VÍCTOR MORALES LEZCANO (UNED- ESPAÑA)
En las dos últimas décadas, el complejo tecno-militar americano -tan invocado en su momento por J.K. Galbraith en sus breves e incisivos ensayos- ha ido implicándose a fondo en una serie encadenada de conflictos armados.
Unos, han durado unas cuantas semanas, como la guerra del Golfo Arábigo-Pérsico (1990-1991). Pero Estados Unidos se ha ido involucrando también en guerras menores contra países árabes “rebeldes” (Libia, Iraq) o sumidos de hoz y coz en estado de crisis permanentes (Líbano, Yemen).
La culminación del ciclo bélico americano, centrado en reforzar los regímenes autoritarios de los países musulmanes ricos en fuentes de energía, alcanzó su cenit en 2001 con el ingreso de Afganistán en el reñidero ¿asiático-americano?, como se ha sugerido en la entrega anterior para EL IMPARCIAL; o ¿islamo-americano?, como proponen reconocerlo otros analistas de peso. Habría de poseerse mayor perspectiva sobre el asunto en cuestión, contar con estadísticas fiables (que las hay) y dotarse de un argumentario conexo para dirimir la disyuntiva, algo más que nominal, que se acaba de plantear arriba.
Contentémonos, por ahora, con recordar que a fecha del fin de semana del 16-17 de julio del año en curso, el Congreso y la Casa Blanca estadounidenses han alcanzado un techo-límite en sus discrepancias presupuestarias y disensos respectivos sobre la política fiscal que habría que implementar desde ahora en la nación federal por antonomasia. Sin entrar en consideraciones y juicios de apreciación relacionados con el “impasse” político en que se encuentra Estados Unidos, reténganse algunos datos ilustrativos con mucho.
El nuevo secretario de Defensa americano (hombre curtido en varias dependencias administrativas de alto bordo, como la CIA) ha llegado a la convicción de que el Presidente ha de rescatar, no importa cómo, 400 billones de dólares en los próximos 12 años. Esta suma afectará principalmente al presupuesto del Pentágono.
Junto a la reducción de programaciones megalómanas e imposición de recortes burocráticos severos, Panetta es consciente de que una de las mayores sangrías financieras que afectan al sistema estatal americano se llama Afganistán. En Afganistán, Estados Unidos hubo de plantar cara a la frenética insurgencia talibán y a su red básica, inspirada por el “yihad” islámico de “Al-Qaeda”. Pero en Afganistán no sólo ha habido que contrarrestar el foco talibán, sino, además, empezar a colocar los pilares de una sociedad dotada de unos rudimentos de estado-nación, en trance de incorporarse al “desorden” internacional del siglo XXI si las circunstancias lo permiten.
El incremento de las partidas para acometer en Afganistán la doble misión -militar e instructiva- que se fijaron en Estados Unidos los republicanos (2001-2009) y demócratas (2009-2011), no ha hecho sino reflejar la ley de los costes crecientes.
Ante este fastidioso panorama, 24 senadores y congresistas de pertenencia política mixta (progresistas, moderados, conservadores) han dirigido al presidente de los Estados Unidos una petición que reza como sigue: “Hemos llevado a buen fin en Afganistán aquello a lo que nos comprometimos; pero no podemos permitirnos el lujo de seguir perdiendo vidas y dinero, con la prosecución ambiciosa de construir indefinidamente una nación”. O sea, Sr. Presidente, vámonos de Afganistán, vámonos de ese reducto agreste de Asia central, puesto que es una de las vías de fuga que está debilitando la precaria salud financiera del Tesoro.
Ocioso, aunque necesario, es el hecho de que Karl Eikenberry, y David H. Petraeus (embajador, y general en jefe de Estados Unidos en Kabul hasta hace poco más de una semana) mantienen, frente a los abandonistas, un punto de opinión bautizado como “optimismo cauteloso” en lo que a la guerra en Asia concierne. Ambos piensan que la retirada de las tropas metropolitanas ha de ser gradualmente dosificada hasta alcanzar 2014; y piensan, además, que un remanente militar-instructivo habrá de permanecer “in situ” hasta verificar fehacientemente que, de una constelación de tribus, América haya conseguido forjar una nación aceptablemente funcional.
La polémica interna está servida en cuanto a cuándo y cómo culminar este nuevo capítulo asiático de la América contemporánea.
Sin entrar en detalles, datos y digresiones de los que hay que prescindir en una columna de prensa diaria, sí es pertinente mencionar, aquí y ahora, al vecino “inquietante” con que Estados Unidos ha de jugar las bazas más espinosas de su aventura militar en Asia central, supuesta vía de fuga que agrava las dolencias hacendísticas de América. Nos referimos, naturalmente a Paquistán.
En puridad, las relaciones entre Washington e Islamabad fueron equívocas desde el principio del último decenio transcurrido. La desaparición física de Osama Bin Laden, instalado en un reducto privado no lejos de una importante base paquistaní, no ha venido sino a empeorar la comunicación bilateral existente entre las dos potencias. El régimen paquistaní necesita la copiosa ayuda financiera y armamentista americana para mantener el pulso militar y la confrontación latente con la India; mientras que sin el concurso geopolítico de Paquistán, Estados Unidos se habría encontrado, en sus campañas contrainsurgentes en Afganistán, con una papeleta más ardua, si cabe, que la que ha tenido que afrontar en la guerra que sigue desplegando en el indómito Afganistán de siempre.
