Por: Fernando Navarro
“Era una persona auténtica... murió como un cohete, murió en el punto álgido”. Con esta frase, el líder de Grateful Dead, Jerry García, se refería a su amiga Janis Joplin al poco de conocerse su muerte por una sobredosis de heroína. Tenía 27 años pero parecía haber sufrido y amado por 60. Breve pero extremadamente intensa, la obra de Joplin quedó eclipsada por su leyenda desde la misma noche del 4 de octubre de 1970 en la que su cuerpo desnudo quedó sin vida sobre la cama de una triste habitación de un hotel de Los Ángeles. Con apenas cuatro años de carrera profesional, nadie como ella ha representado al icono femenino del rock, el fulgurante apogeo de la contracultura de los sesenta norteamericanos y el poder rupturista de una generación que devino en un lenguaje universal a través de la música.
Cuando su garganta rompía a cantar, sobrecogía el corazón. Era como si encerrase en su llanto de blues, pasado por el filtro de la electrificación, todo el sentimiento desenfadado y convulso de la década de los sesenta. Pero no solo su voz parecía marcar el pulso de los años marcados por las mayores protestas públicas y el desarrollo del mayor movimiento pacifista de la historia de Estados Unidos, además, su imagen era y es la viva fotografía del movimiento hippy: pelo revuelto, largo y natural, sin un rulo o un atisbo de laca, anillos llamativos, largos collares y ropa de colores psicodélicos. Con su sonrisa estirada al sol de California o su gesto roto en pleno éxtasis interpretativo, Janis Joplin rompía moldes, echaba abajo ideas preconcebidas y desataba nudos espirituales como un tornado que pasa una vez en la vida para dejar su marca para siempre.
Fue su alma indomable la que no permitió que se achicara en un entorno hostil para sus inquietudes artísticas y su sensibilidad. Nacida en la ciudad de Port Arthur, en Tejas, Joplin se crió en una familia acomodada de una sociedad próspera pero demasiado convencional. Port Arthur era la típica localidad sureña estadounidense donde mandaba la tradición y una madre pensaba más en el “qué dirán” a lo que realmente quería su hija. Blanco de las burlas de los niños del colegio y elegida el “hombre más feo de campus”, la joven cantante, que nunca fue una chica guapa y popular, pronto encontró en los bares un refugio existencial y en la cultura beat, desarrollada en los cincuenta por gente como Jack Kerouac y Allen Gingsberg, otro resguardo espiritual.
Con el objetivo de huir del sur, Joplin abandonó con un novio universitario Tejas en 1966 para llegar hasta San Francisco, centro de operaciones de la generación beat y bahía de las nuevas ideas de la contracultura y el incipiente movimiento hippy. Allí, a diferencia de en su localidad natal, la cantante dio rienda suelta a su espíritu aventurero, impulsado por el alcohol y el sexo, mientras se transformó en una parte activa de ese cruce de caminos de razas y culturas, una vida bohemia que se encontraba en bares y cafés. Como cantante amateur, Joplin había empezado fijándose en Joan Baez, Maria Vildaur y Judy Collins pero consideraba que no podía dedicarse a cantar folk, entre otras cosas, por carecer de la belleza necesaria de sus referentes. Centró, por tanto, su atención en el blues y, muy especialmente, en Bessie Smith.
Como Smith, Joplin era dueña de una pasional voz capaz de cortar la respiración. Al poco de instalarse en San Francisco, se hizo vocalista de Big Brother and The Holding Company, una banda instrumental de largas improvisaciones. Una vez metida en el mundo de la música, la tejana se benefició de la complicidad del rock con las nuevas señas de identidad de la juventud y definió con su actitud la esencia de los tiempos que estaba viviendo y protagonizando. Excesiva e imprevisible, representaba el cambio constante y la infatigable exploración de los nacidos después de la II Guerra Mundial. Como afirma Barry Miles, testigo directo de esos años, en su libro Hippie, la contracultura de esos años ponía en tela de juicio la moralidad sexual y proponía muchos modelos diferentes: familias sexuales extensas, orgías, grupos de terapia sexual, aceptación de la homesexualidad y, por encima de todo, la celebración jubilosa de la sexualidad, opuesta a la moralidad rígida de la generación anterior. Como había proclamado años antes Gingsberg: “América, mi hombro de marica también mueve el país”. En esa tormenta social, el poeta beat, Lawrence Lipton, fue más ilustrativo para los jóvenes de esa generación que empezaban a ser reclutados obligatoriamente para una guerra en Vietnam que no entendían ni apoyaban: “Es más moral y más divertido llevarse la mano a la polla que el dedo al gatillo”.
