Antonio Ortí
Tom Hardy. Este británico regresa a Londres en
busca de mejores oportunidades laborales, tras un tiempo viviendo en Barcelona.
Ahora se irá con él su novia catalana Laura Guerrero
Llegaron con la alegría triste que produce
emigrar a otro país y el corazón en vilo. El plan era buscar trabajo a través de
alguien más o menos conocido (un pariente, el amigo de un amigo, un simple
paisano) y salir adelante en un país lleno de extranjeros con esa valentía algo
suicida a la que se aferran muchas personas cuando nada tienen que perder. Sin
embargo, ahora, casi siete años después, Néstor Fares; su mujer, Laura Beatriz
Durán, y sus tres hijos, Guillermo, Martín y Valentín, se encuentran haciendo
cola en el mostrador del aeropuerto de Barajas para facturar cinco valijas rumbo
a San Rafael (Argentina).
“Vinimos sin saber nada, para estar un tiempito,
no más, aprovechando que mi señora tenía familia en Roquetas de Mar (Almería)”,
rememora Néstor Fares al lado de los kilos de recuerdos que se lleva para
Mendoza (Argentina). “Y durante un tiempo, viste, me fue bien y trabajé de
pintor, en el campo, de mecánico, en la construcción... Pero hace dos años se me
acabó el trabajo y ya me quedé sin plata para el alquiler. La fortuna que
tuvimos es que un muchacho español nos prestó una casa de invernadero, pero que
es una casa, donde hemos estado hasta ahora”, esto es, hasta noviembre del 2012,
cuando Cruz Roja Española les sufragó los pasajes de avión para que pudieran
retornar a su país.
Desde el año 2000 hasta el 2011, España pasó de
tener algo menos de un millón de extranjeros a contabilizar casi seis, y se
convirtió en el segundo país del mundo (tras EE.UU.) en recibir
proporcionalmente más inmigrantes y dando lugar a lo que algunos sociólogos
llamaron “el sueño español”. A saber: un lugar donde sobraba el trabajo, en el
que se agasajaba a los forasteros con “la hipoteca de bienvenida” y no tan
racista como otros países más acostumbrados y, en ese sentido, más reacios a
recibir a gente de fuera. Tanto es así que si el american dream lo
protagonizaron los italianos, polacos e irlandeses que emigraron a EE.UU en los
siglos XIX y XX, el “sueño español” recayó fundamentalmente en los
sudamericanos, africanos y europeos del Este que decidieron emigrar a España a
comienzos del siglo XXI.
Sin embargo, desde el 2010, la crisis económica
se está cobrando las cabezas de los más débiles y obligando a casi medio millón
de extranjeros a abandonar España cada año, aunque, paradójicamente, otros
400.000 sigan viniendo y protagonizando historias cargadas de épica con un final
muy desigual. Así, mientras siguen llegando más rumanos, pakistaníes, marroquíes
y chinos, se están yendo los sudamericanos, hasta representar prácticamente el
50% de las salidas.
Uno de los que se quieren marchar es Juan
Esteban Molina, un ecuatoriano de 35 años que llegó en el 2002. “Vine como
todos, por la falta de trabajo, por la bancarrota, porque tuvimos un gobierno
que mejor olvidar. Allí entonces estaba la vida como aquí ahora. Bueno, para
algunos…”, ironiza, mientras se calienta las manos con una taza humeante en una
cafetería próxima a la Puerta del Sol de Madrid, donde acaba de hacerse una foto
que huele a despedida junto a su mujer, Marjorie Llano, y su hijo Steven, de 19
meses.
“En Ecuador me buscaba la vida en los autobuses
vendiendo chavelitas (galletas). Es bonito acordarse de esos tiempos. No me da
vergüenza”, dice este ecuatoriano mirando a los ojos. Recuerdo que mi hermano me
llamaba por teléfono y me decía: ‘Vente a España, que la cosa está buena’. Hasta
que un día me mandó el billete de avión junto con unos mocasines
negritos”.
