De extracciones de minerales a extracciones de derechos humanos, la maquinaria no suele diferir. El Gobierno de Sudán anunció la pasada semana la concesión de 50 contratos internacionales para la explotación de sus yacimientos de oro en seis Estados del país, entre ellos, la región de Kordofán del Sur, sede de violentos combates fronterizos. «El mayor reto ahora es contener el agujero presupuestario que han dejado los ingresos del petróleo. No hay intenciones ocultas», asegura a ABC Abdel Baqi al Jailani, ministro de Minería del país africano.
Sinceras o no (de los tres nuevos países que participarán del pastel minero -Jordania, Turquía y China-, tan solo el primero reconoce plenamente la autoridad del Tribunal Penal Internacional, quien ha ordenado la detención del presidente Omar al Bashir por crímenes contra la humanidad), las palabras del político reflejan el actual agujero económico de Sudán.
No es un problema menor. Desde la independencia del Sur el pasado 9 de julio, la producción de crudo por parte de Jartumse ha reducido hasta los 117.900 barriles diarios (cuando la conjunta entre ambos territorios ascendía a 459.900). «Jartum siempre mintió sobre la capacidad real de sus reservas. Ahora le toca asumir sus consecuencias», asegura a este diario Deng Alor Kuol, titular de Exteriores de Sudán del Sur. Y es precisamente, tras el embuste, cuando la búsqueda de ingresos alternativos se presenta necesaria por parte del Gobierno de Bashir (porque la defensa de los derechos humanos es ya otra historia).
Expolio consentido
A finales del pasado año, Sudán firmó cuatro acuerdos para la extracción de oro y hierro con empresas internacionales, entre ellas, una filial de la británica Toro Gold. De igual modo, la canadiense La Mancha cuenta con el 40% de los derechos de explotación de la mina de Hassai, cuyas reservas ascienden a 579.000 onzas de oro. Curiosamente, el yacimiento se encuentra a tan solo 30 kilómetros de Bir Ajam, localidad natal de Bashir.
«Sudán es uno de los últimos países africanos que tiene un potencial significativo de oro y no ha sido objeto de intensa exploración sistemática en la era moderna», reconocía Howard Bills, de la empresa minera Toro Gold, durante la cumbre celebrada a comienzos de octubre en Jartum. En otras palabras, en este expolio consentido, es ahora el turno de Sudán. No en vano, desde el pasado año, esta industria da empleo a cerca de 200.000 personas en el país africano.
Aunque otros ya tuvieron (y tienen) similar destino. En 2005, un informe de Human Rights Watch denunciaba que la sudafricana AngloGold Ashanti subvencionó, en la República Democrática del Congo, a la milicia Frente Nacionalista e Integracionista para proteger la mina de Mongbwalu. En sus alrededores, cerca de 2.000 personas fueron asesinadas. «Estas muertes son sólo una parte de los cuatro millones de civiles que han perdido la vida en el Congo (a partir de 1998), el conflicto más sangriento desde el final de la Segunda Guerra Mundial», reconocía el informe.
Aunque el enemigo, a veces, se encuentra en la propia casa. Solo tres años después, otra investigación, en este caso de la ONU, revelaba la implicación de «cascos azules» paquistaníes en una trama de venta de armas a grupos rebeldes a cambio de oro procedente de los yacimientos del Este del país. En la región, a nadie pilló por sorpresa. Convertido en los últimos años en el centro financiero del coltán –mineral indispensable para la fabricación de productos electrónicos–, la región de los Kivus, en la frontera entre el Congo y Ruanda, ejemplifica a la perfección las contradicciones del llamado «oro azul». Un verdadero Wall Street del coltán y el oro, cuyos 200.000 habitantes sobreviven bajo la más absoluta miseria, pero que cuenta con dos de las principales distribuidoras dedicadas a su exportación: JMT y Olive Depot.
Contaminación
Precisamente, para paliar esta carnicería, el Gobierno de Kinshasa obligó, en septiembre de 2010, a todas las compañías mineras de oro que operaban al este del país a cesar su actividad. La medida, de la que estuvo exenta la canadiense Banro, tan solo duró seis meses (algunas analistas aseguran que el veto fue ideado para beneficiar a la propia empresa norteamericana).
Sin embargo, las miserias en la extracción de este mineral no se limitan al Congo y Sudán. Recientemente, la organización Action Aid denunciaba en un informe -«La fiebre del oro: el impacto de la extracción en Ghana»- la escandalosa contaminación sufrida en las zonas lindantes a la mina de Obuasi. Las cifras eran pavorosas: solo los acuíferos de esta localidad del sur ghanés contaban con unos niveles de hierro y manganeso 38 veces superiores al máximo legal. ¿La compañía gestora de este yacimiento? De nuevo, la infame AngloGold Ashanti. Porque la carretera entre Sudán, Congo y Ghana, a veces, es de línea recta.
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