La lucha de la población LGBTI por un trabajo digno en Colombia
Por: Santiago Valenzuela
Brenda y Laura Valentina durante un recorrido en el barrio Santa Fe / Fotos: Andrés Torres
Ella estaba mirando desde el
otro costado de la carrera séptima, con su chaqueta de la Alcaldía,
hacia el teatro Jorge Eliécer Gaitán. Allí había una fila de personas
con carteles de mujeres en traje de baño. Era jueves, 10 de octubre.
Dentro del lugar había un reinado de mujeres transgénero organizado por
el Distrito.
El
concurso se llama Mujer T. En sí, parecía un reinado tradicional:
desfiles, preguntas y música. Sin embargo, el jurado estaba premiando a
la mujer transgénero que estuviera desarrollado un proyecto local para
la población vulnerable en la ciudad. Ella, que se quedó en la calle
cuando adentro entregaban una corona, también es transgénero, es decir,
nació como hombre y en algún momento de su vida decidió dejar de serlo.
Pero no le interesaba la corona. Fue prostituta porque en ningún trabajo
la contrataron. No quiere decir su nombre. Solamente dice que ella es
una mujer más que hoy trabaja en Misión Bogotá, un programa distrital
que contrata a personas entre 18 y 32 años para que trabajen en
diferentes puntos de la ciudad, estudien y desarrollen un plan de
negocios.
“¿Quién más reina que
alguien como yo? ¿Que preferí trabajar por mis hijas aguantándome la
discriminación de la gente en la calle?”, dice. Como ella hay otras 180
personas que forman parte de la comunidad LGBTI (Lesbianas, Gays,
Bisexuales, Transexuales e Intersexuales) que hoy están en Misión
Bogotá. Trabajan tres días y estudian otros tres. Ganan $859 mil y
tienen la oportunidad de crear una empresa.
Antes,
cuenta Jorge Pulecio, director del Instituto para la Economía Social
(IPES) “Misión Bogotá era un proyecto (creado por Antanas Mockus) que
buscaba que los jóvenes contribuyeran a la cultura ciudadana siendo
guías de ciudad y gestores de convivencia. Con Samuel Moreno este
espacio se prestó para que cada concejal pasara una lista de muchachos
para que los inscribieran. Ahora nosotros vamos al barrio a buscar a las
personas y les damos prioridad a las trabajadoras sexuales, a la
población LGBTI , a las víctimas del conflicto y a los jóvenes que viven
en barrios disputados por pandillas”.
En
lo que va del año se han inscrito 181 personas LGBTI, 201 trabajadoras
sexuales, 27 personas en condición de discapacidad, 57 víctimas del
conflicto armado y 570 jóvenes que trabajan como gestores de
convivencia. En 2015 el Distrito aspira a que estén vinculadas 4.500
personas. Para lograrlo guardaron $14 mil millones (financiados con
ayuda de Transmilenio) para este proyecto.
Este
diario acompañó a cuatro personas (tres mujeres transgénero y una mujer
que fue trabajadora sexual) en sus jornadas laborales con el Distrito.
Además, habló con una de las aspirantes a Mujer T, quien, como otras
trans, quiere dejar atrás las peluquerías y los prostíbulos, y trabajar
en algo “que no sea impuesto por la sociedad”.
Diana
Guía de Misión Bogotá para las trabajadoras sexuales
Su
trabajo la remite siempre al pasado: cada día hace recorridos por
diferentes prostíbulos de la ciudad e intenta convencer a las
trabajadoras sexuales de que abandonen la prostitución. Lleva un año
trabajando con el IPES y dice que “son muchas desilusiones, porque
muchas de ellas prefieren quedarse ganando el doble de lo que les
pagarían en la Alcaldía”.
Ella, por
el contrario, empezó a dejar la prostitución cuando supo que llevaba
una niña en su vientre: “El problema es que no me alcanzaba para
sobrevivir y me tocaba irme a la calle y pues... Mi niña crecía y no
quería que supiera cuál era mi trabajo”.
