Hay capitalismo y luego el verdadero
capitalismo existente. El término capitalismo se usa comúnmente para
referirse al sistema económico de Estados Unidos con intervención
sustancial del Estado, que va de subsidios para innovación creativa a la
póliza de seguro gubernamental para bancos
demasiado-grande-para-fracasar.
El sistema está altamente monopolizado,
limitando la dependencia en el mercado cada vez más: En los últimos 20
años el reparto de utilidades de las 200 empresas más grandes se ha
elevado enormemente, reporta el académico Robert W. McChesney en su
nuevo libro Digital disconnect. Capitalismo es un término usado ahora
comúnmente para describir sistemas en los que no hay capitalistas; por
ejemplo, el conglomerado-cooperativa Mondragón en la región vasca de
España o las empresas cooperativas que se expanden en el norte de Ohio, a
menudo con apoyo conservador –ambas son discutidas en un importante
trabajo del académico Gar Alperovitz.
Algunos hasta pueden usar el
término capitalismo para referirse a la democracia industrial apoyada
por John Dewey, filósofo social líder de Estados Unidos, a finales del
siglo XIX y principios del XX. Dewey instó a los trabajadores a ser los
dueños de su destino industrial y a todas las instituciones a someterse a
control público, incluyendo los medios de producción, intercambio,
publicidad, transporte y comunicación. A falta de esto, alegaba Dewey,
la política seguirá siendo la sombra que los grandes negocios proyectan
sobre la sociedad. La democracia truncada que Dewey condenaba ha quedado
hecha andrajos en los últimos años. Ahora el control del gobierno se ha
concentrado estrechamente en el máximo del índice de ingresos, mientras
la gran mayoría de los de abajo han sido virtualmente privados de sus
derechos.
El sistema político-económico actual es
una forma de plutocracia que diverge fuertemente de la democracia, si
por ese concepto nos referimos a los arreglos políticos en los que la
norma está influenciada de manera significativa por la voluntad pública.
Ha habido serios debates a través de los años sobre si el capitalismo
es compatible con la democracia. Si seguimos que la democracia
capitalista realmente existe (DCRE, para abreviar), la pregunta es
respondida acertadamente: Son radicalmente incompatibles. A mí me parece
poco probable que la civilización pueda sobrevivir a la DCRE y la
democracia altamente atenuada que conlleva. Pero, ¿podría una democracia
que funcione marcar la diferencia? Sigamos el problema inmediato más
crítico que enfrenta la civilización: una catástrofe ambiental. Las
políticas y actitudes públicas divergen marcadamente, como sucede a
menudo bajo la DCRE. La naturaleza de la brecha se examina en varios
artículos de la edición actual del Deadalus, periódico de la Academia
Americana de Artes y Ciencias.
El investigador Kelly Sims Gallagher
descubre que 109 países han promulgado alguna forma de política
relacionada con la energía renovable, y 118 países han establecido
objetivos para la energía renovable. En contraste, Estados Unidos no ha
adoptado ninguna política consistente y estable a escala nacional para
apoyar el uso de la energía renovable. No es la opinión pública lo que
motiva a la política estadunidense a mantenerse fuera del espectro
internacional. Todo lo contrario. La opinión está mucho más cerca de la
norma global que lo que reflejan las políticas del gobierno de Estados
Unidos, y apoya mucho más las acciones necesarias para confrontar el
probable desastre ambiental pronosticado por un abrumador consenso
científico –y uno que no está muy lejano; afectando las vidas de
nuestros nietos, muy probablemente. Como reportan Jon A. Krosnik y Bo
MacInnis en Daedalus: Inmensas mayorías han favorecido los pasos del
gobierno federal para reducir la cantidad de emisiones de gas de efecto
invernadero generadas por las compañías productoras de electricidad. En
2006, 86 por ciento de los encuestados favorecieron solicitar a estas
compañías o apoyarlas con exención de impuestos para reducir la cantidad
de ese gas que emiten… También en ese año, 87 por ciento favoreció la
exención de impuestos a las compañías que producen más electricidad a
partir de agua, viento o energía solar. Estas mayorías se mantuvieron
entre 2006 y 2010, y de alguna manera después se redujeron.
El hecho de
que el público esté influenciado por la ciencia es profundamente
preocupante para aquellos que dominan la economía y la política de
Estado. Una ilustración actual de su preocupación es la enseñanza sobre
la ley de mejora ambiental, propuesta a los legisladores de Estado por
el Consejo de Intercambio Legislativo Estadunidense (CILE), grupo de
cabildeo de fondos corporativos que designa la legislación para cubrir
las necesidades del sector corporativo y de riqueza extrema. La Ley CILE
manda enseñanza equilibrada de la ciencia del clima en salones de clase
K-12. La enseñanza equilibrada es una frase en código que se refiere a
enseñar la negación del cambio climático, a equilibrar la corriente de
la ciencia del clima. Es análoga a la enseñanza equilibrada apoyada por
creacionistas para hacer posible la enseñanza de ciencia de creación en
escuelas públicas. La legislación basada en modelos CILE ya ha sido
introducida en varios estados.