Con su pena y su gloria, adicta al sexo, a las drogas y a la música, Joplin era el deseo personificado. Igual se lo montaba con el primero que la esperase en un camerino como con una mujer lo suficientemente amable como para darla algo de cariño. Igual se acababa una botella de Southern Comfort como se inyectaba heroína toda una noche. Hallaba la trascendencia a través de los sentidos y encontraba la redención a través de canciones que prendían en su cuerpo. Y, entretanto, se erigió en una insignia para la liberación de la mujer. Junto con el asombroso trasfondo artístico de su música, ahí radica el poder de la figura de Joplin. Conviene recordar que EE UU educaba a generaciones enteras de colegialas con el libro de Little Women (Mujercitas), una guía de buena conducta para señoritas escrita con el fondo religioso y moral de la Guerra Civil entre 1861 y 1865. Incluso, como señala el propio Miles, los propios hippies tenían mala fama por su forma de tratar a las mujeres, a quienes llamaban viejas o chatis, y de quienes se esperaba que se encargaran de todas las tareas del hogar, como si fueran amas de casa de un suburbio, y también de cuidar a los niños en las comunas. Pero, con esa imagen y experiencia alumbradas en una filosofía extrema del carpe diem, Joplin fue toda una revolución. De hecho, el movimiento feminista se impulsó a partir del cuestionamiento de los roles sexuales de la contracultura y, gracias también, por a la introducción de la píldora anticonceptiva que dio a las mujeres por primera vez libertad de elegir a sus parejas sexuales.
De Janis es la célebre frase: "Cada noche hago el amor con 25.000 personas en el escenario y luego me vuelvo sola a casa”. Así fue en el festival de Pop de Monterey de 1967. Siempre suele recordarse Woodstock como paradigma del movimiento hippy y, si es cierto que fue el más multitudinario y famoso, Monterey fue una especie de cenit para la contracultura. En San Francisco se dieron por primera vez cita algunas de las mejores formaciones como Jimi Hendrix, The Mamas & The Papas, The Who, Otis Redding, Country Joe and The Fish o The Byrds. El arrebato incontrolado de Joplin triunfó hasta el punto de conseguir que Columbia Records la grabase y Albert Grossman, manager de Bob Dylan, empezase a representarla en el negocio. Con la cantante como estrella, las primeras medidas de unos y otros fueron deshacerse de Big Brother and The Holding Company, con los que dio forma a su primer sonido blues, y contratar bandas más profesionales para sus futuras grabaciones.
Fuera con la Kozmic Blues Band o la Full Tilt Boogie Band, Joplin, que era consideraba ya como una vocalista extraordinaria a la estela de Aretha Franklin o Tina Turner, seguía con su progresiva sensación de soledad al tiempo que se consumía con las drogas o sufría en el triángulo amoroso y sexual con su amiga Peggy Caserta y la pareja de esta, Kim Chappel. En ese tiovivo sentimental andaba hasta que apareció muerta en 1970 en los días que grababa nuevas canciones para un futuro trabajo. Tardaron unas 16 horas en hallar su cuerpo sobre la cama de la habitación. Su disco póstumo, Pearl, fue un éxito rotundo. Como dijo Jerry García, se dejó de escuchar demasiado pronto una voz auténtica como la suya, que reformuló la tradición negra del blues a partir del rock y su garganta blanca. Y tan importante como eso: se perdió a una representante genuina de los agitados años sesenta, del auge y caída del movimiento hippy.
En sus propias palabras, refiriéndose a su amor por la música, casi definiendo sin querer su vida y la de toda una generación, y explicando el secreto de eso que aún hoy se llama rock, Janis Joplin decía: “Si consigues que se pongan en pie cuando deberían estar sentados, que suden y se agiten cuando deberían estar guardando las formas, que sonrían cuando deberían aplaudir con toda corrección... Yo me imagino que si consigues cautivar a cierta gente a la que toda su vida se le ha dicho lo que tiene que hacer, gente demasiado joven o que tiene demasiado miedo a lo que sea creo que, en cierta manera, les pones a funcionar el cerebro y les haces pensar que a lo mejor pueden hacer algo. Para eso es el rock’n’roll, para darle al interruptor y hacerles ver que hay otras posibilidades y que es una tontería no probarlas. Puede ser que no consigas ser feliz, pero menuda jodienda es no intentarlo. Es como suicidarse nada más nacer”.
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