Desde hace varios años que hago investigación sobre el racismo en Guatemala. Me he distanciado de varias posiciones.
Por Rolando Flores
En primer lugar, me ha parecido que no lleva a ninguna parte explicar el fenómeno creando una división esencialista entre indígenas y ladinos. La fórmula sería que el ladino es esencialmente discriminador y el indígena esencialmente discriminado. En segundo lugar, he tomado distancia de comprender únicamente el racismo como una forma de discriminación establecida por diferencias físicas o biológicas. No han sido pocos los científicos sociales que, partiendo de esa idea, sugieren que en Guatemala no existe racismo porque los fenotipos entre indígenas y ladinos son prácticamente los mismos. En tercer lugar, me parece simplista el planteamiento que afirma que en Guatemala existe discriminación étnica y no racismo. Finalmente, en cuarto lugar, he considerado limitados los planteamientos que pretenden diseminar el mestizaje como mecanismo generalizado, de entendimiento intercultural, para resolver un problema que no se comprende del todo. Todas las posiciones anteriores, de una u otra forma, generan matrices de universalización que reproducen los patrones coloniales del poder.
Mi posición es que no se puede partir de una definición general y simplista que plantee que el racismo es un fenómeno correlativo únicamente a la discriminación racial de un grupo definido hacia otro, sea por diferencia cultural o física. Considero que el racismo guatemalteco amalgama en la colonialidad actual, discursos, cuerpos, posiciones, relaciones y jerarquías. En Avancso, desde el Área de Imaginarios Sociales, construimos en este momento una hipótesis que busca abrir el análisis a esta complejidad. No podemos exponer el detalle de cada uno de sus elementos en una columna de opinión. Podemos esbozar únicamente su estructura, develar el esqueleto. Más adelante, en otros artículos, abordaré detalladamente cada uno de los puntos presentados a continuación.
Opuesto a lo que comúnmente se cree, quienes primero se racializan a sí mismos son los europeos. Los españoles lo hacen en principio para establecer distancia de los 800 años de ocupación árabe en la península. Pero en general, se le encuentra una especial funcionalidad al momento de colonizar las “tierras nuevas”. Lo hacen para distinguirse del resto del mundo, al tiempo que generan cohesión e identidad de grupo/raza. La “raza blanca” es introducida al imaginario junto a la idea de la superioridad. Luego, con los otros, se hace lo mismo pero a la inversa. La “raza indígena” aparece primero en el imaginario colonizador como un cuerpo sin alma. Poco después, se le “concede” un alma, pero saturada de servilismo: el indio como un cuerpo portador de un alma dispuesta para la servidumbre. Desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XIX el pueblo de indios es utilizado como una máquina de control y vigilancia de los indígenas. Se reinventa el territorio y se produce nueva población. El poder pastoral de la Curia cumple la función de vigilante del orden, el diezmo y la reproducción social del colonialismo.
Hasta el siglo XIX Europa es el centro de la política para América Latina. Además de estar subordinados al Rey y a Roma, ocupar localmente cargos administrativos, en la Curia, recibir educación de élite; en suma acceder a posiciones privilegiadas, era algo que tenía como prerrequisito el demostrar documentaciones que evidenciaran la limpieza racial (blanca/europea). Con el desarrollo de la república en el siglo XX las relaciones administrativas y los privilegios de la europeidad se transforman, pero no desaparecen. La centralidad del poder que tenía el pueblo de indios se desplaza a la finca cafetalera. Son dos modelos de colonialidad población/territorio diferenciables. Ahora, se produce un nuevo proceso de reterritorialización acompañado de la invención de nuevas subjetividades: el mozo colono y el jornalero.
La élite criolla colonial desde el siglo XVI (finquera desde el XIX) despliega rigurosos mecanismos de control de la sexualidad femenina, mediante el establecimiento de un sistema de alianzas matrimoniales que sigue funcionando al día de hoy. Los hombres podían tener cuantos “hijos de patio” quisieran; eran “libres” de violar mujeres indígenas, sin que con ello se rompiera el linaje. Por su lado, las mujeres criollas debían proteger la frontera racial por la vía del cuidado del sexo y la reproducción de la “virtud” matrimonial. Se produjo una multiplicidad de modelos sexo/género ingresados en una matriz de racialización. Aunque jurídicamente no hubo ley alguna (es más que nada costumbre convertida en ley), criollos se casarían únicamente con criollos o, en el mejor de los casos, con europeos que vinieran a refrescar el desgaste producido por varias generaciones de “endogamia” funcional. De ahí se explica el valor agregado que se le da a la sangre nueva de los españoles recién llegados (o europeos en general) que hoy reproducen muchas personas en el país que piensan en “casarse bien” y ponen la mira matrimonial en extranjeros blancos.
