Alejandro Almaraz
La descalificación y defenestración de Rebeca Delgado, a la que las máximas autoridades del Estado se han dedicado personalmente durante las últimas semanas, ha resultado tener, como argumento de fondo, la reprobación a los “librepensantes” en el partido de Gobierno.
Así, el vicepresidente García, secundando al presidente Morales con la prontitud y esmero de siempre, ha sostenido que en el centralismo democrático que existe en el MAS, en cuya virtud las decisiones partidarias surgen de los consensos internos, los librepensantes no tienen cabida. Si no se quiere librepensantes que piensen con libertad, por consecuencia lógica, lo que se quiere son “obligadopensantes” que lo hagan en sujeción a los dictados del “centralismo democrático” o, tal vez mejor, no-pensantes que se limiten a actuar en función de los mismos encargos.
El caso de Delgado advierte de la drasticidad con que el MAS depura a librepensantes y se previene de ellos, pues, sin que su actitud pueda considerarse como rebelión política, ruptura ideológica o cosa parecida, ha merecido la severa condena de los máximos mandos partidarios.
En verdad, todo lo que ha hecho Delgado, seguramente cansada de tener que dar la cara por la legalización de tanta aberración jurídica enviada desde el Ejecutivo para su pronta y expedita aprobación, es observar la inocultable inconstitucionalidad de la última de éstas, la Ley de Extinción de dominio de bienes en favor del Estado, y proponer, como corresponde al más humilde sentido de fiscalización legislativa, que la investigación del siniestro caso de la red de extorsionadores no se agote en los mandos medios.
En el fondo, sólo se ha negado a continuar siendo moral y profesionalmente degradada por el servil acatamiento a la arbitrariedad autoritaria que viene pisoteando la Constitución y la democracia; se ha negado, también, a ser la diligente abogada-legisladora que arregla los alevosos disparates a los que Evo Morales “le mete nomás”.
Pero este gesto de elemental integridad ética y consecuencia política es demasiado libertinaje intelectual para el pensamiento obligatorio que desciende de lo alto del “centralismo democrático”.
Si bien este pensamiento carece de una exposición integral y orgánica, tiene expresiones muy ilustrativas de su sentido en los actos del Presidente y en las justificadoras y más elocuentes palabras del Vicepresidente.
Este pensamiento es el que considera que los indígenas del TIPNIS “siguen viviendo como animalitos” y, por supuesto, deben alcanzar la condición humana recibiendo el desarrollo que les llevará la carretera; es el que da por nacionalizados los hidrocarburos porque simplemente así lo dice un decreto sin importar que, a siete años de la nacionalización, más del 80% de la producción esté controlada por dos transnacionales; es el que ha proclamado que “el Estado no puede perder ante nadie”, como máximo fundamento de la “revolución de la justicia”.
La verdad es que en esta oportunidad, como en tantas otras, el Gobierno acude al discurso de las revoluciones socialistas en su culposo y compulsivo afán de legitimación simbólica. Pero las distancias son demasiado grandes.
En el propósito de su defensa y continuidad, las revoluciones socialistas crearon o aplicaron, dentro del sistema de partido único, el centralismo democrático que, por cierto, no se reduce a que una vez tomados los acuerdos no puedan expresarse posiciones personales contrarias, como señala el simplismo vicepresidencial, sino que establece un sistema organizativo por el que las direcciones controlan la definición y renovación de los mandatos orgánicos. Esta forma de organización restringió sensiblemente la libertad política de la sociedad y, a despecho de sus propósitos, devino en el congelamiento, burocratización y decadencia de las revoluciones que la adoptaron. Pero no hay razón para temer que esa historia se repita en Bolivia, pues en la “Revolución democrática y cultural” está muy lejos de haber socialismo o centralismo democrático, y si de mandos se trata, lo que hay es la simple captura de todos los poderes y decisiones importantes del Estado y, obviamente, el simbólico instrumento político, por parte de Evo Morales.
En este estado de cosas, está clarísimo que la Presidencia de la Cámara de Diputados no puede estar en manos de una librepensante, y seguramente resentida, que comete traición al estorbar la voluntad imperial con majaderías constitucionalistas; ese alto cargo es para un (o mejor una) obligadopensante, como tiene que ser todo buen “soldado de la revolución”.
