Por Hernando Gómez Buendía
Somos el único país de Suramérica que no ha tenido un presidente
de izquierda, es decir, un socialista o siquiera un populista radical,
como decir Perón en Argentina, Getúlio Vargas en Brasil, Paz Estenssoro
en Bolivia, Allende en Chile, Correa en Ecuador, Torrijos en Panamá,
Fernando Lugo en Paraguay, Velasco Alvarado en Perú, Tabaré Vázquez en
Uruguay o Hugo Chávez en Venezuela. Lo más que hemos tenido son
“burgueses reformistas” como José Hilario López en el siglo XIX, López
Pumarejo en su primer gobierno y tal vez Lleras Restrepo hace ya
cincuenta años.
También somos el único país donde la izquierda no ha pasado el umbral de la tercera parte de los votos en elecciones nacionales: el M-19 logró un 26% en la Constituyente del 91, y Carlos Gaviria obtuvo un 22% en las presidenciales de 2006. Más todavía, en el Senado los dos récords fueron las cinco curules de la UP en 1986 y las diez del Polo en 2006 –la décima parte apenas del poder legislativo, y muy por debajo de todos los vecinos latinoamericanos–.
Esta debilidad excepcional de la izquierda colombiana se extiende por igual a las organizaciones populares. La tasa de sindicalización es una de las más bajas del planeta –tan solo 4,4 de cada cien trabajadores (la de Estados Unidos es 11,4, la de Finlandia es 71)–, y el número de huelgas es notoriamente bajo. En sus mejores momentos –el agrarismo de los años veinte, la Anuc por los años setenta– el movimiento campesino, ni de lejos, ha tenido la pujanza de Bolivia o de Brasil, de México o de Ecuador. O, para no alargarme, dicen los estudios que la frecuencia y la fuerza relativa de las movilizaciones ciudadanas son bastante menores en Colombia de lo que son en otros países de América Latina.
La explicación más obvia de esta anomalía es nuestra otra gran anomalía: una historia inacabable de violencia política. Desde Rafael Uribe Uribe o Jorge Eliécer Gaitán hasta Carlos Pizarro o Bernardo Jaramillo, en Colombia los líderes de izquierda han sido sistemáticamente asesinados. Los dirigentes campesinos, los sindicalistas, los voceros de los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes, los desplazados que hoy aspiran a recuperar sus tierras, suelen ser silenciados con la muerte, con la amenaza o con el exilio. Y en estas condiciones es evidente que las causas populares no pueden avanzar.
Pero el conflicto armado tiene otro modo más sutil, y si se quiere más perverso, de debilitar a la izquierda desarmada: las guerrillas no solo no han logrado ninguna conquista social, sino que han sido la traba principal para que surjan los movimientos populares en Colombia. El punto es muy sencillo: detrás de cada movilización o protesta ciudadana, el gobierno, los medios de comunicación y la gente del común ven –o se imaginan, o quieren inventar, que para el caso es lo mismo– alguna forma de complicidad con los guerrilleros.
Ese ha sido el sambenito de los partidos de izquierda, desde el viejo Partido Comunista hasta el alicaído pda. Es el motivo de la desconfianza que en estos días rodeó al lanzamiento de la “Marcha Patriótica”. Esta ha sido la razón para que uno tras otro se hayan roto los partidos y coaliciones de izquierda entre una línea “blanda” que rechaza las armas y una línea dura que coquetea con ellas. Este ha sido el pretexto para reprimir o criminalizar las acciones populares: el “Estado de sitio” que rigió durante 66 de los 105 años que tuvimos la Constitución de Núñez, y los “estatutos de seguridad” que desde entonces prohíben marchas, ilegalizan huelgas o ponen a la policía a disolver protestas (un ejemplo reciente: la hidroeléctrica El Quimbo). Y esta sobre todo ha sido la razón para que la gente, incluidos los estratos populares, mire con tanta desconfianza a los partidos que pretenden abanderar las causas populares.
La izquierda, por supuesto, ha agravado el problema. Por intentar en unos casos el doble juego inaceptable de la “combinación de las formas de lucha”. Por la miopía de ser el mascarón de este o aquel sindicato o aquel sindicalista. Por una historia de faccionalismos que nada tienen que ver con realidades colombianas. Y también porque ha estado empeñada en hallar la salida política de un conflicto que no quiere política (a diferencia, digamos, de las guerras centroamericanas, del IRA o de ETA).
