No fue hace mucho que las tribus Inuit lograron finalmente abandonar una costumbre ancestral:
cuando sus viejos no eran capaces de proveer su propio sustento, se
alejaban en solitario a dejarse morir en el hielo. No eran los únicos
apegados a esta drástica tradición, de valor moral estremecedor y
racionalidad bien evidente. Durante milenios, la productividad del
trabajo en muchas comunidades era tan escasa, que sólo alcanzaba para
reproducirlas. El excedente era apenas suficiente para sostener a los
críos, puesto que incluso los niños debían trabajar para proveer parte
del suyo.
El inicio de la historia humana
coincide, precisamente, con la era en que la incrementada productividad
del trabajo posibilitó la generación de excedentes más pródigos. La
agricultura hizo posible que el producto de parte de la jornada de
trabajo pudiese destinarse a fines diferentes al sustento del propio
trabajador.
Dichos excedentes constituyen la base de
todas las civilizaciones. También sostienen todos los señoríos y sus
correspondientes formas de servidumbre. Asimismo, imponen la obligación
moral de cada generación de sostener dignamente a sus viejos. Ésta es la
norma esencial que vino a reemplazar el código primigenio que les
ordenaba abandonarse a la muerte.
El haber pretendido imponer la ilusión
de romper esta cadena secular de solidaridad entre generaciones, es
quizás el aspecto más perverso del esquema de jubilaciones impuesto en
Chile por la dictadura de Pinochet y los “Chicago Boys”, que se mantiene
intacto hasta el día de hoy. Aparte de apropiarse las contribuciones a
la seguridad social, rebajar drásticamente las pensiones y discriminar a
las mujeres, desde luego.
Evidentemente, los que trabajan son,
siempre han sido y serán, quienes mantienen a los que están
incapacitados para hacerlo. El pan que desayunan cada mañana los
jubilados de todo el mundo, es horneado esa misma madrugada por
trabajadores en actividad. Así ocurre con la mayor parte de lo que
consumen cotidianamente los mayores, los incapacitados y los niños. En
todas las civilizaciones, cada persona que trabaja tiene la obligación
moral de sostener a quienes no pueden hacerlo. Las modernas sociedades
la imponen por ley.
Los diferentes esquemas previsionales
son mecanismos de cálculo, simples o enrevesados, que determinan la
cantidad de bienes y servicios que cada sociedad destina para sostener a
sus mayores. Por este motivo, los cambios demográficos que alteran la
proporción entre activos y pasivos, afectan a todos los sistemas
exactamente por igual.
También en los esquemas de
capitalización, son los que trabajadores en cada momento, los que
sostienen a sus mayores, a quienes traspasan cotidianamente una cuota de
los bienes y servicios que producen. Es verdad que algunos de los
bienes que requieren los adultos mayores pueden provenir de años
anteriores, como sus casas, algunos equipos e incluso su ropa, los que
usualmente prefieren conservar con cariño. Sin embargo, el grueso de lo
que consumen es producido cada año, cada mes, cada día.
La ilusión promovida por la llamada
“capitalización individual”, que asume que cada jubilado se va a
sostener con lo que ha ahorrado a lo largo de la vida, no es sino eso,
una ilusión. El dinero recaudado mensualmente por dichos sistemas -una
vez descontadas las comisiones y primas de sus administradores, que
suelen ser suculentas-, se “invierte” de inmediato, en bonos y acciones
de empresas privadas o en bonos del Estado, principalmente. Las
instituciones a cargo de la recaudación no mantienen ni un solo peso en
sus cofres, excepto la calderilla requerida para sus gastos diarios. Los
“fondos de pensiones” están conformados exclusivamente por papeles,
bonos y acciones, que otorgan a sus tenedores derechos sobre futuras
ganancias o impuestos, los que serán generados por los trabajadores en
actividad en ese momento.
Sin embargo, promueven la ilusión que se
trata de ahorros acumulados por personas individuales. Los esquemas de
reparto, en cambio, que utilizan las contribuciones a la seguridad
social e impuestos de los trabajadores activos para pagar pensiones,
hacen explícita esta solidaridad ínter generacional.
En las sociedades tradicionales, cada
persona que trabajaba debía sostener a uno que no podía hacerlo. Estos
últimos eran casi todos niños, quienes constituían a lo menos la mitad
de la población, mientras los ancianos eran muy escasos. Las mujeres
parían muchos hijos, sabedoras que ellos constituían la principal
riqueza de la familia campesina, pero la mayor parte moría antes de
llegar a trabajar. Los que lograban hacerlo tampoco vivían muchos años.
