Muchas gracias a todos. Gracias. Gracias. (Aplausos.) Tomen asiento todos, por favor. Muchas gracias. Permítanme agradecerle al Rev. Hybels que vive cerca de mi ciudad, Chicago, quien se dio tiempo durante sus vacaciones para venir hoy. Es una bendición tenerlo con nosotros.
Quiero agradecerle al rector Neil Kerwin y a nuestros anfitriones aquí en American University; mencionar a mi sobresaliente secretaria de Trabajo, Hilda Solís, y miembros de mi equipo de gobierno; a todos los miembros del Congreso… Hilda merece un aplauso. (Aplausos.) A todos los miembros del Congreso, funcionarios electos, líderes religiosos y de agencias de la ley, líderes laborales, empresariales y defensores de los inmigrantes que están hoy aquí, gracias por su presencia.
Quiero darle las gracias a American University por volver a recibirme en el campus. Quizá algunos recuerden que la última vez que estuve aquí me acompañó mi querido amigo y un coloso de la política estadounidense, el senador Edward Kennedy. (Aplausos.) Teddy ya no está con nosotros, pero su legado, de derechos civiles y cuidado de salud y protección del trabajador, aún lo está.
Era yo entonces candidato a la presidencia y quizá algunos recuerden que planteé que nuestro país había alcanzado un momento clave; que después de años de posponer nuestros problemas más urgentes y, con demasiada frecuencia, ceder a la política del momento, ahora enfrentábamos una opción: podíamos darle la cara resueltamente a nuestros desafíos, con honradez y determinación, o podíamos condenarnos a nosotros mismos y a nuestros hijos a un futuro menos próspero y menos seguro.
Eso es lo que creía entonces y lo que sigo creyendo. Y por eso, incluso mientras enfrentábamos la más severa crisis económica desde la Gran Depresión, incluso mientras llevábamos a su fin la guerra en Irak y concentrábamos nuestros esfuerzos en Afganistán, mi gobierno se ha rehusado a ignorar algunos de los desafíos fundamentales que enfrenta esta generación.
Iniciamos las más enérgicas reformas educativas en décadas, para que nuestros niños puedan obtener los conocimientos y aptitudes que necesitarán para competir en la economía mundial del siglo XXI.
Finalmente hemos cumplido con la promesa de la reforma de salud, la cual le dará más seguridad a todo estadounidense y frenará los costos que aumentan vertiginosamente y amenazan a familias, empresas y la prosperidad de nuestra nación.
Estamos a punto de reformar un conjunto de normas anacrónicas e ineficaces que rigen Wall Street, para darles más poder a los consumidores y evitar la imprudente especulación financiera que llevó a esta severa recesión.
Y estamos acelerando la transición a una economía de energía limpia al aumentar significativamente los estándares de eficiencia en el consumo de combustible de autos y camiones, y aumentando al doble nuestro uso de fuentes renovables de energía como la eólica y solar; medidas que tienen el potencial de crear industrias nuevas y cientos de miles de empleos nuevos en Estados Unidos.
Entonces, a pesar de las fuerzas del status quo, a pesar de la polarización y la frecuente banalidad de nuestra política, estamos enfrentando los grandes desafíos de nuestros tiempos. Y aunque esta labor no es fácil y los cambios que procuramos no siempre sucederán de la noche a la mañana, lo que hemos dejado en claro es que este gobierno no se limitará simplemente a pasarles el bulto a los que vienen después.
La reforma de la inmigración no es una excepción. En días recientes, el asunto de la inmigración se ha vuelto a convertir en una viva fuente de discordia en nuestro país, con la aprobación de una controversial ley en Arizona y las acaloradas reacciones que hemos visto en todo Estados Unidos. Algunas personas se han manifestado a favor de esta nueva política. Otras han protestado e iniciado boicots del estado. Y en todas partes, la gente ha expresado su frustración con un sistema que parece ser defectuoso de raíz.
Por supuesto que la tensión en torno a la inmigración no es nueva. Por un lado, siempre nos hemos definido como una nación de inmigrantes: una nación que acoge a quienes están dispuestos a aceptar los preceptos de Estados Unidos. De hecho, es el flujo constante de inmigrantes lo que ha ayudado a hacer a Estados Unidos lo que es. Los avances científicos de Albert Einstein, los inventos de Nikola Tesla, las grandes empresas como U.S. Steel de Andrew Carnegie y Google, Inc. de Sergey Brin. Todo esto fue posible gracias a los inmigrantes.
