Acorde con nuestro maravilloso e indescifrable “espíritu barroco”, la celebración del Bicentenario se inició con un ritual de luces y sombras. Las luces definieron la forma; las sombras ocultaron el contenido y abrieron un espectro de preguntas y dudas: ¿Qué celebramos?
La multiplicidad de respuestas, en medio de un debate sin moderadores, nos desnuda una realidad: el relato sobre el origen de nuestro Estado nacional está en cuestión en medio de dos hechos coyunturales: el desgaste de una historiografía y un tenso proceso político.
Ciertamente no son los hechos concretos del pasado los que están siendo cuestionados, sino una forma de relato, cuya utilidad ha llegado a su fin, aunque sirvió eficazmente como fundamento para la creación o invención de nuestro Estado–nacional. Ya no nos sirve la historia –leyenda del Reino de Quito, frente a la constatación científica- arqueológica que demuestra la existencia de procesos muy distintos en la Costa, Sierra norte, Sierra sur y Amazonía. El panteón de héroes mitificados está en riesgo y los calendarios cívicos dejaron de ser rituales de “fe” patriótica, para convertirse en fechas vacacionales. Al mismo tiempo, caen los contenidos por su incoherencia con el presente. Al asumir que aún libramos una batalla contra el colonialismo, de facto aceptamos que en su momento no concretamos una independencia real.
La agonía de la vieja historia política abre la pugna por controlar el discurso sobre el pasado, puesto que ese tipo de narrativa es también un campo de poder.
El caso tiene un ejemplo claro: para sus fines políticos, la “derecha” guayaquileña quiere relocalizar el origen de la República, argumentando que la verdadera Independencia se produjo en Guayaquil el 9 de octubre de 1820. Desde Quito, las viejas mentalidades, insisten en recanonizar al 10 de agosto de 1809 como el “Primer Grito de la Independencia”; y las nuevas mentalidades reconocen la necesidad de reinterpretar nuestra historia política con nuevos enfoques. Fuera de Guayaquil y de Quito, otros actores, casi a la sombra, pujan por incorporar sus relatos sobre los procesos políticos que se libraron en espacios periféricos de lo que hoy es Ecuador. Todo está claro, no hay una sola memoria, hay muchas memorias, y algunas políticamente interesadas.
El Bicentenario está llamado, por tanto, a ser un espacio de diálogo nacional intercultural, entre las diferentes memorias sociales. El Estado no debe escribir una nueva historia oficial, sino más bien crear espacios de difusión de todas las voces, y poner en valor aquellos elementos referenciales sobre nuestro pasado–presente, en los que coincidimos todos los ecuatorianos, tanto como las narrativas divergentes pero fundamentadas, que no desvirtúen los hechos reales. Ciertamente los Estados nacionales están mutando, pero por largo tiempo serán necesarios unos referentes generales sobre nuestro pasado, y unas utopías que sustenten la idea de un destino común. Entonces, más allá del proscenio, a las luces del Bicentenario les toca iluminar las sombras y dejar oír a todas las memorias, principalmente a las que hasta ahora están invisibilizadas.
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