“Al llegar, tenía 140 euros en el bolsillo, así
que me pasé 15 días durmiendo en un parque que hay en la zona de Ventas. Cada
día iba gastando moneditas… Cuando llamaba a casa le contaba a mi papá que
estaba haciendo medio algo... En Cáritas me daban comidita, pero por la noche
pasaba frío y me dolían las rodillas, porque la manta no me alcanzaba hasta los
pies, hasta que un día, un muchacho español, al verme dormir así en el parque,
me trajo un saco de dormir. ¡Ah, cómo me alivió! Actualmente, vivo con mis
cuñadas en Parla. Lo que pasa es que el piso está hipotecado. Y mi suegro,
aunque lo disimula, está hasta el cuello con eso”, confiesa.
A partir de ahí, Juan Esteban Molina comienza a
relatar su currículum laboral en España, desde que consiguió su primer empleo,
para el que tuvo que hacerse pasar por oficial de obra (ese mismo día le
descubrieron...), hasta su último trabajito de mensajero (le pagaban 60 céntimos
por cada trayecto en moto, con la gasolina a su cargo).
“Mi primer trabajo fue de peón albañil: bajar
escombros, picar... Un tiempo después trabajé en los túneles de Miraflores y
ganaba 1.800 euros al mes. Recuerdo que cada semana me llamaban de los bancos
para animarme a comprar una casa. ¡Menos mal que me ganaron la pereza y el
sueño! Pero, de repente, empezó a torcerse todo y ya me quedé sin trabajo”, dice
bajando la vista.
“Al principio, lo que más me sorprendió fue que
la gente era muy amable. La notaba como sincera, no había ningún tipo de… Pero
la cosa ha cambiado. No es lo mismo. Ahora te empiezan a clasear (clasificar), y
cuando dices que eres de Ecuador, parece que caigas mal, con desprecio”,
concluye. Agrega que tan pronto como consiga tramitar el cobro de los 600 euros
que percibe del paro en Ecuador, se sumará a los, por ejemplo, 54.330
compatriotas que ya regresaron al país andino en el 2011.
Ahmed Alaanti, un marroquí de 40 años nacido en
Chauen, vive en Las Quemadas (Córdoba). “Llegué a España en el2004. Mi último
trabajo fue dar de comer a diez conejos una semana sí y otra semana no. El dueño
me daba 50 euros al mes. Pero ahora ya no tengo qué hacer aquí. Todo son
problemas, y cada día peor”, reconoce este hombre de origen rural que, al igual
que el 50,7% de los 783.137 marroquíes que viven en España, no tiene
trabajo.
“Vivo en una chabola, pero cuando llueve, todo
se moja. Cada día voy a buscar hierro y chatarra. Me pagan 20 céntimos el kilo”,
revela, tras explicar con su trabajoso castellano que en cuanto le sea posible
se marchará a Tetuán para intentar vender verdura en algún puesto
ambulante.
Sin embargo, pese a que este reportaje sólo
recoge testimonios de personas que están a punto de regresar a sus países o de
viajar a otros nuevos (EE.UU., Reino Unido, Suiza y Canadá son algunos de los
más citados), es de justicia reseñar que hay seis millones de historias (tantas
como inmigrantes llegados a España) y que muchas acaban bien. Pero no acostumbra
a ser el caso de los últimos en llegar, como ocurre con la burbuja
¬inmobiliaria.
Por ejemplo, Helcy Maribel Ferrera, una
hondureña de 26 años, madre de Yolan Isabel y Helcy Noemí, aterrizó en España en
el 2011, cuando la crisis económica ensuciaba las portadas de los periódicos.
Nacida en Cantarranas, como se sigue llamando a San Juan de las Flores por mucho
que en 1889 el obispo fray Juan de Jesús Zepeda le cambiara el nombre, la mujer
prepara el equipaje para regresar a Honduras con la sensación de haber
desperdiciado una de sus últimas balas.
“Las cosas nunca son tan sencillas como parecen.
Mi idea era venir tres años y regresar. Quería conseguir 250.000 lempiras (el
equivalente a 4.830 euros) para levantar una casa, porque no tengo un compañero
o un esposo que me ayude”, indica desde Salt (Girona), donde ha residido hasta
la fecha.
