Por: Javier Biardeau R |
¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio''.
Mayo dicen que es el “mes de las flores”. También del nacimiento de aquel alemán Karl Marx, del “gran ensayo” de las revoluciones contra-culturales y anti-sistémicas de 1968, de la radical renovación y deconstrucción de las matrices político-culturales, de “las izquierdas históricas del siglo XX” del sistema-mundo (Wallerstein, Hopkins y Arrighi dixit), convertidas en los monolitos grávidos de la “socialdemocracia reformista” y del marxismo de aparato: el “marxismo soviético”.
Cuando una revolución presenta síntomas de estancamiento y en sus aspectos ideológicos, muestra una recaída en la mentalidad sectaria y dogmática, es preciso traer como pretexto (y desde otra línea de fuga) aquella frase de Mao: “Que se abran cien flores y cien escuelas de pensamiento”.
Contra los guiones del dogma propios de la izquierda cavernaria, hay que apostar por la multiplicidad de las voces críticas, sin bozales de arepa, sin gríngolas, sin lenguas amarradas. Hay que (des)ordenar el discurso frio de una “burocracia” presuntamente “revolucionaria”, con su chantaje más manifiesto: ¡si estas conmigo eres revolucionario, si no estas conmigo eres contra-revolucionario! ¡Chantaje basura! Hay que salir de estos “callejones sin salida”.
Sobre la “socialdemocracia reformista”, ha sido Anthony Giddens quién mejor caricaturiza su acta de defunción, neo-liberalizando la socialdemocracia, y re-bautizándola como “Tercera vía”.
El ala derecha del laborismo británico (el “Nuevo Laborismo”) intentó poner en circulación hace algún tiempo la consigna: “El socialismo ha muerto pero la izquierda no” (Giddens dixit): al menos señalaba Giddens como “sistema de gestión económica” (el sacrosanto respeto por la macroeconomía capitalista), intentando superar el falso dilema en el terreno ideológico europeo entre socialdemocracia clásica y neoliberalismo, la primera presuntamente estatista y colectivista, el segundo comprometido con el “fundamentalismo del mercado”.
De esta estratagema retórica y política, vivieron tanto las administraciones Blair como Clinton reafirmando una suerte de geopolítica del Atlántico Norte, que desde entonces fue virando cada vez más agresivamente hasta la derechización de los gobiernos Europeos de la actualidad. El racismo, la xenofobia, el etnocentrismo, la colonialidad y el neo-colonialismo son cada vez más visibles en los entretelones de los gobiernos europeos, complementando la política del imperialismo hegemónico norteamericano.
Aquel programa político de “Tercera vía” planteaba a grandes rasgos: el llamado “centro radical” (más allá de la izquierda y la derecha), un nuevo Estado democrático (el Estado sin enemigos), una sociedad civil activa, la familia democrática, la nueva economía mixta, la igualdad como inclusión, el bienestar positivo, el Estado de la inversión social, la nación cosmopolita y la democracia cosmopolita. En fin, un programa político ya no de la socialdemocracia clásica, sino de un presunto centro-radical enmarcada en los límites de la cosmovisión liberal-conservadora, sin eufemismos, una derecha con “rostro humano”.
El planteamiento de Giddens hacia todas las izquierdas que pensaron e imaginaron una posible superación del capitalismo fue: “El socialismo revolucionario, decidido a transformar profundamente el mundo, ha desaparecido casi sin dejar rastro.” En fin, las luchas anticapitalistas no tienen futuro. Las únicas opciones políticas dependían entonces de un sensual abrazo entre un eufórico Giddens y la anterior frialdad de Margaret Thatcher. Un abrazo bastante aburrido, por cierto.
Por otra parte, los intentos históricos de generar reformas “desde dentro” en los partidos-estados “marxista-leninistas” del Este de Europa (y sus satélites), fueron pisoteadas y bloqueadas en su mayoría con las intervenciones militares de la cúpula política del PCUS (Hungría, Checoslovaquia, Polonia, el disenso Titoista), aunque también se intentó una suerte de deshielo del estalinismo con Khurshev, generando una apertura limitada que intento una recuperación del “auténtico leninismo” (al menos en la retórica), apertura que fue completamente enfriada desde Brezhnev, hasta llegar finalmente al nuevo intento renovador y posterior fracaso durante los días finales del “Glasnot” y la “Perestroika” de Gorbachov. 1989 marco el fin de ese tutelaje de esa vieja izquierda.