Aparece una nueva práctica colonial durante el siglo XIX, con el ascenso de los ladinos a espacios administrativos y comerciales y, más aún, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, con la generalización de ideas eugenésicas provenientes del positivismo europeo. El mejoramiento racial se disemina, desde el eurocentrismo, al resto de “clases sociales”. Lo que antes servía como un mecanismo de diferenciación, autoafirmación y segregación, ahora se transforma también en un dispositivo de deseo. Deseo (ahora motor del racismo) por el mejoramiento racial, que se hace acompañar de la idea de la superación, la civilización, la razón: todo aquello que la cultura occidental ondea como bandera de superioridad. Los ladinos son ahora, no solo aquellos que mejor han aprendido la usanza española, a quienes se les puede sacar un mejor provecho en el progreso de la nación, sino mestizos que han mejorado la raza: tienen algo de blancos. Sin embargo, tener algo de blanco implica también tener algo de indígena. Eso genera un déficit racial que produce una incesante búsqueda de más blanqueamiento, por un lado y un fuerte desprecio por la fuente de la “impureza”, por el otro.
Establecer jerarquías de relación entre posiciones racialmente definidas es, entonces, la otra gran tarea de la colonialidad. No se trata solamente de que los individuos mejoren la raza mediante alguna estrategia de alianza determinada, sino también, de producir un cuerpo racialmente superado, que se puede distinguir de alguien que se encuentra en algún escalón inferior del proceso. Siempre habrá alguien racialmente más “degenerado”.
El ladino no puede ser racista hacia el blanco criollo que es racialmente “superior”, pero sí puede serlo hacia el indígena que es racialmente “inferior”. De la misma forma, en pueblos y cabeceras departamentales existe el imaginario de que se ha mejorado la raza acompañado de haber alcanzado un mejor nivel económico. De ahí vemos el maltrato del indígena de pueblo hacia el “indio” de la aldea o el desprecio hacia el jornalero o el mozo colono de la finca. Una de las primeras cosas que hacían en los setentas algunos de los nuevos profesionales indígenas de occidente era buscar esposas ladinas del oriente o extranjeras: allí donde fuese más próxima la posibilidad de blanqueamiento se dirige la mirada del poder colonial.
El racismo puede ser comprendido como una serie de determinantes coloniales que estructuran posiciones sociales concretas y sus relaciones. En el caso guatemalteco nos enfrentamos ante unas determinantes que ubican la blancura (el imaginario de esta) en el polo superior de la jerarquía racial, mientras que el indio de aldea, el mozo colono, el indio de montaña ocupan la posición inferior. En medio, sea en posiciones un tanto superiores, un tanto inferiores, nos encontramos el resto: ladinos, mestizos, mayas, etcétera. Esas posiciones conllevan ciertos privilegios “raciales” que hacen más fáciles nuestras vidas. En la jerarquía racial pareciera haber cierta posibilidad de cambio. No es que una persona esté destinada a ocupar la misma posición el resto de su vida: las estrategias de alianza, la profesionalización, las políticas de reconocimiento, la ciudadanización, parecen ser atributos que permiten movilidad. Ninguno de ellos implica un proceso de descolonización, sin embargo. Por ello el racismo se mantiene vivo a pesar de proyectos liberales como el multiculturalismo, la interculturalidad, los discursos del mestizaje, etcétera.
Pareciera que fácilmente se transita de la posición de opresor a la de oprimido. Las estructuras de la colonialidad doméstica no solo lo permiten, sino lo promueven. Pero ese no es el problema de fondo. En Guatemala todos hemos sido parte del proyecto colonizador: en ocasiones como víctimas, en otras como victimarios. Nuestra posición relativa en la sociedad (de privilegio o subordinación) es una muestra de ello. La descolonización es algo que deberá afectar tanto a criollos como a ladinos, a mayas como a indígenas que trabajan en fincas de jornaleros o viven en la extrema pobreza en las aldeas. No es que únicamente los indígenas sean quienes han de liberarse de la opresión de los ladinos. Los ladinos han de liberarse también de la opresión colonial al dejar de reconocer la superioridad racial blanca (incluso los criollos podrían hacerlo). Al hacer eso se dará un importante paso en la lucha contra el racismo.
Pero luchar contra el racismo no se trata solamente de maquillar la discriminación. La economía, la política, el sexo, la tierra, la escritura, todo debe formar parte de los objetivos tácticos de una estrategia antirracista decolonial. Un ejemplo de eso puede ser el fermento de liberación en la resistencia de las comunidades que luchan por sus territorios y se oponen a la penetración de corporaciones nacionales y transnacionales; quienes luchan contra la opresión del Estado, contra el poder finquero, la minería, las hidroeléctricas, etcétera.
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