Por qué la esperanza de la mayoría del pueblo, expresada en un enorme respaldo electoral al proceso de cambio, ha comenzado a convertirse en desesperanza? ¿Por qué una de las últimas consignas callejeras más repetidas en boca de los obreros decía: “Si éste es el cambio, el cambio es una mierda”?
¿Por qué la sensación que se advierte entre moros y cristianos es de desencanto ya no solamente en torno a la conducción del proceso, sino al proceso mismo? ¿Por qué ni siquiera el efecto de unidad que ha producido el viraje en la estrategia marítima ha podido superar la impresión de que la cosa en general no está bien? ¿Por qué la línea dura recrudece en el Gobierno pese a que el régimen sufre derrotas sucesivas?
Algo se ha roto, o mejor, algo se ha terminado de fracturar con el gasolinazo y desgasolinazo y ello está alentando un sentimiento generalizado de que el país entero está yendo a ninguna parte y se encuentra en un momento de desaliento que se extiende, penetra, preocupa y puede abrir la puerta a procesos de restauración oligárquica, no por virtud ni trabajo político de las fuerzas conservadoras empeñadas en volver al pasado, sino por la increíble cantidad de errores consecutivos que cometen los conductores del proceso.
A estas alturas de la vigencia del proceso de transformación, el país debería estar presenciando la creación de empleos producto de la industrialización de los recursos naturales nacionalizados; debería estar viendo la materialización de los primeros proyectos de un nuevo modelo económico-productivo; debería estar experimentando beneficios de las empresas estratégicas devueltas al Estado en telecomunicaciones, aeronavegación, energía eléctrica o agua; debería estar transitando a una nueva fase de políticas sociales que abarquen a otros sectores no contemplados por los bonos y rentas; debería estar gozando, en términos productivos y de ingresos, los récords de los precios internacionales de las materias primas.
Seguramente los ejemplos anotados quedan cortos ante la expectativa que existía, pero por extraño que parezca, está sucediendo todo lo opuesto: nos rodea un clima de incertidumbre y frustración colectiva; las protestas sociales no han cesado con el acuerdo salarial entre el Gobierno y la COB; la capacidad de iniciativa política del Gobierno se ha adormecido salvo para acusar, denigrar y amenazar; la Asamblea Legislativa Plurinacional, controlada por los dos tercios del oficialismo, se ha transformado en un ente sin gravitación alguna; y las contradicciones en el seno de la conducción del proceso se hacen más evidentes a cada paso.
No, no son simples tensiones de carácter episódico o síntomas de un proceso de conspiración urdido por todos contra el Gobierno para sacar a los indios del poder, como torpemente se explica desde un sector de la nueva élite política. Es el resultado del torbellino de equivocaciones gubernamentales, de conductas intolerantes, de incapacidades para perfilar un país más allá de las coyunturas, que paradójicamente están colocando al MAS como el elemento de peligro para la continuidad del proceso de cambio.
No sé si las encuestas que frecuentemente se realizan en el país podrán precisar mejor esta sensación, pero el desasosiego está ahí y puede arrastrar todo lo que encuentre a su paso, incluso al propio proceso de transformación.
* Edwin Herrera Salinas es comunicador social. Trabaja en la Alcaldía de La Paz.
¿Por qué la sensación que se advierte entre moros y cristianos es de desencanto ya no solamente en torno a la conducción del proceso, sino al proceso mismo? ¿Por qué ni siquiera el efecto de unidad que ha producido el viraje en la estrategia marítima ha podido superar la impresión de que la cosa en general no está bien? ¿Por qué la línea dura recrudece en el Gobierno pese a que el régimen sufre derrotas sucesivas?
Algo se ha roto, o mejor, algo se ha terminado de fracturar con el gasolinazo y desgasolinazo y ello está alentando un sentimiento generalizado de que el país entero está yendo a ninguna parte y se encuentra en un momento de desaliento que se extiende, penetra, preocupa y puede abrir la puerta a procesos de restauración oligárquica, no por virtud ni trabajo político de las fuerzas conservadoras empeñadas en volver al pasado, sino por la increíble cantidad de errores consecutivos que cometen los conductores del proceso.
A estas alturas de la vigencia del proceso de transformación, el país debería estar presenciando la creación de empleos producto de la industrialización de los recursos naturales nacionalizados; debería estar viendo la materialización de los primeros proyectos de un nuevo modelo económico-productivo; debería estar experimentando beneficios de las empresas estratégicas devueltas al Estado en telecomunicaciones, aeronavegación, energía eléctrica o agua; debería estar transitando a una nueva fase de políticas sociales que abarquen a otros sectores no contemplados por los bonos y rentas; debería estar gozando, en términos productivos y de ingresos, los récords de los precios internacionales de las materias primas.
Seguramente los ejemplos anotados quedan cortos ante la expectativa que existía, pero por extraño que parezca, está sucediendo todo lo opuesto: nos rodea un clima de incertidumbre y frustración colectiva; las protestas sociales no han cesado con el acuerdo salarial entre el Gobierno y la COB; la capacidad de iniciativa política del Gobierno se ha adormecido salvo para acusar, denigrar y amenazar; la Asamblea Legislativa Plurinacional, controlada por los dos tercios del oficialismo, se ha transformado en un ente sin gravitación alguna; y las contradicciones en el seno de la conducción del proceso se hacen más evidentes a cada paso.
No, no son simples tensiones de carácter episódico o síntomas de un proceso de conspiración urdido por todos contra el Gobierno para sacar a los indios del poder, como torpemente se explica desde un sector de la nueva élite política. Es el resultado del torbellino de equivocaciones gubernamentales, de conductas intolerantes, de incapacidades para perfilar un país más allá de las coyunturas, que paradójicamente están colocando al MAS como el elemento de peligro para la continuidad del proceso de cambio.
No sé si las encuestas que frecuentemente se realizan en el país podrán precisar mejor esta sensación, pero el desasosiego está ahí y puede arrastrar todo lo que encuentre a su paso, incluso al propio proceso de transformación.
* Edwin Herrera Salinas es comunicador social. Trabaja en la Alcaldía de La Paz.
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