El “marxismo soviético” (el marxismo-leninismo ortodoxo) fue en todo momento solo una de las “familias ideológicas” de las corrientes marxistas (la “familia ideológica” hegemónica, por cierto), generando una suerte de frontera ideológica entre lo que algunos llamaron el “marxismo occidental” (los descarriados de entonces, analizados por Merlau-Ponty y Perry Anderson) y el “marxismo oriental” (los encamisados dentro de la URSS, el campo soviético y China).
Sin embargo, pocos reconocen que la invención del “marxismo soviético” no correspondió término a término a las interpretaciones de Lenin y su propuesta de “marxismo revolucionario”, en permanente oposición al “marxismo evolucionista” de la cúpula de la socialdemocracia alemana, sino a los esfuerzos de Stalin y Bujarin por estabilizar una constelación ideológica denominada “marxismo-leninismo”, construyendo así un “dogma de partido”. Ser “marxista-leninista” era precisamente esto, ser fiel a los principios ideológicos del partido-aparato, antes que repensar si la caja de herramientas teóricas para la revolución estaba destartalada. Y lo estaba…
Tal vez, si se dejase de lado la pereza intelectual y se asumiera la investigación rigurosa de fuentes históricas se encontrarían con la gran sorpresa de la institucionalización del “marxismo-leninismo” asociada justamente a la burocratización de la revolución rusa, en la afirmación del dogma como doctrina de aparato (“el pensamiento único de la izquierda revolucionaria”), en oposición a todas las constelaciones del “marxismo crítico y abierto” (¡revisionistas!, era la etiqueta que se utilizaba entonces) que se interpretaban y participaban en la lucha política (Luxemburgo, Trotsky, Korsch, Lukacs, Labriola, Gramsci, Gorter, Pannenkoek, entre múltiples corrientes como los austro-marxistas, socialistas revolucionarios y mencheviques rusos, socialistas no reformistas en toda la Europa de aquellos días). El marxismo-dogma se impuso sobre los marxismos críticos y abiertos, el estereotipo venció a la teoría crítica radical.
Se comprendería entonces el papel hegemónico que cumplió el PCUS y la III Internacional en la diseminación de aquella constelación ideológica (marxismo-leninismo), sellando incluso los marcos de sentido de muchas izquierdas a lo largo y ancho del mundo, entre ellas las “izquierdas latinoamericanas” que se hicieron fácilmente portavoces de las verdades estalinistas. El “marxismo-dogma” se había impuesto, la diversidad revolucionaria se había liquidado. Pero sin variedad, sin diversidad, sin tensiones y lucha de tendencias, cualquier resonancia con la dialéctica abierta o con el pensamiento radical queda abolida. El pensamiento critico, que nace justamente de eso, de los matices, de los acentos diferenciales, de las anomalías, de las divergencias, ha sido liquidado. Pero una revolución sin voces críticas es otra cosa: es una burocratización. Cosa mala, entonces,
El hecho es que si no se reconoce las discontinuidades históricas y teóricas significativas entre el pensamiento marxiano (Marx), el marxismo de Lenin y el marxismo-leninismo, se sella para siempre la bóveda del “marxismo-dogma”, y por otra parte, se le hace un gran favor a la derecha global con toda su estrategia de “guerra fría cultural”, montada sobre la falaz guión de la equivalencia entre Marx y el “totalitarismo”, argumento que ni siquiera Hanna Arendt, se atrevió a insinuar ó a repetir. Muchos hablan del totalitarismo nazi-fascista, del totalitarismo estalinista, pero pocos del totalitarismo de la economía capitalista que hace estragos a lo largo y ancho del mundo. Totalitarismos hay por legión, como el colonialismo que aniquiló la diversidad etno-cultural presente en los territorios que fueron bautizados como “Nuevo Mundo” o en África. Desde allí, se comenzó a hablar en clave hegemónica de “indios” y “negros”. El colonialismo reducía a la vez que proclama su universalismo progresista. ¿Entonces, acaso no es sospechoso quien simplifica el debate?