Desde luego, todo esto se ha revestido en
retórica sobre la enseñanza del pensamiento crítico –una gran idea, sin
duda, pero es más fácil pensar en buenos ejemplos que en un tema que
amenaza nuestra supervivencia y ha sido seleccionado por su importancia
en términos de ganancias corporativas. Los reportes de los medios
comúnmente presentan controversia entre dos lados sobre el cambio
climático. Un lado consiste en la abrumadora mayoría de científicos, las
academias científicas nacionales a escala mundial, las revistas
científicas profesionales y el Panel Intergubernamental sobre Cambio
Climático (PICC). Están de acuerdo en que el calentamiento global está
sucediendo, que hay un sustancial componente humano, que la situación es
seria y tal vez fatal, y que muy pronto, tal vez en décadas, el mundo
pueda alcanzar un punto de inflexión donde el proceso escale rápidamente
y sea irreversible, con severos efectos sociales y económicos. Es raro
encontrar tal consenso en cuestiones científicas complejas.
El otro lado
consiste en los escépticos, incluyendo unos cuantos científicos
respetados –que advierten que es mucho lo que aún se ignora–, lo cual
significa que las cosas podrían no estar tan mal como se pensó, o
podrían estar peor. Fuera del debate artificial hay un grupo mucho mayor
de escépticos: científicos del clima altamente reconocidos que ven los
reportes regulares del PICC como demasiado conservadores. Y,
desafortunadamente, estos cientí- ficos han demostrado estar en lo
correcto repetidamente. Aparentemente, la campaña de propaganda ha
tenido algún efecto en la opinión pública de Estados Unidos, la cual es
más escéptica que la norma global. Pero el efecto no es suficientemente
significativo como para satisfacer a los señores.
Presumiblemente esa es la razón por la
que los sectores del mundo corporativo han lanzado su ataque sobre el
sistema educativo, en un esfuerzo por contrarrestar la peligrosa
tendencia pública a prestar atención a las conclusiones de la
investigación científica. En la Reunión Invernal del Comité Nacional
Republicano (RICNR), hace unas semanas, el gobernador por Luisiana,
Bobby Jindal, advirtió a la dirigencia que tenemos que dejar de ser el
partido estúpido. Tenemos que dejar de insultar la inteligencia de los
votantes. Dentro del sistema DCRE es de extrema importancia que nos
convirtamos en la nación estúpida, no engañados por la ciencia y la
racionalidad, en los intereses de las ganancias a corto plazo de los
señores de la economía y del sistema político, y al diablo con las
consecuencias. Estos compromisos están profundamente arraigados en las
doctrinas de mercado fundamentalistas que se predican dentro del DCRE,
aunque se siguen de manera altamente selectiva, para sustentar un Estado
poderoso que sirve a la riqueza y al poder.
Las doctrinas oficiales sufren de un
número de conocidas ineficiencias de mercado, entre ellas el no tomar en
cuenta los efectos en otros en transacciones de mercado. Las
consecuencias de estas exterioridades pueden ser sustanciales. La actual
crisis financiera es una ilustración. En parte es rastreable a los
grandes bancos y firmas de inversión al ignorar el riesgo sistémico –la
posibilidad de que todo el sistema pueda colapsar– cuando llevaron a
cabo transacciones riesgosas. La catástrofe ambiental es mucho más
seria: La externalidad que se está ignorando es el futuro de las
especies. Y no hay hacia dónde correr, gorra en mano, para un rescate.
En el futuro los historiadores (si queda alguno) mirarán hacia atrás
este curioso espectáculo que tomó forma a principios del siglo XXI.
Por
primera vez en la historia de la humanidad los humanos están enfrentando
el importante prospecto de una severa calamidad como resultado de sus
acciones –acciones que están golpeando nuestro prospecto de una
supervivencia decente. Esos historiadores observarán que el país más
rico y poderoso de la historia, que disfruta de ventajas incomparables,
está guiando el esfuerzo para intensificar la probabilidad del desastre.
Llevar el esfuerzo para preservar las condiciones en las que nuestros
descendientes inmediatos puedan tener una vida decente son las llamadas
sociedades primitivas: Primeras naciones, tribus, indígenas, aborígenes.
Los países con poblaciones indígenas grandes y de influencia están bien
encaminados para preservar el planeta. Los países que han llevado a la
población indígena a la extinción o extrema marginación se precipitan
hacia la destrucción.
Por eso Ecuador, con su gran población indígena,
está buscando ayuda de los países ricos para que le permitan conservar
sus cuantiosas reservas de petróleo bajo tierra, que es donde deben
estar. Mientras tanto, Estados Unidos y Canadá están buscando quemar
combustibles fósiles, incluyendo las peligrosas arenas bituminosas
canadienses, y hacerlo lo más rápido y completo posible, mientras alaban
las maravillas de un siglo de (totalmente sin sentido) independencia
energética sin mirar de reojo lo que sería el mundo después de este
compromiso de autodestrucción.
Esta observación generaliza: Alrededor
del mundo las sociedades indígenas están luchando para proteger lo que
ellos a veces llaman los derechos de la naturaleza, mientras los
civilizados y sofisticados se burlan de esta tontería. Esto es
exactamente lo opuesto a lo que la racionalidad presagiaría –a menos que
sea la forma sesgada de la razón que pasa a través del filtro de DCRE.
(El nuevo libro de Noam Chomsky es
Power Systems: Conversations on Global Democratic Uprisings and the New
Challenges to U.S. Empire. Conversations with David Barsamian)