Y luego están los innumerables nombres y silenciosos actos que nunca llegan a los textos de historia, pero que fueron igualmente importantes para el desarrollo de este país… las generaciones que superaron dificultades y grandes riesgos para llegar a nuestras costas en busca de una vida mejor para sí mismos y su familia; los millones de personas, antepasados de la mayoría de nosotros, que creyeron que había un lugar donde, por fin, podían tener la libertad de trabajar y practicar su religión y vivir en paz.
Entonces, este flujo constante de gente trabajadora y de talento ha hecho de Estados Unidos el motor de la economía mundial y una luz de esperanza en todo el mundo. Y nos ha permitido adaptarnos y prosperar ante cambios tecnológicos y sociales. Hasta la fecha, Estados Unidos recibe enormes beneficios económicos porque seguimos atrayendo a los mejores y más brillantes de todo el mundo. La gente viene aquí con la esperanza de ser parte de una cultura con espíritu empresarial e ingenio, y al hacerlo fortalecen y enriquecen esa cultura. La inmigración también significa una fuerza laboral más joven –y una economía de más rápido crecimiento– que las de muchos de nuestros competidores. Y en un mundo cada vez más interconectado, la diversidad de nuestro país es una gran ventaja en la competencia mundial.
Hace apenas unas semanas, tuvimos un evento con dueños de pequeñas empresas en la Casa Blanca. Y uno de los empresarios fue una mujer llamada Prachee Devadas que vino a este país, se hizo ciudadana y abrió una exitosa compañía de servicios tecnológicos. Cuando comenzó, tenía apenas un empleado. Hoy en día, emplea a más de cien personas. En abril, tuvimos una ceremonia de naturalización en la Casa Blanca para miembros de nuestras Fuerzas Armadas. A pesar de no ser ciudadanos todavía, se habían inscrito. Entre ellos estaba una mujer llamada Perla Ramos. Nació y se crió en México y vino a Estados Unidos poco después del 11 de septiembre y luego ingresó a la Marina. Dijo, “Me enorgullece nuestra bandera y la historia que forjó a esta gran nación y la historia que escribimos día a día”.
Estas mujeres, y hombres y mujeres como ellos en todo el país, nos recuerdan que los inmigrantes siempre han contribuido al desarrollo y la defensa de este país, y que ser estadounidense no es cuestión de sangre ni nacimiento. Es cuestión de fe. Es cuestión de lealtad por los valores que compartimos y respetamos. Eso es lo que nos hace únicos. Eso es lo que nos da fortaleza. Cualquiera puede ayudarnos a redactar el próximo gran capítulo de nuestra historia.
Ahora bien, no podemos olvidar que este proceso de inmigración y la inclusión que termina sucediendo a menudo ha sido doloroso. Cada nueva oleada de inmigrantes ha generado temor y resentimiento hacia los recién llegados, particularmente en tiempos de dificultades económicas. Nuestra fundación se basó en la noción de que, en palabras de Thomas Jefferson, Estados Unidos era único como lugar de refugio y libertad para “la humanidad oprimida”. Sin embargo, la tinta de nuestra Constitución apenas se había secado cuando, en medio de un conflicto, el Congreso aprobó las Leyes de Extranjeros y Sedición (Alien and Sedition Acts), que impuso duras restricciones para quienes se sospechaba leales a países extranjeros. Hace un siglo, inmigrantes de Irlanda, Italia, Polonia, otros países europeos eran sometidos rutinariamente a discriminación social y desagradables estereotipos. Se detenía y deportaba a inmigrantes chinos en la isla Ángel de la bahía de San Francisco. Ni siquiera lograban ingresar.
Entonces, la política sobre a quién se le permite entrar y a quién no a este país, y bajo cuáles condiciones, ha sido sumamente contenciosa. Y ése todavía es el caso. Y el problema empeora porque quienes estamos en Washington no solucionamos las fallas del sistema de inmigración.
Para comenzar, nuestras fronteras son porosas desde hace varias décadas. Obviamente, el problema es peor a lo largo de la frontera sur, pero no se limita a esta parte del país. De hecho, debido a que no hacemos una buena labor de mantenernos al tanto de quienes entran y salen del país como visitantes, muchos evitan las leyes de inmigración simplemente quedandose después que caducó su visa.