Hoy
su hija tiene 12 años. Hace un año Diana dejó de ser trabajadora
sexual. En un recorrido por el Restrepo les decía a las mujeres que
pacientemente esperaban por sus clientes que “en el IPES sí pagan. Es
poquito, pero pagan. Usted no va a ser bella toda la vida y además no
tiene bachillerato. ¿Qué se va a poner a hacer?”.
Diana
está validando y sólo le falta terminar 11: “Quiero hacer un técnico en
administración cuando termine el colegio. Todavía me alcanza el
tiempo”. Aunque tiene 28 años, dice que es mucho lo que ha avanzado,
porque cuando estudió sólo pudo llegar hasta séptimo grado. (Vea el video)
En
el recorrido ninguna trabajadora sexual se inscribió en el programa:
“Ellas se acostumbran a esa vida. Hay mucho trago, mucha droga, y ellas
se acostumbran a eso. Si quieren pueden ganarse más de $850.000 a la
semana, pero ¿a costa de qué? Cuando a mí me tocó salir a la calle tuve
que aprender a someterme a lo que quisiera el cliente. Desde que me
portara bien me pagaban y no me hacían daño. Yo no podía defenderme y me
tocó acostumbrarme a eso. Allá uno sólo llega por necesidad”.
Hoy,
que está del otro lado del mostrador, dice que estar en un trabajo
formal es “positivo”. Pero no lo dice del todo convencida: “La gente que
sabe que fui prostituta me discrimina de diferentes maneras. Y es duro,
es duro regresar siempre a los bares y a los clubes. Uno se encuentra a
veces con niñas de 14 o 15 años. Yo prefiero que nadie sepa sobre mi
pasado”.
Jorge Pulecio, director
del IPES, admite que hay dificultades para concretar este proyecto con
las trabajadoras sexuales.
“Es difícil, porque allá les pagan mucho más.
Pero es una pelea que hay que dar. Del barrio Santa Fe hemos sacado a
cerca de 48. A veces pasa que regresan a ser trabajadoras sexuales
durante los fines de semana. Pero poco a poco se van convenciendo de que
es mejor el trabajo en el IPES. Nosotros tenemos un convenio con la
Secretaría de Educación para que los hijos de ellas puedan quedarse en
una guardería mientras ellas trabajan”. De acuerdo con el Centro de
Estudio y Análisis en Seguridad y Convivencia (Ceacsc), en la ciudad hay
cerca de 7.000 personas que trabajan en prostitución. (Vea la fotogalería)
Katalina Ángel Ortiz
La trans de las cárceles
Ella
fue la representante de la localidad de Barrios Unidos en el reinado de
Mujer T. Dice que conoce el programa del IPES, pero que “no es
necesario estar en la Alcaldía para y ayudar a la población LGTBI”. Hace
un año ella salió de la cárcel, luego de pagar una pena de 38 meses:
“Cuando salí empecé a trabajar con las mujeres trans de las cárceles.
Mucha de la ayuda que nos daban era por lástima, si acaso entregaban un
kit de aseo y yo no quería que siguiera siendo así”.
En
abril de este año hubo una convocatoria organizada por Red Somos para
los mejores proyectos de incidencia ciudadana. Katalina Ortiz recibió
$1’800.000 para trabajar en un plan piloto para la población LGTBI de la
cárcel La Picota. “Cuando estaba recluida me di cuenta de que había
mucha agresión verbal y física por parte de los funcionarios. Entonces
empecé por ahí: intentando sensibilizarlos. Luego hablé con los internos
y con las chicas que a veces se ponen muy agresivas”.
Luego,
cuando el ambiente estaba más tranquilo en el centro de reclusión,
Ortiz buscó a los médicos de la cárcel. “Ellos no sabían identificar los
problemas de salud que tiene una chica trans. Digamos, si necesita
hacerse un examen de urología, el médico debe saber que éste no se hace
como si se lo hiciera a un chico”. Ella también logró convencer a las
directivas de la cárcel de que dejaran ingresar “ropa y maquillaje.