“Me voy un poco mal, con un regusto amargo. La
prima que tengo en España me pagó el billete y me dijo que se lo devolviera con
lo que ganara, pero no le he podido reembolsar el dinero, así que me voy con la
deuda de 1.500 euros”, confiesa.
“Yo en este país sufrí mucho. Gracias a la Cruz
Roja tuve arroz, macarrones, leche, salsa, aceite, lentejas, zumo… De los 120
euros que ganaba al mes, mandaba 100 para mis dos hijas y para mi madre, que se
quedaron allá, así que me quedaban 14 euros, porque el envío me costaba seis”,
revela. Lo repite: pasaba el mes con 14 euros.
“Yo antes sembraba maíz, cortaba chile, lavaba
camote (batata), abonaba… En el campo se pagan 120 lempiras (4,60 euros) por
jornada”, indica Helcy Maribel Ferrera, aportando luz al hecho de que en el 2011
(ya con la crisis) todavía llegaran a España 457.650 inmigrantes. “En la maleta
me llevo un trajecito para cada niña, un bolso para mi madre y otro para mí”,
revela, empleando seis escuetos segundos en detallar los obsequios con los que
regresa después de pasar 15 meses en España.
Si se trata de hacer las maletas, en el 2009 se
presentó la exposición itinerante Memoria gráfica de la emigración española, en
una de cuyas fotos estelares se observaba a un grupo de trabajadores con la
maleta de madera en el suelo a punto de emigrar a Bélgica en 1957 o de huir del
franquismo hacia México, Brasil o Argentina o simplemente de la pobreza, como
hicieron entre 1882 y 1930 un total de 3.297.312 españoles. Unas imágenes que
contrastan con los estereotipos xenófobos que circulan por España acerca de los
inmigrantes –“nos quitan el trabajo”, “hacen bajar los salarios”...– por más que
todos los estudios realizados no sustenten estas leyendas urbanas. Sin embargo,
desde el 2011 el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) refleja un rechazo
creciente a la presencia de extranjeros, hasta el punto de que casi el 60% de
los españoles (siete puntos más que en el 2008) se muestra convencido de que los
inmigrantes reciben más de lo que aportan, acaparan las ayudas sociales y abusan
de la sanidad pública.
Pese a estos tópicos callejeros, los inmigrantes
manifiestan que los españoles son menos racistas que los europeos del norte y,
en términos generales, se muestran satisfechos con el trato que reciben. Hasta
tal extremo llega esa gratitud que, por ejemplo, donan sus órganos en un
porcentaje mucho mayor que en sus países de origen, como destacó en junio del
2012 el director dela Organización Nacional de Trasplantes, Rafael Matesanz. “Es
un mensaje muy esperanzador porque ningún otro país de Europa lo ha conseguido.
Hemos debido de hacer algo distinto”, aventuró.
De hacer caso a las encuestas, los colombianos
son de los que más a gusto se sienten. No obstante, desde que comenzó la crisis
muchos regresan a su país sin un solo peso en el bolsillo. “Es el retorno sin
gloria de los emigrantes”, señala un locutor de Caracol Televisión para
referirse a ellos. “Los inmigrantes que vuelven son un estorbo, incluso para sus
familias”, interviene Álvaro Zuleta, un filósofo colombiano que vive en España,
donde preside la Asociación Socio-Cultural y de Cooperación al Desarrollo por
Colombia e Iberoamérica (Aculco) . “El que se fue, se fue, y tiene aceptación
cuando está fuera, pero cuando regresa sin dinero y encima trae otros valores,
nota que ya no cabe”, constata.
A juzgar por lo que cuenta José Edgar Gutiérrez,
no parece que sea su caso. Nacido a unos 20 kilómetros de Cali (Colombia), este
hombre de 50 años tuvo el buen criterio de no vender el taller de confección de
ropa con el que se ganaba la vida en su país. “Allí están mis máquinas”, suspira
aliviado mientras introduce sus enseres en la maleta con la que viajará a
Colombia, bajo la atenta mirada de su mujer, que se queda un año más en España
para continuar con el tratamiento que sigue contra el cáncer.
