Raúl Zibechi
ALAI AMLATINA, 23/05/2014.- Todo apunta hacia el empate en la
primera vuelta entre el presidente Juan Manuel Santos y el
ultraderechista Óscar Iván Zuluaga, quien representa al ex
presidente Álvaro Uribe. Un escenario de retorno al pasado, y a la
guerra, por el que una parte de la sociedad colombiana se siente
seducida.
La impresionante remontada del candidato afín al expresidente Álvaro
Uribe, Óscar Iván Zuluaga, le permite colocarse a la par del
presidente Juan Manuel Santos que busca la reelección en ancas del
proceso de paz que negocia con las Fuerzas Armadas Revolucionarias
de Colombia (FARC).
En las elecciones presidenciales del domingo 25 de mayo está en
juego la continuidad de las negociaciones en La Habana, el proceso
de paz que más ha avanzado en la historia de Colombia. Pero también
está en juego la carrera de política de Uribe, quien acusa a su ex
ministro de Defensa, Santos, de hacer demasiadas concesiones a la
guerrilla. Lo cierto es que el presidente y el candidato uribista
reclutan en torno al 30 por ciento de las adhesiones, según todas
las encuestas, mientras los otros tres candidatos (la conservadora
Marta Lucía Ramírez, Enrique Peñalosa de la Alianza Verde y la
progresista Clara López) rondan el diez por ciento cada uno.
Es posible que el equilibrio se rompa a último momento, ya que
Zuluaga –que se presenta por el Centro Democrático- fue filmado
junto a un hacker al que la Fiscalía había acusado de realizar
interceptaciones ilegales a los miembros de la mesa de negociaciones
de La Habana. Pese a la evidencia, que confirma que el candidato de
Uribe boicotea las negociaciones, la mayoría del electorado se
mostró reacia a modificar su voto, aunque la imagen de Zuluaga sale
dañada del escándalo.
Las negociaciones
Una semana antes de las elecciones, el viernes 16, el gobierno y las
FARC cerraron su tercer acuerdo en La Habana, esta vez sobre la
política antidroga. Se trata del tercer acuerdo al que arribaron los
negociadores en dos años de intensas gestiones que por momentos
parecieron al borde del fracaso. Anteriormente habían acordado la
política agraria y la participación política de la guerrilla una vez
finalizado el conflicto.
Aunque varios candidatos calificaron el acuerdo como oportunista por
concretarse días antes de las elecciones, la periodista Juanita León
estima que si lo firmado se cumple, “podría darle un vuelco total a
la política antidrogas que tanto daño le ha hecho a Colombia” (La
Silla Vacía, 18 de mayo de 2014). El acuerdo toma distancia de la
política militarista en el combate a las drogas articulada por el
Plan Colombia, y se inclina hacia “la erradicación a partir de un
proceso de planeación participativa con las comunidades
involucradas, lo que permitiría una mayor integración social de los
cocaleros”.
Según el acuerdo se seguirán tres pasos para poner fin a los
cultivos: la erradicación voluntaria, luego la erradicación manual
forzosa y, como última instancia, la fumigación aérea que es el
punto más rechazado por la guerrilla, que al día siguiente de
difundido el acuerdo libró un comunicado en el que propone posponer
el tema hasta una eventual asamblea constituyente.
En adelante el combate a las drogas estará enfocado desde la óptica
de la salud pública, lo que implica un cambio radical ya que echa
por tierra la filosofía que llevó a la militarización del país. Las
FARC se comprometen a dar información para desmantelar las minas
antipersonas que han sembrado alrededor de los campos de cultivos de
coca. Por primera vez, la guerrilla reconoce que se financiaba a
través del tráfico.
El comunicado conjunto de las partes destaca “el compromiso de las
FARC-EP de contribuir de manera efectiva, con la mayor determinación
y de diferentes formas y mediante acciones prácticas con la solución
definitiva al problema de las drogas ilícitas, y en un escenario de
fin del conflicto, de poner fin a cualquier relación, que en función
de la rebelión, se hubiese presentado con este fenómeno”. No es un
tema menor, sobre todo porque a continuación señala que “la
construcción de una paz estable y duradera supone la disposición por
parte de todos de contribuir con el esclarecimiento de la relación
entre el conflicto y el cultivo, la producción y la comercialización
de drogas ilícitas y el lavado de activos derivados de este
fenómeno, para que jamás el narcotráfico vuelva a amenazar el
destino del país”.
Según la directora de La Silla Vacía, las principales zonas
cocaleras están en zonas de influencia de las FARC que controlarían
un 60 por ciento de estos cultivos. Si la guerrilla sale
definitivamente del negocio de la droga, será más fácil combatir a
las bandas de narcotraficantes y paramilitares que controlan otros
eslabones del negocio y que tratarán de ocupar los espacios que
dejen las FARC, quienes podrían “arrojar información valiosa sobre
rutas, sobre lavadores de activos (algunos de ellos elegantemente
camuflados en la alta sociedad), sobre las alianzas con la Fuerza
Pública, los empresarios y los políticos que son cómplices de los
ilegales”.
