Rosa Montalvo Reinoso
El
28 de agosto se cumplieron 10 años de que la Comisión de la Verdad y
Reconciliación entregara su informe sobre lo sucedido durante el
conflicto armado que vivió el país y en el que daba cuenta de sus
hallazgos.
Luego
de recoger cientos de testimonios de víctimas, algunos públicos dados en
audiencias abiertas en distintas regiones y otros dados en privado para
mantener la confidencialidad de los casos, el resultado nos confrontó
con la dimensión que el conflicto había tenido en el país y
especialmente en Ayacucho y la Selva Central para asháninkas y quechuas,
que resultaron ser el 75% de la población afectada. Pese a los años
transcurridos, las víctimas de la violencia y sus familiares,
especialmente madres, hermanas y esposas, aún siguen exigiendo una justa
reparación, que no llega, mientras la vida se les va sin encontrar aún
a sus familiares, sin poder tener por lo menos el consuelo de
llevarles una flor un domingo cualquiera o saludarles el día de los
muertos para que sigan descansando en paz.
Muchas de ellas tienen 30
años ya con el dolor a cuestas, como Mamá Angélica y las otras mujeres
de ANFASEP, que en estos días de su aniversario nos recuerdan su
valentía y dignidad pese a la dureza de vivir buscando a un hijo
desaparecido o la desazón que puede producir saber que pronto se puede
morir sin encontrarlo.
En
los últimos días, en relación al informe, en algunos espacios y medios
de comunicación la discusión se ha centrado en que si la proyección de
víctimas dadas por el informe era la correcta, que si era un conflicto
armado, una guerra o terrorismo. Sin embargo, más allá del número de
víctimas o de la denominación que le demos a este período, hay una
forma de violencia que vivieron muchas mujeres (y muchos hombres, cabe
señalar), que continúa siendo silenciada, salvo por la acción de
colectivos feministas como DEMUS, que han denodadamente insistido en
investigar lo que le sucedió a miles de mujeres durante el Sasachacuy
tiempo, como sabiamente le dice la población quechuahablante ayacuchana a
este período.
Las violaciones como arma de guerra, como instrumento de
control y de poder fueron utilizadas por todos los actores armados.
Kimberly Theidon menciona que:
“En
su investigación sobre las violaciones sexuales durante la violencia
política en el Perú, Falconí y Agüero (2003: 12) constatan que ‘En casi
todos los casos, los responsables de cometer violaciones sexuales
habrían sido miembros de las fuerzas del orden, especialmente del
ejército y en menor
medida efectivos policiales y sinchis’. De igual modo, de nuestro
trabajo de campo queda claro que aunque los senderistas y, en algunos
casos, los ronderos violaron, el uso sistemático de la violencia sexual
fue una práctica desplegada por las ‘fuerzas del orden’. En pocas
palabras, donde había soldados, había violaciones.” [1]
Aunque
en los momentos actuales se ha logrado identificar más de 4 mil casos
de violencia sexual durante este período, aún no se puede tener una idea
exacta de la dimensión que alcanzó esta forma de violencia, que sin
duda ha dejado profundas e invisibles huellas en quienes la sufrieron.
Como se sabe, no se ha dado ningún tipo de reparación a las víctimas de
violencia sexual y la ley que proponía la reparación para otras formas
de violencia sexual fue observada en junio del 2012 por el presidente.
¿Cómo
es que el silencio sobre estos hechos ha logrado mantenerse en la
mayoría de las reflexiones que se han hecho sobre el informe a los diez
años? ¿Cómo es que la prostitución, el embarazo y el aborto forzado no
logran ser considerados como execrables formas de violencia sexual
dignas de reparación por los políticos de turno? ¿Por qué tantas otras
víctimas, que seguramente existieron, siguen manteniendo el silencio de
los hechos?
Creo
que las razones son muchas, pues frente a la violencia sexual existe el
temor a volver a vivir el dolor al recordar, el miedo a ser juzgada por
la familia o por la sociedad y el pánico a que se sepa lo que nos ha
sucedido, ya que de alguna forma cuando hemos sido violentadas en lo más
íntimo, sentimos una responsabilidad, como si nosotras hubiésemos hecho
algo para que nos suceda, como si el hecho
de ser mujer ya pudiera per se constituir el motivo, porque aunque de
eso no se hable mucho y aunque cada vez sean más frecuentes o se
conozcan más las violaciones y la violencia sexual hacia los hombres,
las mujeres seguimos siendo las principales víctimas.