Ellas tienen ese tipo de derechos, pero no lo saben”.
Dentro
de la cárcel dice que creó un grupo de danza y un programa de radio en
la emisora de La Picota, que se llamaba Rompiendo estigmas. Para
acercarse a los internos hizo obras de teatro. En medio de la soledad,
dice, “ellos valoraron eso. Les gustaba pensar en otra cosa y se
emocionaban cuando salía un proyecto artístico en el que pudieran
participar”.
Hubo un momento en el
que se quedó sin presupuesto y pensó en que algunas empresas privadas
subsidiarían el proyecto: “Eso es ser uno ingenua. En las empresas uno
está etiquetada como ladrona, agresiva, como puta o como peluquera. No
queremos ser ni lo uno ni lo otro. Esas etiquetas, les cuento, han sido
impuestas por ustedes, por la misma sociedad. Ha sido el único espacio
que nos han dado para vivir.”
Si se
cierran las puertas, a los trans no les queda otro camino que acudir a
la prostitución: “He trabajado en la calle. Y ahí tienes que aguantar la
violencia de tus clientes y de las mismas chicas con las que trabajas.
Llega un punto en que tienes que aguantar la violencia contigo misma: te
miras al espejo y tú te agredes por hacer cosas que de pronto no
querías hacerlas, pero que las haces por necesidad”. Este año Katalina
Ortiz quiere llevar su proyecto a la cárcel Modelo.
Brenda Paola Ortiz
Guía en Misión Bogotá
Brenda
Paola tiene 28 años y este es su primer trabajo formal. Antes, dice,
“fue imposible. Me tocaba salir a las calles o buscar el sustento a
través de medios virtuales”. En este momento está terminando el
bachillerato y quiere estudiar derecho o comunicación social. En junio
de este año, una amiga de ella que estaba inscrita en un programa de la
Secretaría de Integración Social le dijo que había cupos en Misión
Bogotá.
Cuando habla de su trabajo
dice que lo que más le gusta es que ha “aprendido mucho sobre Bogotá”. Y
no la han discriminado. Dice que cuando llega a las estaciones de
Transmilenio la gente la escucha porque tiene “autoridad. No todo el
mundo está preparado para estas situaciones. Lidiar con la turba de
gente que ni siquiera respeta la línea amarilla de Transmilenio”.
En
las calles no percibe tantos problemas. Si alguien la mira mal o le
dice alguna grosería, ella se da vuelta y deja de escuchar: “Lo que me
ha costado trabajo es que hay mucho desconocimiento por parte de algunas
personas que trabajan con nosotras”. Recuerda que cuando pasó su hoja
de vida para entrar a Misión Bogotá, estaba sentada en una sala con más
de 15 personas: “La persona que nos llamaba para recibirnos las carpetas
me dijo por mi nombre de hombre y todo el mundo volteó a mirar. Eso es
muy vergonzoso. Hay choques con las personas porque desde pequeños les
enseñaron a estigmatizarnos a nosotras; a decirnos locas, maricas. Yo
entiendo que es por la educación de las personas, pero eso debería
cambiar”.
De las mujeres trans
entrevistadas, ella es la única que dice que en el movimiento LGBTI hay
aspectos que deben cambiar para que el estereotipo deje de ser el mismo.
“Si nos generalizan a todas como escandalosas, es también porque eso es
lo que se vende. Es un imaginario que está porque tú ves y muchas trans
salen agresivas a hacer bulla en la calle y no piensan en que están
reforzando ese imaginario. Estoy cansada de que nos relacionen con el
carnaval, con el reinado, con la marchas de mujeres borrachas y
desnudas. Si esto sigue así, no nos van a tomar en serio”.
Tampoco
está de acuerdo con que las mujeres trans se abstengan de tener una
“familia común”. Ella vive con su esposo y sus suegros en una casa en el
sur de la ciudad: “Yo soy fiel y él también. Nos dedicamos a trabajar y
nada más. Hay momentos para todo. No todo puede ser rumba. Antes me
podía ganar hasta $3 millones en los medios virtuales. Pero es muy feo
estar en eso. Ahora está el trabajo y las mujeres trans tenemos que
asumirlo”.