Pero la debilidad de la izquierda colombiana va más allá de nuestro viejo conflicto armado, y en efecto proviene de raíces históricas muy hondas. A riesgo de simplificar, arriesgaré esta hipótesis más o menos hilvanada:
–Somos un “país de regiones”, y en cada región hemos tenido una economía campesina que debilita la organización popular: el minifundio es insolidario, el latifundio es paternalista y la plantación es esclavista.
–Hemos tenido un Estado débil y sin las rentas, digamos, de Venezuela, de Perú o de Panamá. En un Estado así la política no importa tanto y el bienestar de la gente depende más de su propia iniciativa.
–No tuvimos, por eso, mucho empleo público, y tampoco tuvimos desarrollo industrial considerable. En un país donde seis de cada diez trabajadores siguen siendo informales, el sindicalismo no podía prosperar.
–En cambio, hemos tenido el proceso de expansión de la frontera agrícola más prolongado de América Latina; la colonización ha sido una válvula de escape para evitar las grandes movilizaciones urbanas y ha reemplazado la protesta colectiva por la migración individual en busca de una quimera.
–Después está el clientelismo como sistema político, que por definición evita la representación de intereses colectivos y hace primar la lealtad vertical hacia el cacique sobre la lealtad horizontal –o la “conciencia de clase”, como decían los sociólogos antes–.
–La tradición católica y la familia patriarcal castellana (junto con el mestizaje, que fue disolviendo la identidad de “los de abajo”) confirman y refuerzan el predominio de las lealtades verticales, hacia “el patrón”, hacia “el jefe”, sobre los nexos de solidaridad con quienes tienen el mismo origen humilde.
–Y por supuesto no me podrían faltar la cultura del atajo y el sálvese quien pueda que constituyen nuestra impronta nacional y nos convierten en este gran país de solitarios.
La propia izquierda, otra vez, es parte de este juego. El maestro Fals Borda dedicó un libro entero a demostrar cómo y a explicar por qué los dirigentes populares que logran cierto éxito en Colombia se dejan seducir cuando les abren las puertas de los clubes o cuando sus hijos llegan a colegios bilingües (y hay señoritos, “guerrilleros del Chicó”, que se especializan en tenderles la trampa).
Tal vez ese conjunto de razones sirva para explicar la otra gran anomalía de Colombia: somos el único país de América Latina (y, hasta donde yo sé, de los pocos en el mundo) donde la gran política no es una disputa entre izquierda y derecha sino entre derecha y extrema derecha (ahora, por ejemplo, la oposición a Santos es Uribe y no es el Polo). ¿Acaso aquí tendremos una pista para entender por qué, después de Haití, somos hoy el país más desigual del continente y algo así como el cuarto en el mundo?
También somos el único país donde la izquierda no ha pasado el umbral de la tercera parte de los votos en elecciones nacionales: el M-19 logró un 26% en la Constituyente del 91, y Carlos Gaviria obtuvo un 22% en las presidenciales de 2006. Más todavía, en el Senado los dos récords fueron las cinco curules de la UP en 1986 y las diez del Polo en 2006 –la décima parte apenas del poder legislativo, y muy por debajo de todos los vecinos latinoamericanos–.
Esta debilidad excepcional de la izquierda colombiana se extiende por igual a las organizaciones populares. La tasa de sindicalización es una de las más bajas del planeta –tan solo 4,4 de cada cien trabajadores (la de Estados Unidos es 11,4, la de Finlandia es 71)–, y el número de huelgas es notoriamente bajo. En sus mejores momentos –el agrarismo de los años veinte, la Anuc por los años setenta– el movimiento campesino, ni de lejos, ha tenido la pujanza de Bolivia o de Brasil, de México o de Ecuador. O, para no alargarme, dicen los estudios que la frecuencia y la fuerza relativa de las movilizaciones ciudadanas son bastante menores en Colombia de lo que son en otros países de América Latina.
La explicación más obvia de esta anomalía es nuestra otra gran anomalía: una historia inacabable de violencia política. Desde Rafael Uribe Uribe o Jorge Eliécer Gaitán hasta Carlos Pizarro o Bernardo Jaramillo, en Colombia los líderes de izquierda han sido sistemáticamente asesinados. Los dirigentes campesinos, los sindicalistas, los voceros de los pueblos indígenas y las comunidades afrodescendientes, los desplazados que hoy aspiran a recuperar sus tierras, suelen ser silenciados con la muerte, con la amenaza o con el exilio. Y en estas condiciones es evidente que las causas populares no pueden avanzar.