En este “quid pro quo”, la diplomacia de guerra ha de actuar, por ambas partes, con máxima acribía y mucho tacto. Lo exige todo lo que está en juego en el escenario de marras. Y en el coste de una guerra que está, a todas luces, debilitando la república imperial.
*
Unos, han durado unas cuantas semanas, como la guerra del Golfo Arábigo-Pérsico (1990-1991). Pero Estados Unidos se ha ido involucrando también en guerras menores contra países árabes “rebeldes” (Libia, Iraq) o sumidos de hoz y coz en estado de crisis permanentes (Líbano, Yemen).
La culminación del ciclo bélico americano, centrado en reforzar los regímenes autoritarios de los países musulmanes ricos en fuentes de energía, alcanzó su cenit en 2001 con el ingreso de Afganistán en el reñidero ¿asiático-americano?, como se ha sugerido en la entrega anterior para EL IMPARCIAL; o ¿islamo-americano?, como proponen reconocerlo otros analistas de peso. Habría de poseerse mayor perspectiva sobre el asunto en cuestión, contar con estadísticas fiables (que las hay) y dotarse de un argumentario conexo para dirimir la disyuntiva, algo más que nominal, que se acaba de plantear arriba.
Contentémonos, por ahora, con recordar que a fecha del fin de semana del 16-17 de julio del año en curso, el Congreso y la Casa Blanca estadounidenses han alcanzado un techo-límite en sus discrepancias presupuestarias y disensos respectivos sobre la política fiscal que habría que implementar desde ahora en la nación federal por antonomasia. Sin entrar en consideraciones y juicios de apreciación relacionados con el “impasse” político en que se encuentra Estados Unidos, reténganse algunos datos ilustrativos con mucho.
El nuevo secretario de Defensa americano (hombre curtido en varias dependencias administrativas de alto bordo, como la CIA) ha llegado a la convicción de que el Presidente ha de rescatar, no importa cómo, 400 billones de dólares en los próximos 12 años. Esta suma afectará principalmente al presupuesto del Pentágono.
Junto a la reducción de programaciones megalómanas e imposición de recortes burocráticos severos, Panetta es consciente de que una de las mayores sangrías financieras que afectan al sistema estatal americano se llama Afganistán. En Afganistán, Estados Unidos hubo de plantar cara a la frenética insurgencia talibán y a su red básica, inspirada por el “yihad” islámico de “Al-Qaeda”. Pero en Afganistán no sólo ha habido que contrarrestar el foco talibán, sino, además, empezar a colocar los pilares de una sociedad dotada de unos rudimentos de estado-nación, en trance de incorporarse al “desorden” internacional del siglo XXI si las circunstancias lo permiten.
El incremento de las partidas para acometer en Afganistán la doble misión -militar e instructiva- que se fijaron en Estados Unidos los republicanos (2001-2009) y demócratas (2009-2011), no ha hecho sino reflejar la ley de los costes crecientes.
Ante este fastidioso panorama, 24 senadores y congresistas de pertenencia política mixta (progresistas, moderados, conservadores) han dirigido al presidente de los Estados Unidos una petición que reza como sigue: “Hemos llevado a buen fin en Afganistán aquello a lo que nos comprometimos; pero no podemos permitirnos el lujo de seguir perdiendo vidas y dinero, con la prosecución ambiciosa de construir indefinidamente una nación”. O sea, Sr. Presidente, vámonos de Afganistán, vámonos de ese reducto agreste de Asia central, puesto que es una de las vías de fuga que está debilitando la precaria salud financiera del Tesoro.
Ocioso, aunque necesario, es el hecho de que Karl Eikenberry, y David H. Petraeus (embajador, y general en jefe de Estados Unidos en Kabul hasta hace poco más de una semana) mantienen, frente a los abandonistas, un punto de opinión bautizado como “optimismo cauteloso” en lo que a la guerra en Asia concierne. Ambos piensan que la retirada de las tropas metropolitanas ha de ser gradualmente dosificada hasta alcanzar 2014; y piensan, además, que un remanente militar-instructivo habrá de permanecer “in situ” hasta verificar fehacientemente que, de una constelación de tribus, América haya conseguido forjar una nación aceptablemente funcional.
La polémica interna está servida en cuanto a cuándo y cómo culminar este nuevo capítulo asiático de la América contemporánea.
Sin entrar en detalles, datos y digresiones de los que hay que prescindir en una columna de prensa diaria, sí es pertinente mencionar, aquí y ahora, al vecino “inquietante” con que Estados Unidos ha de jugar las bazas más espinosas de su aventura militar en Asia central, supuesta vía de fuga que agrava las dolencias hacendísticas de América. Nos referimos, naturalmente a Paquistán.
En puridad, las relaciones entre Washington e Islamabad fueron equívocas desde el principio del último decenio transcurrido. La desaparición física de Osama Bin Laden, instalado en un reducto privado no lejos de una importante base paquistaní, no ha venido sino a empeorar la comunicación bilateral existente entre las dos potencias. El régimen paquistaní necesita la copiosa ayuda financiera y armamentista americana para mantener el pulso militar y la confrontación latente con la India; mientras que sin el concurso geopolítico de Paquistán, Estados Unidos se habría encontrado, en sus campañas contrainsurgentes en Afganistán, con una papeleta más ardua, si cabe, que la que ha tenido que afrontar en la guerra que sigue desplegando en el indómito Afganistán de siempre.
En este “quid pro quo”, la diplomacia de guerra ha de actuar, por ambas partes, con máxima acribía y mucho tacto. Lo exige todo lo que está en juego en el escenario de marras. Y en el coste de una guerra que está, a todas luces, debilitando la república imperial.
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