La directora del Festival Ambulante, Elena Fortes, lamentó que no haya habido ningún cambio trascendental con respecto al rol y la percepción de las mujeres en México
Siempre he estado en contra de la categorización. Soy
feminista. Defiendo la igualdad de las mujeres en todos los ámbitos. Sin
embargo, me parece que el término “feminismo” ha adquirido, de la misma
manera que la palabra “documental”, una connotación negativa en los
últimos años, que no ha hecho más que alimentar prejuicios y simplificar lo que representa como movimiento y conjunto de ideologías.
Yo tiendo a favorecer una noción mucho más fluida del género y de los géneros, y considero que a veces es necesario eliminar las etiquetas, las categorías y las fronteras para elucidar su origen y sus matices.
Cuando empecé a trabajar en Ambulante tenía 24 años de edad. Durante los 9 años que he colaborado en el festival, no siento que haya habido un cambio trascendental en el país con respecto al rol y la percepción de las mujeres.
Afirmar que las cosas han cambiado radicalmente, al menos en mi experiencia, es participar de un optimismo ingenuo.
El caso de Yakiri es quizá el recordatorio más reciente. Es cierto que
en el ámbito del cine han destacado muchas más mujeres que hace 10 años.
Mariana Chenillo, Yolanda Cruz, Natalia Beristain, Lucía Gajá, Natalia
Almada, Tatiana Huezo, Yulene Olaizola, Luciana Kaplan, Christiane
Burkhard, María José Cuevas, Elisa Miller, Mercedes Moncada, entre
otras, forman parte de una generación de cineastas que han logrado trascender las barreras de género y del mercado internacional.
También es cierto que, en este sentido, la tecnología y
las nuevas plataformas han permitido amplificar otras voces, y han sido
fundamentales para el empoderamiento de grupos vulnerables y la transmisión audiovisual a gran escala de diversas visiones del mundo. Sin embargo, las decisiones de peso en la industria cinematográfica siguen dependiendo de una estructura patriarcal.
Me gustaría aprovechar esta columna para compartir
algunas de las situaciones a las que yo y mis colegas nos hemos
enfrentado a lo largo de los años. La intención no es reafirmar lo que ya conocemos, si no hacer un llamado urgente a un cambio que actitud, que a mi parecer, es en gran parte responsable de la permanencia de estas estructuras.
En el año 2006 trabajé con un coordinador de prensa quien se rehusaba a responder a cualquiera de las preguntas que yo le hacía.
Si le hacía una pregunta y nos encontrábamos en una habitación con un
hombre, le respondía directamente a aquel hombre. De lo contrario,
consideraba que la pared o el techo eran un mejor receptor.
En 2010 yo y una de mis colegas asistimos a una cita con un diputado federal en el restaurante del Presidente Intercontinental.
Mientras observábamos cómo se canalizaban involuntariamente nuestros
impuestos hacia las mimosas y salmón ahumado que formaba parte de su
desayuno, nos recibió con: “Vaya, finalmente me mandan a chicas guapas.”
En 2011, durante una comida en la residencia oficial, el gobernador en turno de un estado invitó a mi colega a sentarse en su pierna con un “¡Véngase pa’ca!”
para que le expusiera “con mayor detalle” los planes que teníamos para
llevar el festival a aquel estado. Nunca fuimos a ese estado.
Recientemente, y después de ponderarlo durante varios
días, llamé a un estudio de televisión para hacerles notar que habían
editado una conferencia de prensa de manera que en el resumen noticiario
únicamente aparecían las intervenciones masculinas, cuando éramos 4 las mujeres ponentes, además de ser las más relevantes. La respuesta fue que no tenía sentido mi comentario porque la edición había estado a cargo de una mujer.
Estas son solo algunas de miles de anécdotas machistas que forman parte de la historia de Ambulante. No
es coincidencia que el equipo de Ambulante esté conformado en gran
parte por mujeres jóvenes, o que la programación de Ambulante cuente cada año con una representación femenina cada vez más potente.
Se podría decir que esto último representa una manera
sutil de protesta. Pero lo importante es que en todas estas
situaciones no hubo una reacción de nuestra parte. Actuábamos
como mujeres de teflón, ignorando la situación, dejando que se nos
resbalaran los comentarios, continuando como si nada.
Por ello, aprovecho precisamente el título de esta columna para reivindicar a las mujeres de hierro y hacer un llamado a todas las mujeres a desechar el forro de teflón. Es el primer paso en un largo camino que queda por delante para comenzar a desarticular las estructuras de poder que se validan desde que somos niñas y jugamos con muñecas y nos vestimos de rosa.
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