Pablo Ospina Peralta
Dos maniobras políticas fallidas erosionaron el inmenso apoyo social y electoral del que Evo Morales gozaba hasta diciembre del año pasado. El intento de eliminar de golpe y sin anestesia los subsidios a los combustibles; y el lamentable espectáculo de un viejo luchador social que no solo reprimía por medios innobles sino que buscaba desautorizar con argumentos insólitos el legítimo derecho a hacer una marcha de indígenas amazónicos que se oponían a una carretera.
En ambos casos, el presidente boliviano retrocedió en un gesto doble de flexibilidad y rectificación. Pero la herida simbólica y política es grave y honda. Revela la torpeza a la que arrastra la arrogancia del ejercicio del poder, pero también el peso y la autonomía política que conservan las organizaciones sociales y su capacidad de movilización.
Ambos tropiezos expresan también la existencia de contradicciones sociales, culturales y programáticas profundas: la que distancia a los colonizadores de los pueblos amazónicos, la que separa las políticas desarrollistas clásicas de una auténtica transformación en el modelo económico. No hay respuestas sencillas para esas contradicciones pero cualquier salida requiere el diálogo, el respeto a diferentes opciones y la apertura a negociaciones sensatas.
Al final, Evo Morales terminó aceptando la negociación. Pero lo hizo de la peor manera, contra su voluntad, como segunda opción; y ahora debe pagar el precio político de haber creído que esas “tensiones creativas”, como García Linera llama a estas contradicciones, se podían manejar por medio de la imposición.
Durante las últimas semanas, cuatro acontecimientos en Ecuador recuerdan estos problemas del proceso de cambio en Bolivia. Marco Guatemal, presidente de la Federación Indígena de Imbabura, es arrestado por haber conducido una manifestación anti-gubernamental en Otavalo hace dos años. Más de treinta estudiantes secundarios son investigados y procesados por participar en manifestaciones contra la improvisación en la aplicación de la reforma curricular del bachillerato.
El presidente Correa se enfrenta a manifestantes en Quimsacocha, provincia del Azuay, que se oponen a la firma de un contrato minero que amenaza sus tierras y su forma de vida, a quienes llama “agitadores” y “tirapiedras”; y que, a pesar de los riesgos que implica recientemente atacar la majestad de la autoridad, terminaron lanzando piedras contra el automóvil presidencial. Un grupo de afectados por una represa en Chone, Manabí, es desalojado del terreno que ocupaban y se los acusa, nada más y nada menos, de ser manipulados por la CONAIE, una organización que nunca ha tenido bases organizadas en esa zona de la costa.
Tomados en conjunto, los cuatro acontecimientos son parte de una política coherente y sistemática. Equivale a convertir la línea de conducta que Evo Morales trató de aplicar con los marchistas del TIPNIS en una política de Estado. La diferencia no es solo la repetición sistemática de la actitud, sino que el gobierno ecuatoriano y su partido no provienen ni son herederos políticos de una tradición de movilización social ni de bases sociales organizadas que lo consideren “su” gobierno.
Nadie que salga a protestar en Ecuador podrá gritar en la calle, mientras marcha en medio de la represión policial, como lo hicieron las mujeres indígenas de Bolivia: “¿qué le pasa al presidente?, nosotros le pusimos allí, éste es nuestro gobierno, ¿por qué nos hace esto?”.
Pero sin duda, de los cuatro, el más grave y pesado de consecuencias, es el empecinamiento en la política de expansión de la minería a gran escala. El gobierno ecuatoriano no percibe que la protesta que se enciende en las comunidades afectadas por la minería a gran escala está genuina y profundamente arraigada en la base. Siguiendo la tradición de la mayoría de gobiernos reaccionarios de América Latina, asume que las movilizaciones son obra de perversos agitadores externos. Y lo peor, pese a todo, no es que utilice ese discurso que lo infama, sino que el presidente realmente lo cree.
Las consecuencias de semejante miopía pueden ser fatales. La minería afectará zonas densamente pobladas, donde la audacia y la ira contenidas en el episodio de Quimsacocha, es probablemente una señal que amenaza extenderse como incendio en la paja reseca.
El empecinamiento en la vía colonial del extractivismo minero no solo es incompatible con el cambio que se proclama, sino que encenderá conflictos impredecibles y seguramente mucho más sangrientos de lo que el Ecuador está acostumbrado a vivir.
Ojalá tuviésemos un gobierno capaz de rectificar; pero quien desprecia la movilización social independiente tiene pocas herramientas para hacerlo.
(Tomado de la página La Línea de Fuego)
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