Cómo es sabido, históricamente, la sexualidad y la reproducción han sido ejes de la dominación y sometimiento de las mujeres en las diversas sociedades. Distintas regulaciones han normado la sexualidad y de múltiples formas se ha controlado el cuerpo de las mujeres. La ausencia de control sobre el propio cuerpo ha sido una de las claves de la dominación masculina. Por ello, la transformación de las relaciones de poder subyacentes a estas restricciones y la reivindicación de derechos y libertades en estos espacios han sido parte fundamentales en las luchas por mejorar la condición de las mujeres.
Los movimientos de mujeres y feministas han articulado discursos que apuntan a recuperar la sexualidad y la reproducción como espacios de libertad. Han enunciado los derechos sexuales y reproductivos como componentes fundamentales de los derechos humanos, en tanto estos derechos procuran liberar los cuerpos de las restricciones, dignificando la capacidad de cada persona a tomar sus propias decisiones, e interpelando a los estados a la protección de dicha autonomía y a garantizar aquellas condiciones mínimas de bienestar que hacen posible y dan sentido a dicha libertad.
La lucha por los derechos humanos sexuales y reproductivos, entre ellos el aborto seguro, se inscribe en al tarea más amplia de asegurar el ejercicio pleno de los derechos humanos por parte de todas las personas, en especial para las mujeres.
Precisamente por sus contenidos y potencialidades, los derechos sexuales y reproductivos son un espacio de disputa política significativa en todo el mundo. Chile no escapa a ello. La protección de estos derechos exige el reconocimiento de las mujeres como sujetas de derechos y ciudadanas, el reconocimiento de su autonomía y el respeto al cuerpo de las mujeres como territorio propio.
El modo como las distintas sociedades –a través de las leyes y políticas públicas- enfrentan el aborto da cuenta del reconocimiento o no de las mujeres como sujetas de derechos y de la posición que éstas ocupan en la estructura social. Chile es uno de los pocos países en el mundo (además de República Dominicana, Nicaragua, El Salvador y Honduras en la región) que penalizan el aborto en toda circunstancia, incluso cuando se trata de proteger la vida y la salud de la mujer embarazada. Hasta 1989, como es sabido, se permitió en el país el aborto terapéutico; su derogación, en septiembre de ese año, fue uno de los últimos ejercicios de poder despótico de quienes gobernaron dictatorialmente el país entre 1973 y 1990, afectando gravemente los derechos de las mujeres.
Por múltiples, complejas y variadas razones, miles de mujeres se ven enfrentadas a la necesidad de interrumpir un embarazo que no pueden llevar a término. No se trata de una decisión trivial en lo absoluto. Sin embargo, muchas de estas mujeres viven en países como el nuestro, donde el aborto está prohibido. A consecuencia de esta penalización, su práctica se torna ilegal y consecuentemente clandestina e insegura, transformando al aborto en un problema de salud pública, de justicia social, de derechos humanos y de democracia, que afecta gravemente a las mujeres.
Avanzar hacía una profundización de la democracia cuyos pilares sean la igualdad, a la libertad y a la justicia, implica abrir el debate sobre la maternidad voluntaria y el derecho básico de habitar un cuerpo propio, de tomar las decisiones autónomamente y de dejar de ser un cuerpo tutelado.
Por Carolina Carrera
Directora Corporación Humanas
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