“Me marcho al no poder encontrar trabajo
estable. Yo, en verdad, nunca pensé en venir, ni tampoco lo deseaba… Lo que
sucedió es que mi mujer se vino acá a limpiar pisos y, para no perder la
relación, tuve que seguirla... Ella me convenció”, reconoce Gutiérrez, triste
por separarse de su mujer y de Alicante.
De hecho, la historia de los 175 millones de
personas que se estima que en su día abandonaron en el mundo su tierra natal
para probar suerte en otro sitio es la historia también del desgarro del adiós y
de la nostalgia por los seres queridos. Algunos psicólogos se refieren a este
proceso como “duelo migratorio”, por guardar relación con una pérdida (la
pérdida de la familia, o de la lengua materna o de los amigos de la infancia, de
paisajes cargados de recuerdos…).
Incluso aunque las familias se reagrupen, es
habitual que algunos asuntos tengan difícil solución. Es el caso de Alexandru
Marian Bica, un joven de 25 años que ha decidido quedarse a vivir en Barcelona,
pese a que sus padres regresaron a Rumanía en junio del 2012.
“A mi padre le ofrecieron en el 2003 venir a
trabajar a España con un contrato de soldador ganando el doble de lo que ganaba,
y aceptó. Recuerdo que cada verano venía cargado de regalos. Así que, cuando mi
madre perdió su empleo en la fábrica de vidrio de Rumanía en la que trabajó
durante 20 años, decidió reunirse con él en Ripollet (Barcelona). Eso fue en el
2006. En el 2008 llegué yo. Yo ya quería venir tres años antes, pero mis padres
me dijeron que primero acabara mis estudios en la universidad y que después ya
veríamos. Y aquí estoy”, cuenta sonriente Alexandru, que ahora trabaja en una
taberna vasca en el centro histórico de Barcelona.
Aunque hasta el año 2000 el colectivo rumano
apenas aparecía en las estadísticas oficiales de inmigración, con 6.410
empadronados en España, en enero del 2008 los rumanos residentes en España
sumaban ya 704.227 personas. Entre las posibles razones para explicar este éxodo
masivo, el Estudio sobre la inmigración rumana en España, dirigido por Ramón
Tamames, Miguel Pajares, Rogelio Pérez y Felipe Debasa, apunta que, en Rumanía,
hacia el año 2000 los salarios más bajos comenzaron a recortarse todavía más,
hasta situarse en el 2006 entre los 100 y 200 euros (la media en el país son
unos 350 euros), mientras que los precios no cesaban de subir. A raíz de ello,
tres millones de rumanos decidieron irse a vivir al extranjero, sobre todo a
Italia y España (donde podría haber, a finales del 2012, unos
900.000).
Si en la época de vacas gordas muchos
inmigrantes tenían por costumbre mandar dinero a su país, ahora empieza a
suceder lo contrario. Los expertos se refieren a este fenómeno como “remesas
inversas”. Es decir, para poder seguir pagando la hipoteca en España, algunos
inmigrantes (sobre todo, sudamericanos) venden las propiedades que tienen en sus
países de origen o recurren a la ayuda de familiares para no perder lo poco que
tienen aquí.
“¡No te lo pierdas: me ayudan ellos en lugar de
yo!”, exclama Imelda Locuna, guineana de 46 años. “Me mandan 300
euros, 250, 400… lo que pueden cada mes. Los africanos tenemos familias muy
grandes y siempre nos ayudamos”, recuerda.
En realidad, la historia de esta mujer daría
para un libro: la primera vez que visitó España lo hizo como directora del
orfanato de las misioneras de María Inmaculada de Malabo (la capital de Guinea
Ecuatorial). Y, efectivamente, en la foto que muestra se la ve vestida de monja.
De hecho, vino a España para tratarse de los fuertes dolores de cabeza que
sufría, pero, una vez aquí, se sintió desatendida por su congregación religiosa
y decidió colgar los hábitos. Un tiempo después conoció al padre de sus dos
hijos. “Pero no dejé de creer en Dios. Sigo con mis creencias”, precisa para
evitar malentendidos.