Pero el conflicto armado tiene otro modo más sutil, y si se quiere más perverso, de debilitar a la izquierda desarmada: las guerrillas no solo no han logrado ninguna conquista social, sino que han sido la traba principal para que surjan los movimientos populares en Colombia. El punto es muy sencillo: detrás de cada movilización o protesta ciudadana, el gobierno, los medios de comunicación y la gente del común ven –o se imaginan, o quieren inventar, que para el caso es lo mismo– alguna forma de complicidad con los guerrilleros.
Ese ha sido el sambenito de los partidos de izquierda, desde el viejo Partido Comunista hasta el alicaído pda. Es el motivo de la desconfianza que en estos días rodeó al lanzamiento de la “Marcha Patriótica”. Esta ha sido la razón para que uno tras otro se hayan roto los partidos y coaliciones de izquierda entre una línea “blanda” que rechaza las armas y una línea dura que coquetea con ellas. Este ha sido el pretexto para reprimir o criminalizar las acciones populares: el “Estado de sitio” que rigió durante 66 de los 105 años que tuvimos la Constitución de Núñez, y los “estatutos de seguridad” que desde entonces prohíben marchas, ilegalizan huelgas o ponen a la policía a disolver protestas (un ejemplo reciente: la hidroeléctrica El Quimbo). Y esta sobre todo ha sido la razón para que la gente, incluidos los estratos populares, mire con tanta desconfianza a los partidos que pretenden abanderar las causas populares.
La izquierda, por supuesto, ha agravado el problema. Por intentar en unos casos el doble juego inaceptable de la “combinación de las formas de lucha”. Por la miopía de ser el mascarón de este o aquel sindicato o aquel sindicalista. Por una historia de faccionalismos que nada tienen que ver con realidades colombianas. Y también porque ha estado empeñada en hallar la salida política de un conflicto que no quiere política (a diferencia, digamos, de las guerras centroamericanas, del IRA o de ETA).
Pero la debilidad de la izquierda colombiana va más allá de nuestro viejo conflicto armado, y en efecto proviene de raíces históricas muy hondas. A riesgo de simplificar, arriesgaré esta hipótesis más o menos hilvanada:
–Somos un “país de regiones”, y en cada región hemos tenido una economía campesina que debilita la organización popular: el minifundio es insolidario, el latifundio es paternalista y la plantación es esclavista.
–Hemos tenido un Estado débil y sin las rentas, digamos, de Venezuela, de Perú o de Panamá. En un Estado así la política no importa tanto y el bienestar de la gente depende más de su propia iniciativa.
–No tuvimos, por eso, mucho empleo público, y tampoco tuvimos desarrollo industrial considerable. En un país donde seis de cada diez trabajadores siguen siendo informales, el sindicalismo no podía prosperar.
–En cambio, hemos tenido el proceso de expansión de la frontera agrícola más prolongado de América Latina; la colonización ha sido una válvula de escape para evitar las grandes movilizaciones urbanas y ha reemplazado la protesta colectiva por la migración individual en busca de una quimera.
–Después está el clientelismo como sistema político, que por definición evita la representación de intereses colectivos y hace primar la lealtad vertical hacia el cacique sobre la lealtad horizontal –o la “conciencia de clase”, como decían los sociólogos antes–.
–La tradición católica y la familia patriarcal castellana (junto con el mestizaje, que fue disolviendo la identidad de “los de abajo”) confirman y refuerzan el predominio de las lealtades verticales, hacia “el patrón”, hacia “el jefe”, sobre los nexos de solidaridad con quienes tienen el mismo origen humilde.
–Y por supuesto no me podrían faltar la cultura del atajo y el sálvese quien pueda que constituyen nuestra impronta nacional y nos convierten en este gran país de solitarios.
La propia izquierda, otra vez, es parte de este juego. El maestro Fals Borda dedicó un libro entero a demostrar cómo y a explicar por qué los dirigentes populares que logran cierto éxito en Colombia se dejan seducir cuando les abren las puertas de los clubes o cuando sus hijos llegan a colegios bilingües (y hay señoritos, “guerrilleros del Chicó”, que se especializan en tenderles la trampa).
Tal vez ese conjunto de razones sirva para explicar la otra gran anomalía de Colombia: somos el único país de América Latina (y, hasta donde yo sé, de los pocos en el mundo) donde la gran política no es una disputa entre izquierda y derecha sino entre derecha y extrema derecha (ahora, por ejemplo, la oposición a Santos es Uribe y no es el Polo). ¿Acaso aquí tendremos una pista para entender por qué, después de Haití, somos hoy el país más desigual del continente y algo así como el cuarto en el mundo?
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