José Javaloyes
Si la crisis política egipcia desatada por la represión
policial del Gobierno islamista del presidente Morsi, pareció culminar
el retroceso de la débil normalización norteafricana, la que se acaba de
incoar en Túnez por el asesinato del líder izquierdista Chukri Bel Aid,
muerto de dos disparos a la puerta de su casa, lleva a sus inicios el
escenario en que hace dos años comenzó la llamada “primavera árabe”, que
puso fin al orden autocrático imperante a lo ancho de la cornisa
norteafricana, excepción hecha del Magreb. El régimen argelino aguantó
el embate y el marroquí capeó el temporal con la introducción de cambios
cosméticos asistidos por los apoyos de Francia y Estados Unidos.
El espacio norteafricano, a excepción de estas salvedades, cambió políticamente de piel sin alcanzar estabilidad alternativa a la existente hasta entonces. Sólo Libia consolidó una respuesta al orden gadafista tras la cruenta guerra comenzada con la rebelión de la Cirenaica y la intervención europea. Pero al precio final y el efecto sistémico de la desestabilización del Sahel, con la inundación de armamento llevada a efecto por las huestes mercenarias que habían sido reclutadas por el régimen nacional-tiránico del coronel Gadafi.
Mención separada merece el epílogo sirio. El poder de Bashar el Asad se mantiene a duras penas en pie por la asistencia ruso-china en el Consejo de Seguridad de la ONU, el apoyo político y militar – con el suministro permanente de armamento por parte de Irán – y desde el precio de decenas de miles de muertos. Y, asimismo, desde el coste añadido de una tensión crítica en Oriente Próximo, por la intervención puntual de Israel contra la continuidad de tales suministros, al haberse diversificado éstos, al parecer, en un flujo de equipos militares hacia el espacio libanés que ocupa la milicia de Ezbolá. Una fuerza política militar que en agosto de 2006 le echó un pulso en toda regla al Estado judío, hostigado por el sur con las milicias de Hamás, también nutridas armamentísticamente por la República Islámica de Irán.
En el caso de Siria, la desestabilización de las autocracias nacionalistas del mundo árabe se ha abierto a la penetración iraní hasta las lindes del Mediterráneo. Aunque también ha permitido, como en ningún otro de los escenarios árabes afectados por el cambio que arrancó en Túnez, la infiltración del yihadismo de Al Qaeda en sus distintas variantes asociadas. Pero este proceso, como ya he señalado, ha estado presente en la guerra civil libia y en las consecuencias de ésta en el sur del Sahara; especialmente en el Sahel occidental. Combinándose en el caso de Mali con la rebelión Tuareg que busca un estatus político propio como pieza independiente entre los Estados de la zona.
Esta peculiaridad Tuareg ha sido al parecer la causa de que la intervención francesa en Mali no haya concluido aun, al centrarse en esta última fase del conflicto maliense sobre el objetivo yihadista y preservar en lo posible la entidad nacional de los combatientes tuaregs. Todo ha sido al cabo, desde la “primavera política” tunecina de hace dos años, un largo viaje de ida y vuelta a lo ancho del norte de África y su entorno sirio en pos de un cambio hacia la democracia. Que no se ha consolidado en la propia medida que otro tipo de realidades impide que prosperen cambios que afectan al alma y a la cultura de estas gentes. Su Historia no ha incluido los factores germinales del mundo democrático occidental; resumibles estos ingredientes en el mix de la cultura greco-romana, del cristianismo y de la Ilustración. Aparte, claro está, de que la democracia como norte del cambio político es línea de llegada y no punto de partida.
El espacio norteafricano, a excepción de estas salvedades, cambió políticamente de piel sin alcanzar estabilidad alternativa a la existente hasta entonces. Sólo Libia consolidó una respuesta al orden gadafista tras la cruenta guerra comenzada con la rebelión de la Cirenaica y la intervención europea. Pero al precio final y el efecto sistémico de la desestabilización del Sahel, con la inundación de armamento llevada a efecto por las huestes mercenarias que habían sido reclutadas por el régimen nacional-tiránico del coronel Gadafi.
Mención separada merece el epílogo sirio. El poder de Bashar el Asad se mantiene a duras penas en pie por la asistencia ruso-china en el Consejo de Seguridad de la ONU, el apoyo político y militar – con el suministro permanente de armamento por parte de Irán – y desde el precio de decenas de miles de muertos. Y, asimismo, desde el coste añadido de una tensión crítica en Oriente Próximo, por la intervención puntual de Israel contra la continuidad de tales suministros, al haberse diversificado éstos, al parecer, en un flujo de equipos militares hacia el espacio libanés que ocupa la milicia de Ezbolá. Una fuerza política militar que en agosto de 2006 le echó un pulso en toda regla al Estado judío, hostigado por el sur con las milicias de Hamás, también nutridas armamentísticamente por la República Islámica de Irán.
En el caso de Siria, la desestabilización de las autocracias nacionalistas del mundo árabe se ha abierto a la penetración iraní hasta las lindes del Mediterráneo. Aunque también ha permitido, como en ningún otro de los escenarios árabes afectados por el cambio que arrancó en Túnez, la infiltración del yihadismo de Al Qaeda en sus distintas variantes asociadas. Pero este proceso, como ya he señalado, ha estado presente en la guerra civil libia y en las consecuencias de ésta en el sur del Sahara; especialmente en el Sahel occidental. Combinándose en el caso de Mali con la rebelión Tuareg que busca un estatus político propio como pieza independiente entre los Estados de la zona.
Esta peculiaridad Tuareg ha sido al parecer la causa de que la intervención francesa en Mali no haya concluido aun, al centrarse en esta última fase del conflicto maliense sobre el objetivo yihadista y preservar en lo posible la entidad nacional de los combatientes tuaregs. Todo ha sido al cabo, desde la “primavera política” tunecina de hace dos años, un largo viaje de ida y vuelta a lo ancho del norte de África y su entorno sirio en pos de un cambio hacia la democracia. Que no se ha consolidado en la propia medida que otro tipo de realidades impide que prosperen cambios que afectan al alma y a la cultura de estas gentes. Su Historia no ha incluido los factores germinales del mundo democrático occidental; resumibles estos ingredientes en el mix de la cultura greco-romana, del cristianismo y de la Ilustración. Aparte, claro está, de que la democracia como norte del cambio político es línea de llegada y no punto de partida.
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