miércoles, 21 de noviembre de 2012

Blog Posos de anarquía: Lo que importa África



África importa poco o, por ser más precisos, importa sólo para lo que importa. Para darse cuenta de ello basta tomar un ma-pamundi y comprobar la imprecisión del mismo. El continente africano,  con más de 30 millones de kilómetros cuadrados, aparece prácticamente del mismo tamaño que Norteamérica, con 6 millones de kilómetros cuadrados menos de superficie. Visualmente, si cogiéramos las superficies de todo EEUU, España, Reino Unido, China, Francia, Alemania, India o Italia y las superpusiéramos sobre África seguiría quedando espacio sin cubrir. Los mapamundis, claro está, se hacen en Occidente (y Hemisferio Norte).

Lo que parece una mera anécdota sirve para ilustrar el desapego de lo que se denomina mundo desarrollado -y que ahora se cae a trizas- por África. Básicamente su importancia descansa en dos únicos factores, economía y seguridad, aunque la segunda siempre es consecuencia de la primera. No importa tanto el desarrollo de los países africanos como lo que podamos explotarlos para seguir creciendo nosotros. Mirar a algunas de las proyecciones que se realizan es suficiente para constatar este hecho: en veinte años, África tendrá la población más joven del mundo y la mayor cantidad de mano de obra barata. Se prevé que para 2040 habrá 1.100 millones de trabajadores africanos sin formación, pues la diferencia de licenciaturas sociales frente a las ingenierías es brutal a día de hoy. Le arrabatará esa plaza a China, que es quien ahora la ostenta en lo que no es, precisamente, un paraíso de respeto por los Derechos Humanos.

La propia ONU, a través de su Comisión Económica para África (UNECA), se refiere al continente como polo de desarrollo global, fijando para 2020 tres grandes mercados: Nigeria (Lagos), Sudáfrica (Johannesburgo y Ciudad del Cabo) y Egipto (El Cairo y Alejandría). Global, esa es la clave, porque toda acción llevada a cabo en África siempre es interesada y cortoplacista. Dicho de otro modo, ayudar al desarrollo local y generación de infraestructuras productivas no cabe en la cabeza del mundo desarrollado, salvo si es a cambio de esquilmar los recursos naturales de los países africanos.

Lo mismo sucede con la seguridad, aunque de los conflictos que se viven en África no nos llega ni una décima parte de los que acontecen. ¿Cuáles nos llegan? Aquellos en los que las masacres son imposibles de ocultar o, como el caso del Sahel, las que salpican a Occidente de pleno. Miremos a Malí, por ejemplo. ¿En algún momento se ha buscado la estabilidad de la zona para contribuir al desarrollo local que, a largo plazo, beneficiaría al resto de la Comunidad Internacional? En absoluto, porque los brazos del capitalismo depredador se extienden por doquier, incluida a la seguridad.

El problema es que siempre lo ha hecho de una manera necia, sin previsión, cortoplacista, como he mencionado. Así, Francia es hoy el mayor impulsor de la intervención militar en Malí (el próximo 27 de noviembre se reúne el Consejo General de la ONU para debatirlo). Curiosamente, este mismo país fue uno de los que más forzó las divisiones étnicas cuando a finales del XIX culminó su colonización africana. Divide y vencerás, pensó, y a la larga se ha vuelto en contra de ellos mismos, pues hasta la llegada de los colonos los diferentes grupos étnicos habían convivido en un marco de razonable vecindad, enfrentándose pero también aliándose, incluso, casándose entre sí.

Ahora, a pesar de que buena parte del Ejército maliense y de su población están en contra de la intervención militar, es posible que ésta se produzca, no porque la Comunidad Internacional vele por la seguridad de civiles malienses, sino porque Malí se considera un foco terrorista. Esta misma semana, durante la inaguración de la Cátedra sobre Cultura de la Defensa en la Universidad CEU San Pablo de Madrid, el general Miguel Ángel Ballesteros lo dejaba claro al afirmar que “el Sahel es nuestro problema, uno de los principales que tenemos ahora”.

Nada importa el millón y medio de malienses afectados por la hambruna o los más de 300.000 desplazados; lo importante es cuidar del fuerte de Occidente sin ni siquiera recapacitar que la estabilidad en esos países no debería llegar por vía de las armas, sino del desarrollo local que, a su vez, trae prosperidad, desterrando conceptos como la competitividad -que en este caso es imposible con las subvenciones que otorgan los Gobiernos occidentales a sus propios productores- o la relación desarrollo y crecimiento, que no han de ir parejas.

La cosa aún es peor porque, ya no sólo referido a Malí y su intervención militar, sino a todos los nuevos procesos democráticos abiertos en el Norte de África, Ballesteros asegura que es necesario la Unión Europea los monitorice y “trate de influir en esos nuevos escenarios, porque el futuro de esos países será fundamental para la seguridad de Europa”.  ¿Por qué los pueblos no pueden dirigir sus propios destinos? ¿Por qué en lugar de intoxicar con políticas que a nosotros ya nos han conducido a una crisis colosal no propiciamos la prosperidad necesaria que traiga aparejada esa ansiada seguridad? Y, sobre todo, ¿cuándo entenderemos de una vez por todas que seguridad no es dominación?

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