El resultado es aproximadamente 11 millones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos. La gran mayoría de esos hombres y mujeres simplemente buscan una vida mejor para sí mismos y sus hijos. Muchos se quedan en sectores de la economía con salarios bajos; trabajan arduamente, ahorran y no se meten en problemas. Pero debido a que viven en la clandestinidad, son vulnerables a empresas inescrupulosas que pagan menos del salario mínimo o trasgreden normas de seguridad laboral, y esto coloca en injusta [des]ventaja a las empresas que cumplen con dichas normas y a los estadounidenses que exigen con razón el salario mínimo o sobretiempo. No se denuncian los crímenes, ya que las víctimas y los testigos temen apersonarse. Y esto dificulta que la policía capture a los criminales violentos y que mantenga seguros los vecindarios. Y se pierden miles de millones en ingresos tributarios todos los años debido a que se paga por lo bajo a los trabajadores indocumentados.
Y lo que es más importante: la presencia de tantos inmigrantes ilegales se mofa de quienes pasan por el proceso de inmigrar legalmente. De hecho, tras años de soluciones y modificaciones en forma de parches incongruentes, el sistema de inmigración legal tiene tantos defectos como nuestras fronteras. El trabajo acumulado y la burocracia implican que el proceso puede tardar años. Mientras un solicitante aguarda aprobación, a menudo se le prohíbe que visite Estados Unidos, lo que significa que los cónyuges se ven forzados a pasar muchos años separados. Altas cuotas y la necesidad de abogados pueden excluir a solicitantes dignos. Y aunque les damos a estudiantes de todo el mundo visas para obtener grados de ingeniería e informática en nuestras mejores universidades, nuestras leyes los desalientan de usar esas aptitudes para iniciar un negocio o impulsar una nueva industria aquí mismo en Estados Unidos. En vez de capacitar a empresarios para que generen empleo dentro de nuestras costas, entrenamos a nuestros competidores.
En resumen, el sistema tiene serios problemas. Y todos lo saben. Desafortunadamente, la reforma ha sido víctima de las maniobras políticas y las riñas entre intereses particulares, como también de la opinión predominante en Washington que hacerle frente a un asunto tan complejo e inherentemente cargado de emoción no es buena idea en términos políticos.
Hace apenas unos años, cuando era senador, creamos una coalición bipartidista a favor de la reforma integral. Bajo el liderazgo del senador Kennedy, defensor de la reforma de inmigración durante mucho tiempo, y el senador John McCain, trabajamos superando diferencias políticas para ayudar a que se aprobara en el Senado una medida que contaba con la aprobación de ambos partidos. Pero a fin de cuentas, ese esfuerzo se desmoronó. Y ahora, bajo la presión del partidismo y la política propia de un año de campaña electoral, muchos de los 11 senadores republicanos que votaron a favor de la reforma en el pasado ahora han dado un paso atrás y dejaron de apoyarla.
Dada esta brecha, estados como Arizona han decidido tomar cartas en el asunto. Dado el nivel de frustración en todo el país, es comprensible. Pero también es equivocado. Y no es sólo que la ley aprobada en Arizona sea polémica, si bien le ha echado leña a un debate que ya era contencioso. Las leyes como la de Arizona ejercen una presión enorme en las agencias locales de la ley para que velen por el cumplimiento de normas que a fin de cuentas, no se pueden hacer cumplir. Ejerce presión en los presupuestos ya ajustados de los estados y las municipalidades. Dificulta que la gente que está aquí ilegalmente denuncie crímenes, lo que crea una división entre las comunidades y la policía, y hace que nuestras calles sean más peligrosas y la labor de los policías más difícil.
Y no me tienen que creer a mi, pueden hablar con los jefes de policía y otros agentes de la ley aquí presentes hoy, quienes les dirán lo mismo.
Estas leyes también tienen el potencial de trasgredir los derechos de ciudadanos estadounidenses y residentes legales inocentes, ya que los somete a que posiblemente los paren o cuestionen debido a su apariencia y su acento. Y si otros estados y municipalidades aprueban sus propias leyes, enfrentamos la posibilidad de que haya normas distintas de inmigración en diferentes partes del país, una variedad incongruente de normas locales de inmigración cuando todos sabemos que lo que se necesita es un estándar nacional claro.
Nuestra tarea, entonces, es hacer que nuestras leyes nacionales en efecto cumplan con su cometido, crear un sistema que refleje nuestros valores como estado de derecho y nación de inmigrantes. Y eso significa ser francos sobre el problema e ir más allá de los debates falsos que dividen al país en vez de unirlo.
