A medida que se acerca la fecha fatídica en la que el Gobierno de Estados Unidos puede declararse en suspensión de pagos, crece extraordinariamente la tensión política, aparecen las divisiones dentro de los partidos y aumenta el pesimismo sobre la solución de una crisis que puede marcar el rumbo de este país por varios años, y mantiene en vilo a la economía internacional. Todos los esfuerzos por evitar un escenario catastrófico han resultado hasta hoy infructuosos.
En esas condiciones, las múltiples llamadas a la cordura desde los círculos financieros, empresariales y políticos, incluso las amenazas de las agencias calificadoras de rebajar la nota de solvencia de este país, se estrellan con la intransigencia ideológica de quienes, indiferentes a todas las consecuencias, entienden que reducir el déficit sin subir impuestos es un dogma de fe. Así pues, el peligro de que el Gobierno norteamericano no pueda hacer frente a sus pagos a partir del 2 de agosto es en estos momentos absolutamente cierto.
El presidente Barack Obama, que desde la semana pasada reúne a diario en la Casa Blanca a los líderes del Congreso en busca de un acuerdo, pretende juntarlos a todos en un retiro de fin de semana en su residencia de Camp David para forzar un arreglo. Pero el líder republicano en la Cámara de Representantes, John Boehner, no cree necesario ni oportuno un esfuerzo semejante.
Detrás de esa negativa está el intento de la oposición de evitar que Obama tenga demasiado protagonismo en la negociación y pueda, por tanto, rentabilizar políticamente una hipotética solución. En ese cálculo de corto plazo, en esos movimientos tácticos por hacer aparecer al otro como el culpable del daño que se está causando a la nación, se consume el tiempo mientras EE UU se aproxima al precipicio.
Lo que se negocia es un acuerdo para reducir el déficit federal en unos cuatro billones de dólares en una década a cambio de que el Congreso dé luz verde al Ejecutivo para asumir nueva deuda con la que pagar sus facturas, sus créditos y los beneficios de los bonos del Estado. Sin ese permiso, el Gobierno no puede endeudarse más. Sin esa nueva deuda, la Administración se queda sin dinero a partir del 2 de agosto. La negociación está estancada porque Obama propone que esos cuatro billones salgan tanto de la reducción de servicios públicos, incluidas las ayudas sanitarias, como del aumento de los impuestos a las empresas petroleras y a los ingresos superiores a los 250.000 dólares anuales.
Los republicanos pretenden que toda la reducción del déficit provenga del recorte de gastos y han advertido que la Cámara de Representantes, en la que tienen mayoría, no va a aprobar ninguna iniciativa que contenga un solo céntimo de aumento de impuestos. Para Obama, a su vez, aceptar un acuerdo en el que todo el sacrificio corra a cargo de los beneficiarios de los programas sociales supondría un suicidio político. Es más, eso tampoco pasaría en el Congreso porque lo rechazarían los demócratas.
Así pues, o los dos bandos hacen renuncias significativas o estamos condenados a un verano dramático en el que los pensionistas pueden quedarse sin sus cheques, China sin el cobro de sus bonos y el mundo entero en estado de alarma por el impacto de un conflicto de esta naturaleza. Puede ser, sencillamente, el golpe final a una economía ya amenazada por riesgos en otras regiones.
Obviamente, la política nacional es soberana y cualquier congresista elegido por su pequeña circunscripción tiene derecho a defender lo que cree que son los intereses de sus electores sin preocuparse por las relaciones con China o las presiones sobre el dólar. Pero, en este caso, a estas alturas, ese derecho soberano está siendo administrado con una alarmante irresponsabilidad.
No debería de ser una sorpresa. Cuando los republicanos ganaron la mayoría en noviembre pasado, aupados por la vitalidad del Tea Party, ya se advirtió que esta no era una fuerza amiga de las componendas. Ese grupo está haciendo ahora buenas sus palabras. Cuando el líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, propuso esta semana darle a Obama el permiso que quería para endeudarse -no para ayudarle, sino para culparle después exclusivamente por la deuda-, fue inmediatamente comparado con Poncio Pilatos en las webs del Tea Party.
Un republicano mucho más duro que McConnell, el número dos en la Cámara, Eric Cantor, este sí un halcón antiimpuestos, asumió entonces la voz cantante de la negociación en la verdadera línea intransigente que exigen sus bases. Tan áspero está el clima político, que Obama se marchó abruptamente de las conversaciones el miércoles después de un choque dialéctico con el portavoz de la oposición. "Si Cantor sigue al frente, habrá quiebra", pronosticó ayer el senador demócrata Charles Schumer.
Discretamente, otros republicanos tratan de apartar a Cantor y al Tea Party de esta jugada. El conservadurismo tradicional entiende que esto está yendo demasiado lejos y que los ciudadanos van a castigar al Partido Republicano si se llega a la suspensión de pagos. Ante esa eventualidad, en las filas de la oposición, desde el mismo McConnell hasta Karl Rove, han empezado ya a apuntar a Obama como único responsable de una quiebra pública.
Nadie va a salir bien parado si se llega a eso, pero Obama está haciendo todos los esfuerzos por mostrarse moderado y conciliador. "Está demostrando más paciencia que el santo Job", declaró ayer la líder de los demócratas en la Cámara, Nancy Pelosi.
Las próximas horas son críticas. La agencia Moody's ha advertido que puede rebajar la calificación máxima de la deuda norteamericana en pocos días. Standards&Poor's considera que existe un 50% de posibilidades de rebajarla. Ambas creen que, sin esperar al 2 de agosto, la imagen de solvencia de EE UU, imprescindible para mantener su posición como faro de la economía mundial, ya está en peligro.
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