VÍCTOR MORALES LEZCANO (UNED-ESPAÑA)
Nos hemos habituado a ver y pensar la guerra en Afganistán (hecho que ahora cumple un decenio) como si se tratara de un conflicto armado presidido por la idea de detener el ascendiente de los talibanes, insurgentes musulmanes de tipo extremista, en la periferia asiática del mundo árabe-islámico. Seguir contemplando tal guerra con tal visión, no es ni correcto ni equivocado, sino que se trata de otra manera de ver y pensar esa guerra.
Cuando, en los manuales de Historia Contemporánea, se narre la implicación, los éxitos y los fracasos de la presencia estadounidense en Asia, tengo la intuición de que se describirán como una sucesión de intervenciones militares encadenadas en el tiempo.
Recuérdese. La primera “ronda” de esas intervenciones tuvo lugar con motivo de la segunda guerra mundial en el escenario extremo-oriental entre 1941-1945. En la posguerra inmediata, la figura del procónsul americano en el derrotado Japón, Douglas MacArthur, estuvo a punto de convertir el archipiélago del sol naciente en una satrapía estadounidense en Asia. Los presidentes Truman y Eisenhower mismo quisieron paliar la inclinación de Estados Unidos hacia el continente asiático; aunque no tanto, sin embargo, como para impedir que, en la guerra entre las dos Coreas, Estados Unidos se viera atrapado en las redes del pescador. Y como no suele haber dos sin tres, la administración republicana, primero, y la demócrata, a continuación, involucraron a la república imperial en la tercera guerra americana a dirimir sobre suelo asiático. No ocurrió, empero, lo que sucedió en el caso de las guerras púnicas de la victoriosa Roma.
En Vietnam, entre 1964-1975, un pueblo de pobre desarrollo material -dirigido por su núcleo estratégico (Vietkong)- terminó por derrotar a la primera superpotencia del globo terráqueo. (El devenir se comporta incorregiblemente con frecuencia). Nadie olvidará las imágenes de las flotas aérea, naval y aeronaval americanas abandonando la ciudad y el puerto de Saigón, cuando sus instalaciones estaban a punto se ser ocupadas por las tropas que comandaba el general vietnamita Giap. Imágenes para la historia de los conflictos bélicos del siglo pasado que no han de diluirse en la memoria iconográfica de la humanidad -como la implantación, en mayo de 1945, de la bandera roja en los altos del “Reichtag” berlinés por un soldado soviético; o la imagen de un pelotón estadounidense izando la bandera propia al final de los truculentos combates que se desarrollaron en la isla japonesa de Iwo Jima (entre febrero y marzo de 1945), situada a unos 1.200 km de Tokio.
Un poco de sonrojo nos invade al tener que encadenar el recuerdo de las guerras americanas en Asia, para así colocar congruentemente nuestra correlación histórica. Cierto es que también se impone connotar este telón de fondo -el frente americano en Asia central- que durante la guerra fría, entre 1947-1980, recorrió su trayectoria principal.
En Corea y Vietnam -repetimos-, Estados Unidos, la OTAN y los aliados secundarios de aquel sistema internacional partían del supuesto de que el sistema comunista, suerte de implantación político-ideológica de procedencia soviética, había de ser detenido en Asia, en particular después de que en China se resolviera la guerra civil con la victoria de Mao y las muchedumbres movilizadas por el “partido patrio”.
Como la Historia es comparable a una puerta entreabierta, fácilmente entornable, el final de la guerra fría y la desintegración del imperio soviético han impelido a Estados Unidos a reiniciar un segundo ciclo de guerras en Asia central.
En vez de tratarse de una intervención armada para “detener el comunismo”, la república imperial emprendió sus filtraciones en el bastión afgano-paquistaní a partir de los años 80 del pasado siglo XX. La finalidad de aquellas incursiones era, una vez más, poner coto a las veleidades afganas de Moscú. Washington caía así en el desatino de apoyar al enemigo interno (musulmán) del gran contrincante soviético en la cancha de juego del Asia central.
Al producirse en Afganistán el reflujo de una insurgencia guerrillera en regla, George Bush decidió emprender una cruzada contra las “fuerzas del mal” (2001), lo que ha llevado a Barack Obama, poco después, a una situación-límite en política internacional. Ahora que, según fue previsto en Washington en el verano de 2010, se inicia la desescalada militar en Afganistán, ocurre que la reversión del calcetín tiene lugar en el marco de una ofensiva pre-electoral implacable, con la que viene arreciando el partido republicano desde hace algunas semanas.
Momento crucial en Asia central, donde lo haya: para Obama, para la república imperial, y para los propios aliados europeos de Washington. Esta cuarta guerra americana en Asia se encuentra en situación crítica. Luego de trazada la perspectiva, subamos ahora el telón que nos deje expedito el panorama actual que tiene Estados Unidos a la vista en el escenario afgano-paquistaní.
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