Por ejemplo, hay miembros de la comunidad a favor de los derechos de los inmigrantes que argumentan fervorosamente que simplemente deberíamos proporcionarles un estatus legal a quienes están [aquí] ilegalmente o por lo menos ignorar de las leyes existentes y acabar con las deportaciones hasta que tengamos leyes mejores. Y a menudo este argumento se presenta en términos morales: ¿Por qué hemos de castigar a gente que simplemente trata de ganarse la vida?
Reconozco el sentido de compasión que impulsa este argumento, pero creo que una estrategia indiscriminada sería insensata e injusta. Les indicaría a quienes consideran venir aquí ilegalmente que no habrá repercusiones por una decisión así. Y esto podría llevar a un aumento en la inmigración ilegal. Y también ignoraría a millones de personas alrededor del mundo que esperan en fila para venir aquí legalmente.
A fin de cuentas, nuestra nación, como todas las naciones, tiene el derecho y la obligación de controlar sus fronteras y dictar leyes para la residencia y ciudadanía. E independientemente de lo decentes que sean, las razones que tengan, se debe hacer que los 11 millones de personas que infringieron estas leyes rindan cuentas por sus actos.
Ahora bien, si la mayoría de los estadounidenses siente escepticismo sobre una amnistía generalizada, también sienten escepticismo de que sea posible detener y deportar a 11 millones de personas. Saben que no es posible. Una campaña de ese tipo sería logísticamente imposible y descabelladamente costoso. Es más, rasgaría la fibra social de esta nación, porque los inmigrantes que están aquí ilegalmente son ahora una parte integral de ella. Muchos tienen hijos que son ciudadanos estadounidenses. Algunos son niños, a quienes sus padres trajeron aquí de muy pequeños y que crecieron como niños estadounidenses y sólo descubrieron su estatus ilegal cuando postularon a la universidad o a algún empleo. Los trabajadores migrantes –la mayoría de los cuales está aquí ilegalmente– han sido la fuerza laboral de nuestros agricultores y empresarios agrícolas durante muchas generaciones. Entonces, incluso si fuese posible, un programa de deportaciones masivas alteraría nuestra economía y las comunidades de maneras en que la mayoría de los estadounidenses consideraría intolerable.
Ahora, una vez que vayamos más allá de los dos extremos de este debate, se hace posible forjar una estrategia práctica y con sentido común que refleje nuestro patrimonio y nuestros valores. Este tipo de estrategia exige que todos rindan cuentas: el gobierno, las empresas y las personas.
El gobierno tiene la responsabilidad fundamental de resguardar nuestras fronteras. Por eso he dado instrucciones a la secretaria de Seguridad Nacional, Janet Napolitano, ex gobernadora de un estado fronterizo, de que mejore nuestra política de velar por el cumplimiento de la ley sin tener que esperar una nueva ley.
Hoy, tenemos más efectivos en el terreno cerca de la frontera sudoeste que en ningún otro momento de nuestra historia. Permítanme repetirlo: tenemos más efectivos en el terreno en la frontera sudoeste que en ningún otro momento de nuestra historia. Hemos aumentado al doble el personal asignado a nuestros Grupos de Trabajo de Control y Seguridad Fronteriza (Border Enforcement Security Task Forces). Hemos aumentado al triple el número de analistas de inteligencia a lo largo de la frontera. Por primera vez, hemos comenzado a inspeccionar 100 por ciento de los envíos por tren hacia el sur. Y como resultado, hemos confiscado más armas ilegales, dinero en efectivo y drogas que en años pasados. Al contrario de lo que dicen algunos de los informes que se ven, el crimen a lo largo de la frontera ha bajado. Y los datos estadísticos recopilados por el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza (Customs and Border Protection) reflejan una reducción significativa en el número de personas que tratan de cruzar la frontera ilegalmente.
Entonces, el asunto es el siguiente: la frontera sur está más segura hoy en día que nunca antes en los últimos 20 años. Eso no significa que no nos quede trabajo por hacer. Debemos hacer ese trabajo, pero es importante reconocer los hechos. A pesar de que estamos comprometidos a hacer lo necesario para resguardar nuestras fronteras, incluso sin la aprobación de una nueva ley, hay quienes alegan que no deberíamos avanzar con ninguno de los demás elementos de la reforma hasta que hayamos sellado del todo nuestras fronteras. Pero nuestras fronteras simplemente son demasiado extensas para que podamos resolver el problema con tan sólo muros y patrullas fronterizas. No funcionará. Nuestras fronteras no estarán seguras mientras se dediquen nuestros limitados recursos no sólo a detener pandillas y terroristas potenciales, sino también a los cientos de miles que tratan de cruzar todos los años, simplemente para encontrar trabajo.