El acuerdo sobre drogas va en la misma dirección que los anteriores,
ya que apuesta a la creación de asambleas comunitarias que serán la
base para la construcción de los planes municipales integrales de
sustitución y desarrollo alternativo para las zonas afectadas por
cultivos de coca. En el mejor de los casos, en La Habana se estaría
gestando una nueva institucionalidad que representa “una oportunidad
más para que los guerrilleros desmovilizados puedan fortalecerse
como alternativa política en las zonas de influencia”, destaca León.
La fuerza de Uribe
A principios de año el presidente Santos triplicaba la intención de
voto del candidato del Centro Democrático. El punto de quiebre
fueron las elecciones legislativas de marzo, donde las listas del
Centro Democrático, encabezadas por el propio Uribe, consiguieron 20
escaños en el Senado y fueron las más votadas en una docena de
departamentos, incluyendo Bogotá.
A partir de ahí se registró un fuerte ascenso de Zuluaga, un
estancamiento de Santos y un vuelco en la campaña. Zuluaga no tiene,
ni de lejos, el prestigio, la trayectoria y la visibilidad de los
otros candidatos, incluyendo no sólo al actual presidente sino
también a Peñalosa, López y Ramírez. Peñalosa fue alcalde de Bogotá;
Ramírez fue la primera mujer ministra de Defensa y antes fue
ministra de Comercio y senadora; López fue alcaldesa de Bogotá y
presidenta del Polo Democrático. Zuluaga fue apenas ministro de
Hacienda de Uribe durante tres años y alcalde de su pueblo natal,
Pensilvania (Caldas), de poco 25 mil habitantes. En febrero, dos
tercios de los colombianos no lo conocían, pese a que Uribe lo
cargaba en hombros.
El cambio de estrategia se debe a Duda Mendonça, quien orienta la
compaña de Zuluaga. El marketinero brasileño fue el artífice de la
campaña electoral de 2002 que llevó a Luiz Inácio Lula da Silva a la
presidencia, en ancas del lema “Lulinha paz e amor”. Decidió separar
a Uribe del candidato presidencial y focalizarse en la primera letra
de su apellido: la Z. La campaña comenzó a destacar las virtudes
familiares y profesionales de Zuluaga. El éxito de la estrategia es
evidente, al punto que varias encuestas muestran que puede vencer en
la segunda vuelta a celebrarse el 15 de junio.
En paralelo, Santos no puede despegarse de su gestión presidencial.
Desde el punto de vista social y económico el gobierno tiene poco
que mostrar. Bajo el gobierno Santos emergió un vasto movimiento
social que por primera vez en décadas forzó al Estado a reconocer
sus demandas. En las áreas rurales se movilizaron, en agosto de
2013, miles de campesinos que confluyeron con las demandas de
camioneros, cafeteros, pequeños y medianos mineros y un amplio
conjunto de productores de alimentos que atraviesan una profunda
crisis a raíz del TLC con Estados Unidos.
El paro agrario nacional duró cuatro semanas y se saldó con doce
muertos y casi 500 heridos y forzó a Santos a firmar un “Pacto
Nacional por el Agro y el Desarrollo Rural” y a reestructurar su
gabinete, lo que revela la profundidad del impacto que tuvieron las
movilizaciones sociales.
A fines de abril, en plena campaña electoral, estalló un nuevo paro
agrario que amenazaba obstaculizar la reelección. Pero esta vez la
mesa de La Habana mostró la capacidad de disciplinar al movimiento
social. “Santos logró bajar de la movilización a Marcha Patriótica,
al Congreso de los Pueblos y a sus aliados, que eran los sectores
que podían lograr que el paro se le saliera de las manos a sólo dos
semanas de las elecciones” (La Silla Vacía, 12 de mayo de 2014)
Contrastando con el duro enfrentamiento registrado en 2013, las
organizaciones indígenas, campesinas y afrocolombianas mostraron su
respaldo a las negociaciones de paz que, en los hechos, significa un
apoyo a Santos. “Esta movilización es para respaldar el pliego y la
mesa. No estaremos bloqueando carreteras, para darle un mensaje
positivo al gobierno de que seguimos dialogando y negociando”,
señaló una vocera del Congreso de los Pueblos, considerado más a la
izquierda que la Marcha Patriótica vinculada al Partido Comunista
(Nasaacin.org, 12 de mayo de 2014)
Síntoma de los tiempos electorales, el ex alcalde progresista de
Bogotá, Gustavo Petro, destituido por el conservador Procurador
General de la Nación, decidió apoyar la reelección de Santos en los
últimos días de la campaña (El Tiempo, 14 de mayo de 2014). Petro
fue restituido en el cargo a instancias de Santos, en cumplimiento
de una resolución de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El apoyo del popular alcalde de Bogotá a la reelección puede torcer
el virtual empate entre los dos principales candidatos.