Isabella Torres
Arquitecta en la Secretaría de Hábitat
El
caso de Isabella Torres es quizá el más alentador en lo que tiene que
ver con la vinculación de la población LGBTI al mundo laboral. Ella
diseñó la primera vivienda de interés social elaborada con materiales
reciclados. Tardó ocho meses buscando las herramientas y los recursos
para construirla y hoy su proyecto será replicado en diferentes zonas de
la ciudad.
“Me siento identificada
con los materiales reciclados, porque éstos pueden tener tan buena
calidad como cualquier otro. La gente usualmente los considera de
quinta, pero yo estoy demostrando que son igual de valiosos y que
nosotras también”, dice. Para llegar a su puesto de trabajo, para estar
cursando un posgrado en gestión ambiental y desarrollo urbano, tuvo que
dejar su identidad guardada para los fines de semana: “Esta es la
primera vez que puedo trabajar como quería. Antes, cuando estaba en el
IDU (Instituto de Desarrollo Urbano) o en la embajada americana, me
tocaba pasar de agache y arreglarme para los viernes y los sábados”.
La
casa que diseñó Isabella tiene 54 metros cuadrados y fue entregada con
acabados. Utilizó guadua (que se demora en crecer un año, mientras que
un árbol puede tardar 15 años); ladrillo reciclado; mármol sintético;
pulpa de papel reciclado; icopor; polialuminios; carcasas de
computadores y polietileno reciclado. Si el Distrito decide implementar
este modelo, se ahorraría entre 20 y 40% por vivienda. “La construcción
contamina tres veces más que los carros”.
Isabella
Torres sabe que su caso es una excepción: “ La población LGBTI necesita
más oportunidades de estudio. Las personas que nos señalan y nos juzgan
están en otra época. Para mí están en vía de extinción”. Antes de
llegar a ser arquitecta tuvo que ser obrero.
Laura Valentina Roldán
Gestora de convivencia en Misión Bogotá
Su
primer día de trabajo en Misión Bogotá fue en el Portal de las
Américas, hace tres meses. Por poco renuncia: “Fue horrible. Sentir cómo
me señalaba la gente, cómo se apartaba de mí. Ese día vi a un señor
perdido y me acerqué para ayudarle y cuando escuchó mi voz me miró mal y
me dio la espalda. Todos los días en la calle me pasa algo así. A veces
no me dan la espalda, pero me insultan”.
Laura
Valentina tiene 25 años. Antes trabajaba “como niño; de mesero, de
portero en un bar. Los fines de semana, si me ponía divina, me trepaba
(cuando las mujeres trans se arreglan) y pues a veces me tocaba ser
trabajadora sexual”. Ahora solamente quiere terminar el bachillerato,
estudiar un técnico y viajar. “ Mi mayor aspiración es irme de acá”.
Su
recorrido de trabajo empieza a las 8:00 a.m. y termina a las 11:30 a.m.
No ha escapado de los problemas laborales. Ha habido choques con la
señora de los tintos y con algunos porteros. “La señora del servicio no
me daba tinto sólo porque yo soy así y a veces el celador no me dejaba
entrar”.
Intentó, en todo caso,
trabajar en diferentes empresas privadas, pero “tan pronto veían que mi
nombre era de hombre me devolvían la hoja de vida”.
Para
aliviar un poco los insultos Laura Valentina fue trasladada de
Transmilenio a los cicloparqueaderos de la ciudad. Igual la “miran
raro”, dice.
Un viernes en la
tarde este diario la acompañó a buscar a la población trans de la
localidad de Santa Fe para que entrara a trabajar en el IPES. Encontró
tres amigas conocidas. Les preguntó y dijeron que no, que para “ponerse
tetas y culo” necesitan más de $7 millones, y en el Distrito no se gana
tan bien.
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