Por eso se debe responsabilizar a las empresas si trasgreden la ley al contratar deliberadamente a trabajadores indocumentados y explotarlos. Ya hemos comenzado a aumentar los operativos contra los centros laborales que son los peores trasgresores. Y estamos implementando y mejorando un sistema para darles a los empleadores una manera segura de verificar que sus empleados estén aquí legalmente. Pero es necesario que hagamos más. No podemos continuar haciéndonos de la vista gorda mientras una porción significativa de nuestra economía opera al margen de la ley. Genera abusos y malas prácticas. Castiga a los empleadores que actúan responsablemente y perjudica a los trabajadores estadounidenses. Y a fin de cuentas, si disminuye la demanda de trabajadores indocumentados, el incentivo para que la gente venga aquí ilegalmente también se reducirá.
Finalmente, debemos exigir responsabilidad de la gente que vive aquí ilegalmente. Se debe requerir que admitan que infringieron la ley. Se debe requerir que se inscriban, paguen sus impuestos, paguen una multa y aprendan inglés. Deben regularizar su situación antes de poder ponerse en fila para obtener la ciudadanía, no solamente porque es justo, no solamente porque les dejará en claro a quienes desean venir a Estados Unidos que lo deben hacer conforme a la ley, sino porque es así que demostramos que ser… lo que significa ser estadounidense. Ser ciudadano de este país conlleva no sólo derechos, sino también ciertos deberes fundamentales. Podemos crear una vía para el estatus legal que sea justa, refleje nuestros valores y funcione.
Ahora bien, detener la inmigración ilegal va de la mano con la reforma de nuestro defectuoso sistema de inmigración legal. Hemos empezado a hacer eso eliminando el atraso en los trámites de verificación de antecedentes penales que en cierto momento llegó a ser de un año, y eso sólo para el trámite de antecedentes penales. Ahora la gente puede hacer el seguimiento de sus trámites de inmigración por correo electrónico o mensajes de texto. Hemos mejorado la responsabilidad y seguridad en el sistema de detención. Y hemos contenido el incremento en las tarifas de naturalización. Pero aquí también necesitamos hacer más. Debemos hacer que sea más fácil que los mejores y más brillantes vengan a abrir un negocio, desarrollar productos y generar empleo.
Nuestras leyes deben respetar a las familias que siguen las reglas, en lugar de separarlas. Debemos proporcionarles a los agricultores una manera legal de contratar a los trabajadores que necesitan y una manera para que esos trabajadores puedan legalizar su situación. Y debemos dejar de castigar a menores de edad inocentes por los actos de sus padres, al negarles la oportunidad de quedarse aquí, recibir una educación y aportar su talento para construir un país donde han crecido. La Ley DREAM haría esto, y por eso apoyé esta ley como legislador estatal y como senador federal, y por eso continúo apoyándola como Presidente.
Entonces, éstos son los elementos esenciales de una reforma integral de la inmigración. La pregunta ahora es si tendremos el valor y la voluntad política de aprobar la ley en el Congreso, para finalmente hacer esto. El verano pasado sostuve una reunión con líderes de ambos partidos, entre ellos muchos de los republicanos que apoyaron la reforma en el pasado y algunos que no la apoyaron. Y me complació ver un marco bipartidista propuesto en el Senado por los senadores Lindsey Graham y Chuck Schumer, con quienes me reuní para hablar de este tema. He hablado con el Grupo Hispano del Congreso (Congressional Hispanic Caucus) para reunirnos y trazar un plan, y luego me reuní con ellos a principios de esta semana.
Y he hablado con representantes de una coalición cada vez más numerosa de sindicatos y grupos empresariales, defensores de inmigrantes y organizaciones comunitarias, agencias de la ley y gobiernos locales... todos los que reconocen la importancia de la reforma de la inmigración. Y me reuní con líderes de las comunidades religiosas de Estados Unidos, como el Rev. Hybels, gente de diferentes credos y religiones, algunos liberales y algunos conservadores que, no obstante, comparten el sentido de urgencia, que comprenden que solucionar los problemas de nuestro fallido sistema de inmigración no sólo es una cuestión política, no sólo una cuestión económica, sino también un imperativo moral.