El negocio de la guerra
“Me impresiona”, respondió el sociólogo francés Daniel Pécaut cuando
la entrevistadora María Jimena Duzán le preguntó sobre la
polarización entre Santos y Uribe (Semana, 16 de mayo de 2014).
Pécaut es un profundo conocedor de la realidad colombiana, la que
estudia desde décadas atrás y sobre la que ha dejado textos
imprescindibles como “Orden y Violencia: Colombia 1930-1953”. (1)
Recuerda que hay mucho escepticismo sobre el proceso de paz. “Muchos
sectores, no solo las elites dirigentes, están descubriendo que a
ellos les ha ido mejor con el conflicto armado que lo que les podría
ir en caso de que se firmara un acuerdo pacífico”. En primer lugar
porque el conflicto no afecta a las ciudades sino a las periferias
del país. En segundo, porque perciben que el conflicto armado ha
sido “un factor de cierta estabilidad social y política”, que ha
sido capitalizada por Uribe.
Esta percepción es bien realista. En las seis décadas que dura el
conflicto, “no ha habido mayores sobresaltos ni surgimiento de
movimientos sociales fuertes que expresen sus reivindicaciones”. Por
cierto, la guerra dejó muy pocos espacios a los movimientos y cuando
aparecen como sucedió con los paros agrarios, favorecen
indirectamente al discurso uribista del orden.
Lo cierto, afirma Pécaut, es que el conflicto contribuyó a mantener
el estatus quo, a pesar de que en 30 años se registró un fuerte
crecimiento económico pero se mantuvo el mismo nivel de desigualdad
que en 1930. La cultura política dominante en Colombia es reacia a
aceptar conflictos sociales que son inevitables en todo país
moderno.
El sociólogo alerta que es la última oportunidad para la paz, al
igual que lo hacen unos cuantos analistas colombianos. Cuando
fracasó el proceso de paz del Caguán, en 2002, la población culpó a
las FARC y se volcó con el discurso guerrerista de Uribe. “Si se
vuelve a fracasar en La Habana, la gente con mucha razón le va a
echar la culpa a las FARC”, afirma Pécaut. No obstante, considera
que lo que más afectó el conflicto armado fue el narcotráfico y lo
que más le asusta de Colombia es el populismo.
La actual polarización no sólo impresiona a Pécaut porque ve en ella
una “guerra sucia” que anticipa lo peor. Quien dedicó su vida
académica a comprender La Violencia que arrasó al país afirma: “Sólo
podría compararla con el clima que se vivió en los años 1946 y 1947
entre conservadores y liberales”. Como consecuencia de ese clima, el
9 de abril de 1949 fue asesinado el dirigente liberal Jorge Eliécer
Gaitán. El asesinato desencadenó el levantamiento popular conocido
como El Bogotazo y dio inicio a una larga guerra de más de seis
décadas.
Anexo
Votar, cuestión de minorías
LA ABSTENCIÓN SIEMPRE ganó en Colombia. Pero ahora se manifiesta de
forma masiva en las grandes ciudades y toma dos direcciones: la baja
participación, menor a la mitad de los habilitados, y el voto en
blanco, que viene creciendo de forma sostenida.
En las elecciones legislativas del pasado 9 de marzo, un millón y
medio de personas votaron en blanco. En las “circunscripciones
especiales” fue mayoritario. En la elección para elegir
representantes de los pueblos indígenas, se registraron en total 171
mil votos a candidatos y otros 138 mil votos en blanco, según
detalle Le Monde Diplomatique en su edición de mayo. Algo similar
ocurrió en la circunscripción afrocolombiana. Fueron emitidos 159
mil votos por listas de partidos mientras otros 77 mil sufragaron en
blanco.
Pero lo más significativo es la enorme abstención en las ciudades.
En Bogotá, los diputados fueron electos apenas con los votos de tres
de cada diez capitalinos. La abstención alcanzó el 65 por ciento y
el voto en blanco el 10 por ciento. En Medellín, la segunda ciudad
del país, sólo llegaron a las urnas el 41 por ciento de los
habilitados y el 7 por ciento de los que votaron lo hicieron en
blanco. En Cali la abstención batió todos los registros alcanzando
el 67,7 por ciento, siendo el voto en blanco del 7 por ciento.
En opinión del analista Miguel Suárez, “el voto en blanco refleja la
tercerea ola de indignación expresada en las urnas colombianas”, en
los doce últimos años. Las dos anteriores fueron el apoyo al
candidato de izquierda Carlos Gaviria y luego a la centrista Ola
Verde, ambas desafiando al establecimiento político. Las elecciones
son cuestión de minorías en un país que no confía en que las cosas
puedan cambiar algún día.
Nota
(1) Siglo XXI, Bogotá, 1987.
- Raúl Zibechi, periodista uruguayo, escribe en Brecha y La Jornada
y es colaborador de ALAI.