“Lo que más me gusta de España es que puedes
andar tranquila por la calle, aunque también es verdad que me han robado varias
veces el bolso en el metro... España, en general, es un país acogedor, pero a
veces te dicen cosas. En Bon Preu (una cadena catalana de supermercados) fui la
primera mujer negra en trabajar allí. Recuerdo que un día un cliente le preguntó
al encargado: ‘¿No has encontrado a ningún español, que tienes que contratar a
una negra?’. Pero el jefe me dijo: ‘Tú tranquila, no hagas caso’. En esta
empresa me ayudaron mucho. También a veces por la calle me gritan: ‘Vete a tu
país’, y yo les digo: ‘Mi país es este’, porque yo me siento española, aunque no
tenga la nacionalidad”, cuenta.
Cada inmigrante tiene una historia que contar.
Rosa Otiniano Andrade, peruana de 41 años nacida en Trujillo (en la costa norte)
llegó a España en el 2003, tres años después que su esposo, Frany, quien, tras
trabajar en la construcción durante varios años, decidió montar en el 2008 su
propia empresa: Món Vertical (mundo vertical, en catalán). Sin embargo, en el
2010 Frany viajó a Perú y, cuando se disponía a regresar, le intervinieron en el
aeropuerto de Lima dos chaquetas de cuero llenas de cocaína “que un paisano
–asegura Rosa Otiniano– con el que mi marido había jugado al fútbol le pidió por
favor que se llevara”. Está en prisión (este año saldrá). La empresa ya no
existe, y su mujer ahora limpia pisos. Está ahorrando dinero para regresar junto
a sus dos hijos que viven en Perú (el mediano ha permanecido junto a ella
durante este tiempo).
Rafal Hetman, un joven periodista polaco que
colabora con la Gazeta Wyborcza, abandonó España en el 2011, adonde llegó
siguiendo la estela de Ryszard Kapuscinski, el autor de Ébano, El Sha y Viajes
con Heródoto, como paso previo para viajar a Sudamérica. El pasado otoño regresó
a España para cubrir las elecciones autonómicas catalanas y reiterar su
admiración a Penélope Cruz y Pedro Almodóvar. “Me marché de Barcelona con la
sensación de no haber podido realizar mis planes. Mi idea ahora es vivir y
trabajar en Polonia. Creo que mi país ahora mismo está mejor, pero cada invierno
sueño con regresar”, resopla.
Por último, Tom Hardy también se marcha a
Londres. En su caso no es tanto la necesidad imperiosa de conseguir dinero como
algo más intangible. “Yo aquí estoy contento, pero no quiero arrepentirme de no
haber vuelto. Mi intención es estar el año que viene junto a mis amigos ingleses
que ganan mucho más dinero que yo y sentir esa presión”,
explica.
“Siempre que les digo a mis amigos ingleses que
vivo en Barcelona, ellos dicen: ‘I’m so jealous’ (qué envidia), ‘I wish I lived
there’ (ojalá yo también viviera allí)…, como si estuviera en el paraíso, pero
también soy consciente de que piensan que soy un vagabundo... La gente que
quiere ganar dinero y mejorar profesionalmente no se viene a vivir a España.
Muchas personas necesitan en su vida la perspectiva de ir progresando”, señala
Hardy en un perfecto castellano (para tratarse de un inglés…).
No se irá solo a vivir a Camden Town (el barrio
donde residirá), sino que le acompañará su novia, catalana, que pasará a
convertirse en una inmigrante más, como cada vez más españoles. Las últimas
palabras de Tom Hardy expresan el sentir unánime de las personas que han
participado en este reportaje: “Me voy triste. Ahora que me quedan pocos días
para partir, siento nostalgia de muchísimas cosas y veo las calles de Barcelona
de otra manera. Siento la melancolía de quien está a punto de perder algo… Es
fácil decir que volveré, pero ahora mismo no puedo asegurarlo. Lo único que
puedo decir es que noto que se está acabando un periodo de mi vida y que
comienza otro”.