Y hemos alcanzado logros. Estoy listo para seguir adelante, los demócratas, en su mayoría, están listos para seguir adelante, y creo que los estadounidenses, en su mayoría, están listos para seguir adelante. Pero el hecho es que, sin apoyo de ambos partidos, como el que hubo hace unos años, no podemos resolver este problema. No es posible aprobar una reforma que lleve rendimiento de cuentas a nuestro sistema de inmigración sin votos republicanos. Ésa es la realidad política y matemática. La única manera de reducir las probabilidades de que este esfuerzo falle otra vez debido a la política es si los miembros de ambos partidos están dispuestos a asumir la responsabilidad por resolver este problema de una vez por todas.
Y sí, éste es un tema que suscita fervor y que se presta a la demagogia. Una y otra vez, este tema se ha usado para dividir, azuzar y satanizar a la gente, y entonces, el impulso natural y comprensible entre quienes son candidatos en elecciones es dejar este asunto de lado y diferir este asunto un día más, un año más, un periodo presidencial más. A pesar del liderazgo valiente que demostraron muchos demócratas y republicanos en el pasado, entre ellos, dicho sea de paso, mi predecesor, el Presidente Bush, ésta fue la norma. Por eso todavía tenemos un sistema defectuoso y peligroso que es ofensivo para nuestros valores estadounidenses fundamentales.
Pero creo que podemos poner la política de lado y finalmente tener un sistema de inmigración que rinda cuentas. Considero que podemos apelar no a los temores de la gente, sino a sus esperanzas, sus ideales más altos. Porque así somos los estadounidenses. Está inscrito en el sello de nuestra nación desde la declaración de independencia. “E pluribus unum”. De muchos, uno. Eso fue lo que atrajo a los perseguidos y empobrecidos a nuestras costas. Eso fue lo que llevó a los innovadores y audaces de todo el mundo a probar suerte aquí, en el país de las oportunidades. Eso fue lo que llevó a la gente a soportar miserias indescriptibles para llegar a este país llamado Estados Unidos.
Una de las mayores olas de inmigración de nuestra historia tuvo lugar hace poco más de un siglo. En ese tiempo, se desterraba de Europa Oriental a los judíos, quienes a menudo escapaban en medio de balaceras y a la luz del fuego de sus aldeas incendiadas. El viaje podía tomar meses, mientras las familias cruzaban ríos en la oscuridad de la noche, viajaban millas a pie y cruzaban el peligroso y turbulento Atlántico Norte. Una vez aquí, muchos se instalaron al sur de Manhattan, una zona llena de vida y actividad.
Fue entonces que una joven llamada Emma Lazarus, cuya familia había escapado de la persecución en Europa varias generaciones antes, adoptó la causa de estos nuevos inmigrantes. Aunque era poeta, pasó mucho tiempo abogando por mejor cuidado de salud y vivienda para los recién llegados. Inspirada por lo que vio y escuchó, escribió sus pensamientos y donó su trabajo para ayudar a construir una nueva estatua: la Estatua de la Libertad, que en realidad fue financiada en parte por pequeñas donaciones de gente de todo Estados Unidos.
Muchos años antes de que se construyera la estatua, mucho antes de que la vieran multitudes de inmigrantes alargando el cuello al cielo para ver el final de un viaje largo y brutal, mucho antes de que se convirtiera en el símbolo de todo lo que valoramos, ella se imaginó lo que podía significar. Se imaginó la visión de una estatua gigantesca en el umbral de una gran nación, pero a diferencia de los grandes monumentos de la antigüedad, ésta no sería el símbolo de un imperio. En vez, sería el símbolo del arribo a un refugio, un lugar con libertad y oportunidades. Escribió:
“Aquí se levanta a nuestras puertas, / bañadas de sol y de mar/ Una mujer poderosa con una antorcha/ de cuya mano sale un haz de luz,/ símbolo de bienvenida al mundo/ “¡Que las antiguas tierras conserven su ilustre pompa!/ ¡Que vengan a mí sus multitudes exhaustas y pobres/ que anhelan ser libres…!/ Envíenme a los desamparados y náufragos de tormentas/ ¡Mi luz brilla junto a la puerta dorada!”.
Recordemos estas palabras. Porque cada generación tiene la responsabilidad de asegurar que esa luz, ese símbolo, continúe brillando como una fuente de esperanza para el mundo y una fuente de prosperidad aquí en nuestro país.
Gracias. Y que Dios los bendiga y bendiga a Estados Unidos de Norteamérica. Muchas gracias.
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