La descalificación y defenestración de Rebeca Delgado, a la que las máximas autoridades del Estado se han dedicado personalmente durante las últimas semanas, ha resultado tener, como argumento de fondo, la reprobación a los “librepensantes” en el partido de Gobierno.
Así, el vicepresidente García, secundando al presidente Morales con la prontitud y esmero de siempre, ha sostenido que en el centralismo democrático que existe en el MAS, en cuya virtud las decisiones partidarias surgen de los consensos internos, los librepensantes no tienen cabida. Si no se quiere librepensantes que piensen con libertad, por consecuencia lógica, lo que se quiere son “obligadopensantes” que lo hagan en sujeción a los dictados del “centralismo democrático” o, tal vez mejor, no-pensantes que se limiten a actuar en función de los mismos encargos.
El caso de Delgado advierte de la drasticidad con que el MAS depura a librepensantes y se previene de ellos, pues, sin que su actitud pueda considerarse como rebelión política, ruptura ideológica o cosa parecida, ha merecido la severa condena de los máximos mandos partidarios.
En verdad, todo lo que ha hecho Delgado, seguramente cansada de tener que dar la cara por la legalización de tanta aberración jurídica enviada desde el Ejecutivo para su pronta y expedita aprobación, es observar la inocultable inconstitucionalidad de la última de éstas, la Ley de Extinción de dominio de bienes en favor del Estado, y proponer, como corresponde al más humilde sentido de fiscalización legislativa, que la investigación del siniestro caso de la red de extorsionadores no se agote en los mandos medios.
En el fondo, sólo se ha negado a continuar siendo moral y profesionalmente degradada por el servil acatamiento a la arbitrariedad autoritaria que viene pisoteando la Constitución y la democracia; se ha negado, también, a ser la diligente abogada-legisladora que arregla los alevosos disparates a los que Evo Morales “le mete nomás”.
Pero este gesto de elemental integridad ética y consecuencia política es demasiado libertinaje intelectual para el pensamiento obligatorio que desciende de lo alto del “centralismo democrático”.
Si bien este pensamiento carece de una exposición integral y orgánica, tiene expresiones muy ilustrativas de su sentido en los actos del Presidente y en las justificadoras y más elocuentes palabras del Vicepresidente.
Este pensamiento es el que considera que los indígenas del TIPNIS “siguen viviendo como animalitos” y, por supuesto, deben alcanzar la condición humana recibiendo el desarrollo que les llevará la carretera; es el que da por nacionalizados los hidrocarburos porque simplemente así lo dice un decreto sin importar que, a siete años de la nacionalización, más del 80% de la producción esté controlada por dos transnacionales; es el que ha proclamado que “el Estado no puede perder ante nadie”, como máximo fundamento de la “revolución de la justicia”.
La verdad es que en esta oportunidad, como en tantas otras, el Gobierno acude al discurso de las revoluciones socialistas en su culposo y compulsivo afán de legitimación simbólica. Pero las distancias son demasiado grandes.
En el propósito de su defensa y continuidad, las revoluciones socialistas crearon o aplicaron, dentro del sistema de partido único, el centralismo democrático que, por cierto, no se reduce a que una vez tomados los acuerdos no puedan expresarse posiciones personales contrarias, como señala el simplismo vicepresidencial, sino que establece un sistema organizativo por el que las direcciones controlan la definición y renovación de los mandatos orgánicos. Esta forma de organización restringió sensiblemente la libertad política de la sociedad y, a despecho de sus propósitos, devino en el congelamiento, burocratización y decadencia de las revoluciones que la adoptaron. Pero no hay razón para temer que esa historia se repita en Bolivia, pues en la “Revolución democrática y cultural” está muy lejos de haber socialismo o centralismo democrático, y si de mandos se trata, lo que hay es la simple captura de todos los poderes y decisiones importantes del Estado y, obviamente, el simbólico instrumento político, por parte de Evo Morales.
En este estado de cosas, está clarísimo que la Presidencia de la Cámara de Diputados no puede estar en manos de una librepensante, y seguramente resentida, que comete traición al estorbar la voluntad imperial con majaderías constitucionalistas; ese alto cargo es para un (o mejor una) obligadopensante, como tiene que ser todo buen “soldado de la revolución”.
Si no se quiere librepensantes que
piensen con libertad, por consecuencia lógica, lo que se quiere son
“obligadopensantes”.
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