A
esta situación se agrega el hecho de que no hay ningún indicio de que
si hablamos, se logrará por lo menos iniciar el camino de la justicia,
pues queda la convicción de que romper el silencio no va a servir de
mucho. En muchas ocasiones, la violación sexual dejó no sólo secuelas
internas, sino hijos e hijas, como lo narra el testimonio que aparece
en el texto anteriormente citado:
“Ahora
mi prima está con un hijo, ahora de ahí acá abajo Olga Morales. Los que
dicen de ella, también tiene un hijo del militar, a ella también. Ella
iba a Hualla con naranjas y
le habían hecho entrar como comprar naranja nomás. En eso la habían
violado hasta que no podía levantarse; bastante militares, bastante
militares señorita. ¡Acaso uno no más, dos nomás! No, bastante fila
hacían. No podía levantar la señora. Hay señoras, señorita, ahora hay
señoras abajo en la pampa. Fortunita Quispe, a esa señora también.” [2]
Hijos
e hijas que mientras crecían tuvieron que vivir el dolor y quizá la
rabia que su madre llevaba a cuestas, su miedo y la vergüenza, la
inseguridad y vulnerabilidad que puede quedar para siempre tatuada en el
cuerpo y el alma de una mujer frente al poder y la dominación que se
ejerció sobre su cuerpo, sobre su vida.
La
impunidad que reina sobre la violencia y la violación sexual a las
mujeres es una forma de ejercer violencia simbólica y es un mensaje a
toda la sociedad, como bien lo señala Paula Escribens:
“Usamos
el término violencia simbólica porque consideramos que si el Estado y
la sociedad toleran la falta de justicia en casos de violencia sexual
ocurrida durante el conflicto armado así como en tiempos de paz, es
porque en el imaginario social impera la idea de que ciertas mujeres son
ciudadanas de segunda clase o que la violencia sexual es un delito
menos grave de lo que en realidad es.” [3]
Quizá
sea por eso que el Perú es el país latinoamericano con mayor cantidad
de denuncias de violación sexual, de las cuales el 90% queda impune,
siendo las víctimas el 95% mujeres y el 76% niñas menores de edad.[4]
La alta prevalencia en menores de edad debe llamar profundamente la
atención sobre lo que está sucediendo con las niñas en el país, en los
hogares y en las posibilidades que tienen ellas de acceder a la
denuncia para romper el silencio. Al respecto, encontramos terribles
datos estadísticos en el reciente estudio sobre la prevalencia y el
impacto de la violencia sexual contra las mujeres realizado por Jaris
Mujica, Nicolas Zevallo y Sofía Vergara en Mazán, un distrito de Loreto.
En éste se señala que 8 de cada 10 mujeres han sufrido violencia sexual
a lo largo de su vida, 2 de cada 3 mujeres de la muestra dicen que
tuvieron una iniciación sexual forzosa y el 56% de las mujeres que
tuvieron un hijo entre los 14 y 17 años declaran que fue producto de
violencia sexual.[5]
Mientras
la impunidad siga prevaleciendo en los casos de violencia y violación
sexual, mientras la sociedad siga haciéndose de la vista gorda sobre lo
que significa esta forma de violencia, mientras sea naturalizada,
mientras no hayan acciones decididas
para cambiar la visión que persiste de las mujeres como objeto,
propiedad privada de los hombres, sujetas a su libre disponibilidad, y
mientras no se difundan ampliamente campañas de sensibilización como la
que viene desarrollando Demus, llamada “Mujer que se escuche tu voz: UN
HOMBRE NO VIOLA”, millones de mujeres, niñas y adolescentes en el país
seguirán viviendo las secuelas y el dolor de ser violentadas,
manteniendo el silencio, mientras los gritos en su interior estallan
incontrolables todos los días, todos los días, todos los días.
NOTAS:
1.
Kimberly Theidon, Entre prójimos: El conflicto armado interno y la
política de la reconciliación en el Perú, Estudios de la Sociedad Rural
24, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 2004
2. Idem
3. Paula Escribens Pareja,
Dialogando con mujeres de Huancavelica: DEMUS y su apuesta por la salud mental comunitaria, DEMUS, Lima, 2011.
4. Ver éstos y otros datos enhttp://www.demus.org.pe/ publicacion/cdd_cudriptico% 20en%20pdf.pdf
5. Jaris Mujica, Nicolas Zevallo y Sofía Vergara, Estudio de estimación del impacto y prevalencia de la violencia sexual contra mujeres adolescentes en un distrito de la Amazonía peruana, Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Sexuales y Reproductivos (PROMSEX),, Lima, 2013.
5. Jaris Mujica, Nicolas Zevallo y Sofía Vergara, Estudio de estimación del impacto y prevalencia de la violencia sexual contra mujeres adolescentes en un distrito de la Amazonía peruana, Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Sexuales y Reproductivos (PROMSEX),, Lima, 2013.
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