Existe un pacto tácito entre las “dos izquierdas” monolíticas, entre la “socialdemocracia reformista” y el “marxismo-leninismo”: sólo hay dos y sólo dos izquierdas, una que administra el capitalismo, otra que administra la mitología del “partido único-Estado”. ¿Qué ocurre cuando se derrumba este pacto tácito? El viejo dilema entre “reforma” y “revolución” termina agotándose, se abre la posibilidad de distinguir otros matices: “reformas revolucionarias” (Gorz, por ejemplo) y “revoluciones reformistas” (toda la crítica al “Capitalismo de Estado” presente en la URSS, decía precisamente esto: no hay revolución mientras se imponga una nueva modalidad de explotación, muy semejante al capitalismo monopolista de estado, así se haga desde el vértice dirigente del PCUS).
Sin embargo, bajo los monolitos ideológicos y políticos de las dos izquierdas, este dilema constituyó un falso dilema: el “dilema de la vieja izquierda”. Pues en la historia del pensamiento anticapitalista han existido mucho más de dos izquierdas. Allí está la riqueza de lo actual y lo posible, en la diversidad, en la pluralidad de tendencias y corrientes revolucionarias. Es justamente allí donde se juega la posibilidad de pensar e imaginar nuevas figuras del “pensamientos radiales, socialistas y revolucionarios”.
Que se planteen múltiples voces críticas contra los dogmas, he allí el legado del gran ensayo de 1968. La vieja izquierda se aterroriza frente a esto. Obviamente entienden claramente el mensaje: ¡adiós al “pensamiento único” en la izquierda!, ¡adiós a la doctrina de aparato!, ¡adiós al pensamiento burocrático para la transición-construcción del socialismo!
Sólo superando la “historia de los vencedores” elaborada desde el lugar de enunciación de los monolitos de las dos izquierdas, construida en clave de dilema cerrado entre “socialdemocracia reformista” y marxismo-leninismo ortodoxo”, será posible acogerse a otras historias de pensamiento-acción insurgentes y radicales. Es en esta multiplicidad de voces críticas, que la historia oficial (el pensamiento único de la izquierda revolucionaria) ha dejada regada como testimonio de “los vencidos” (pensemos en Rosa Luxemburgo, en Karl Korsch, en Labriola y Gramsci, en un Lenin temprano coqueteando con los tonos libertarios y aún no reconvertido en “razón de Estado”, en aquella “oposición obrera” de Kollontai, en Lukacs, en Gorter, en Pannekoek, en los días finales de Trotsky, en cada uno de las voces divergentes de la “línea de pensamiento correcta”), en los “sin voz” del “marxismo oficial”, pues allí es donde hay posibilidad de recrear la criticidad radical y una praxis alternativa para un horizonte de pensamiento insurgente, un tránsito de Marx más allá de Marx.
Del pensamiento marxiano a nuevos pensamientos radicales, socialistas y revolucionarios que requieren ser levantados frente al “marxismo-dogma”, frente al “discurso-dogma, frente a los operadores ideológico funcionales al metabolismo social del Capital. Y funcionales porque administran el orden del discurso que reproduce el metabolismo y la estructura de mando del Capital. Pues la burocracia es una personificación de la administración del orden del Capital. Les guste o no les guste.
La izquierda cavernaria, ese es uno de los principales obstáculos para pensar, imaginar y hacer saltar por los aires al viejo mundo. La “mac-donalización” del “pensamiento revolucionario” es eso: comida ideológica rápida, prefabricada, cargada de códigos envenenados. Puro contrabando ideológico, pura mercadería podrida.
Desde allí, estimados no se le da ninguna bienvenida a la transición-construcción del nuevo socialismo, sino un verdadero adiós a cualquier revolución democrática, socialista, eco-política y descolonizadora para el siglo XXI.
No se trata entonces de leer verdades prefabricadas, sino de un pequeño detalle: pensar y hacer la revolución, revolucionando y haciendo un nuevo pensamiento insurgente. Sin voces críticas, esto no será posible. ¿Por qué le teme la izquierda cavernaria a las voces críticas? Porque le puede decir simplemente, Adiós…
¡Bienvenidas, entonces, las voces insurgentes, las voces críticas, las voces radicales!
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