Eran sociedades que trabajaban apenas para sobrevivir. Vivían poco, en
condiciones muy duras y su número crecía muy lentamente. Sin considerar
las sequías, pestes y otras catástrofes naturales, que las diezmaban de
tanto en tanto. Lo mismo sucedía con la productividad del trabajo y los
excedentes, que crecían poco y nada.
La urbanización masiva que viene
cursando desde hace dos siglos cambió radicalmente todo lo anterior. Las
mejores condiciones sanitarias multiplican las poblaciones. Pero sólo
hasta que las mujeres reducen drásticamente el número de nacimientos.
Durante esa transición, el número de los que trabajan llega a duplicar a
los que no pueden hacerlo. A lo largo de varias décadas, cada persona
activa sólo necesita proveer la mitad de lo que requiere cada pasivo. Ésta es la óptima situación demográfica chilena actual. Hace un siglo, en cambio, el número de activos era igual al número de pasivos; niños estos últimos en su abrumadora mayoría.
En las sociedades urbanas maduras, la
vida se prolonga muchos años y la proporción de adultos mayores aumenta
considerablemente, al tiempo que se reduce la de niños. Al final, se
restablece el equilibrio de siempre: el número de los que pueden
trabajar vuelve a igualar a los que no pueden hacerlo. Sólo que estos
últimos ahora no son sólo niños sino también adultos mayores. Los
pueblos que han alcanzado ese estadio ya no trabajan para sobrevivir,
sino para vivir muchos años.
Y viven bien o al menos disponen de
muchos bienes. Al migrar a las ciudades, las manos del campesino
adquieren el Don del Rey Midas: todo lo que tocan se convierte en oro.
No sólo producen pan sino al mismo tiempo dinero, puesto que aquel se
vende y compra en el mercado, mientras antes lo consumía la misma
familia que lo producía.
Masas de hombres, a quienes en la
generaciones siguientes se suman sus mujeres, dispuestos y forzados a
vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, conformaron la base
de un nuevo modo de producción, que en su ansia ilimitada de ganancias,
revoluciona constantemente la fuerza productiva del trabajo. Ni que
decir que, precisamente por este motivo, genera constantemente
contradicciones de todo tipo, las que resuelve en crisis periódicas que a
veces resultan devastadoras.
Este cambio epocal en las formas de vida
y trabajo ha alcanzado ya a la mitad del planeta. Avanza de manera
arrolladora sobre la otra parte de la humanidad, que está migrando a un
ritmo vertiginoso a las gigantescas metrópolis donde se están gestando
las dimensiones definitivas de la era moderna. Si logra encadenar los
demonios de la depredación de la naturaleza, el fascismo y la guerra,
que asolaron la referida transición en Europa durante el siglo XX, la
humanidad entera logrará alcanzar los niveles de bienestar que hoy
disfrutan los países que la iniciaron.
Considerado en su conjunto, el mundo del
siglo XXI es todavía una sociedad en plena urbanización. Una economía
emergente, como se denominan hoy a las que están en ese trance. Por
ello, la proporción entre quienes pueden trabajar y los que no pueden
hacerlo, continuará mejorando a favor de los primeros. Durante la mayor
parte del siglo, la humanidad seguirá disfrutando de este “bono
demográfico”, como se denomina la disminución progresiva de la carga de
los pasivos sobre los activos. Ello permitirá destinar una proporción
creciente de la jornada de los segundos, para que todos vivan mejor.
El espantajo del envejecimiento es un
temor infundado si se considera el mundo en su conjunto. Las migraciones
hacia los países más maduros, permitirá que también éstos se beneficien
en parte con este “bono”. Cuando complete su urbanización y alcance las
proporciones demográficas de los actuales países desarrollados, la
humanidad no habrá sino restablecido la regla secular: cada ser humano
activo deberá sostener nuevamente a un pasivo. Sólo que ahora, la
incrementada productividad del trabajo prodigará una abundancia general.
Como todos los que trafican con temores
de la gente, las motivaciones de quienes agitan este espantajo son
inconfesables: buscan justificar una rebaja de beneficios, con la idea
de echarle el guante a parte de los recursos que las sociedades destinan
a sus viejos.
En Chile lo han logrado durante treinta años. ¿Permitiremos que lo sigan haciendo?
Manuel Riesco
Economista Cenda
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