación. A los dieciséis años está dispuesta a sacrificar toda su vida por su proyecto.
-¿Se ha enamorado alguna vez? Me refiero a esos amores infantiles, de un actor, de un vecino mayor.
-(Risas) Me encantan los jugadores de cricket. Pero eso es sólo parte de la vida, cuando te encariñas con alguien, y tengo cariño a tanta gente. Hay un jugador que se llama Shahid Afridi, que siempre sale eliminado sin anotar, pero sin embargo todos le queremos mucho. Está también Roger Federer. Hay muchos, pero eso no significa que me case con ellos.
-¿Pero piensa casarse?
-¡Tal vez!
-Interesante, porque, en su parte del mundo, todas las líderes políticas tuvieron sin duda que casarse: Benazir, Indira… Es una buena respuesta.
-Es una respuesta diferente.
-Pues nada más. Muchas gracias, Malala.
-Gracias a usted por su amor y su apoyo.
Y al escuchar su primorosa contestación final me siento como el señor Obaidullah, su profesor de Química.