El "corazón de las tinieblas", como definió el escritor Joseph Conrad al Congo, late hoy en las selvas orientales de ese país, donde el Ejército y los grupos rebeldes aún usan la violación de la mujer como un arma de guerra.
La República Democrática del Congo (RDC), segundo país más grande de África, sigue atrapada en las garras de un conflicto que todavía cuesta sangre y muchas, muchísimas lágrimas, especialmente entre la población femenina.
La RDC vive un frágil proceso de paz tras la Segunda Guerra del Congo (1998-2003), considerada la "guerra mundial de África" porque involucró a nueve países y más de veinte grupos armados.
La contienda, que ha segado la vida de más de cinco millones de personas, terminó oficialmente en 2003, pero la violencia continúa en provincias como Kivu del Sur (este), pese al despliegue de la mayor fuerza de paz de la ONU (MONUSCO), con unos 22.000 militares.
Grupos rebeldes -ruandeses, congoleños y ugandeses- ocultos en la jungla luchan a brazo partido con el Ejército por el control de minas ricas en minerales como el oro, el coltán o el tantalio, muy demandados para la fabricación de teléfonos móviles.
En esa disputa, un arma de las milicias y del propio Ejército congoleño -indisciplinado y corrupto- para atemorizar a la población es el abuso sexual de la mujer, ya que, como ha denunciado Amnistía Internacional (AI), "violar es más barato que las balas".
Un estudio publicado en 2011 en la revista médica "American Journal of Public Health" concluyó que unas 48 mujeres son violadas cada hora en la RDC, muchas en el violento Congo oriental.
Con cifras tan desoladoras, la representante especial de la ONU sobre violencia sexual en conflictos, Margot Wallstrom, no ha dudado en bautizar a la RDC como la "capital mundial de la violación".
Esa tragedia se palpa en Kitutu, localidad de Kivu del Sur en la que el verde de sus exóticas palmeras se funde con el verde del uniforme de soldados del Ejército congoleño que patrullan la zona.
Allí encuentran cobijo -y también esperanza- numerosas congoleñas violadas que forman parte de los 1,7 millones de desplazados por el conflicto en todo el país, como Kungwa Kyalwa, de 23 años y madre soltera de tres hijos.
Kungwa huyó en 2010 de Kambulumbulu, a un día a pie de Kitutu, tras ser atacada su aldea por las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR), grupo que se refugió en las selvas del Congo tras el genocidio de Ruanda (1994).
Conviene aclarar que las FDLR se nutrieron de los "Interahamwe", los escuadrones de la muerte de hutus radicales que sembraron el pavor en el genocidio ruandés, en el que murieron 800.000 personas, la mayoría de la etnia tutsi, pero también hutus moderados.
"El FDLR tomó la aldea y la saqueó. A mí me violaron. Se llevaron tanto como pudieron. Quemaron toda la aldea", cuenta Kungwa, cabizbaja, en la penumbra de su pequeña choza de adobe.
"No quiero -recalca- volver a la aldea. Tengo miedo. El FDLR sigue allí en la selva. Quiero estar en cualquier sitio menos allí".
Parecido infortunio corrió Lucía Hasan, de 48 años, casada y madre de cuatro hijos, una mujer desplazada de Kalole, al sur de Kitutu, que sufrió una agresión sexual en 2005.
"Sucedió por la noche. Me violaron tres hombres. Los Mai-Mai (milicias congoleñas que se niegan a integrarse en el Ejército) atacaron la aldea, y los soldados respondieron y se apropiaron de las objetos saqueados. Vi a soldados con mi ropa", relata Lucía.
"Corrí, me caí y me herí la rodilla. Aún tengo dolores", explica la mujer mirando al cielo, mientras se remanga con mucha discreción su colorido vestido para mostrar las secuelas del percance.
Estas mujeres soportan con frecuencia no sólo el infierno íntimo de la desmoralización, sino el repudio público de sus maridos.
En este país "es una costumbre abandonar a la esposa si ha sido violada. El estigma social es un verdadero problema", declara a Efe Irene Danysh, coordinadora de programas de la organización humanitaria checa "People in Need" (PIN) en Kitutu.
Kungwa padeció ese rechazo social ("Al principio me estigmatizaron"), aunque Lucía tuvo más suerte con su comprensivo marido, que consideró la violación "un acto de guerra".
Por si fuera poco, señala Danysh, esta realidad se complica por "una mayoría de casos en que las víctimas acaban con enfermedades de transmisión sexual", y por una extendida cultura de la impunidad.
De hecho, la pobre Kungwa no confía en la Justicia de su país para procesar a su agresor y, con una enorme carga de resignación, se encomienda a la ley divina: "Dios -murmura- le castigará".
Un optimista refrán congoleño dice que "no importa cuánto dure la noche, porque vendrá el día", aunque, de momento, son las tinieblas las que reinan en el corazón de muchas mujeres en el Congo.
nagn
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