Jorge
Beinstein
ALAI
AMLATINA, 21/03/2016.-
La coyuntura global está marcada por una crisis deflacionaria
motorizada por
las grandes potencias. La caída de los precios de las
commodities, cuyo aspecto
más llamativo fue, desde mediados del 2014, la de las
cotizaciones del
petróleo, descubre el desinfle de la demanda internacional
mientras tanto se
estanca la ola financiera, muleta estratégica del sistema
durante las últimas
cuatro décadas. La crisis de la financierización de la economía
mundial va
ingresando de manera zigzageante en una zona de depresión, las
principales
economías capitalistas tradicionales crecen poco o nada[1]
y China se desacelera
rápidamente. Frente a ello Occidente despliega su último
recurso: el aparato de
intervención militar integrando componentes armadas
profesionales y
mercenarias, mediáticas y mafiosas articuladas como “Guerra de
Cuarta
Generación” destinada a destruir sociedades periféricas para
convertirlas en
zonas de saqueos. Es la radicalización de un fenómeno de larga
duración de
decadencia sistémica donde el parasitismo financiero y militar
se fue
convirtiendo en el centro hegemónico de Occidente.
No
presenciamos la
“recomposición” política-económica-militar del sistema como lo
fue la
reconversión keynesiana (militarizada) de los años 1940 y 1950
sino su
degradación general. La mutación parasitaria del capitalismo lo
convierte en un
sistema de destrucción de fuerzas productivas, del medio
ambiente, y de
estructuras institucionales donde las viejas burguesías se van
transformando en
círculos de bandidos, novedoso encumbramiento planetario de
lumpenburguesías
centrales y periféricas.
La declinación del
progresismo
Inmersa
en este mundo se
despliega la coyuntura latinoamericana donde convergen dos
hechos notables: la
declinación de las experiencias progresistas y la prolongada
degradación del
neoliberalismo que las precedió y las acompañó desde países que
no entraron en
esa corriente de la que ahora ese neoliberalismo degradado
aparece como el
sucesor.
Los
progresismos
latinoamericanos se instalaron sobre la base de los desgastes y
en ciertos
casos de las crisis de los regímenes neoliberales y cuando
llegaron al gobierno
los buenos precios internacionales de las materias primas
sumados a políticas
de expansión de los mercados internos les permitieron recomponer
la
gobernabilidad.
El
ascenso progresista se
apoyó en dos impotencias; la de la derechas que no podían
asegurar la
gobernabilidad, colapsadas en algunos casos (Bolivia en 2005,
Argentina en
2001-2002, Ecuador en 2006, Venezuela en 1998) o sumamente
deterioradas en
otros (Brasil, Uruguay, Paraguay) y la impotencia de las bases
populares que
derrocaron gobiernos, desgastaron regímenes pero que incluso en
los procesos
más radicalizados no pudieron imponer revoluciones,
transformaciones que fueran
más allá de la reproducción de las estructuras de dominación
existentes.
En
los casos de Bolivia y
Venezuela los discursos revolucionarios acompañaron prácticas
reformistas
plagadas de contradicciones, se anunciaban grandes
transformaciones pero las
iniciativas se embrollaban en infinitas idas y venidas, amagos,
desaceleraciones “realistas” y otras astucias que expresaban el
temor profundo
a saltar las vallas del capitalismo. Ello no solo posibilitó la
recomposición
de las derechas sino también la proliferación a nivel estatal de
podredumbres
de todo tipo, grandes corrupciones y pequeñas corruptelas.
Venezuela
aparece como el
caso más evidente de mezcla de discursos revolucionarios,
desorden operativo,
transformaciones a medio camino y autobloqueos ideológicos
conservadores. No se
consiguió encaminar la transición revolucionaria proclamada (más
bien todo lo
contrario) aunque si se logró caotizar el funcionamiento de un
capitalismo
estigmatizado pero de pie, obviamente los Estados Unidos
promueven y aprovechan
esa situación para avanzar en su estrategia de reconquista del
país. El
resultado es una recesión cada vez más grave, una inflación
descontrolada,
importaciones fraudulentas masivas que agravan la escasez de
productos y la
evasión de divisas que marcan a una economía en crisis aguda[2].
En
Brasil el zigzagueo
entre un neoliberalismo “social” y un keynesianismo light casi
irreconocible
fue reduciendo el espacio de poder de un progresismo que
desbordaba
fanfarronería “realista” (incluida su astuta aceptación de la
hegemonía de los
grupos económicos dominantes). La dependencia de las
exportaciones de
commodities y el sometimiento a un sistema financiero local
transnacionalizado
terminaron por bloquear la expansión económica, finalmente la
combinación de la
caída de los precios internacionales de las materias primas y la
exacerbación
del pillaje financiero precipitaron una recesión que fue
generando una crisis
política sobre la que empezaron a cabalgar los promotores de un
“golpe blando”
ejecutado por la derecha local y monitoreado por los Estados
Unidos.
En
Argentina el “golpe
blando” se produjo protegido por una máscara electoral forjada
por una
manipulación mediática desmesurada, el progresismo kirchnerista
en su última
etapa había conseguido evitar la recesión aunque con un
crecimiento económico
anémico sostenido por un fomento del mercado interno respetuoso
del poder
económico. También fue respetada la mafia judicial que junto a
la mafia
mediática lo acosaron hasta desplazarlo políticamente en medio
de una ola de
histeria reaccionaria de las clases altas y del grueso de las
clases medias.
En
Bolivia Evo Morales
sufrió su primera derrota política significativa en el
referéndum sobre
reelección presidencial, su llegada al gobierno marcó el ascenso
de las bases
sociales sumergidas por el viejo sistema racista colonial. Pero
la mezcla
híbrida de proclamas antiimperialistas, postcapitalistas e
indigenistas con la
persistencia del modelo minero-extractivista de deterioro
ambiental y de
comunidades rurales y del burocratismo estatal generador de
corrupción y
autoritarismo terminaron por diluir el discurso del “socialismo
comunitario”.
Quedó así abierto el espacio para la recomposición de las elites
económicas y
la movilización revanchista de las clases altas y su séquito de
clases medias
penetrando en un vasto abanico social desconcertado.
Ahora
las derechas
latinoamericanas van ocupando las posiciones perdidas y
consolidan las
preservadas, pero ya no son aquellas viejas camarillas
neoliberales optimistas
de los años 1990, han ido mutando a través de un complejo
proceso económico,
social y cultural que las ha convertido en componentes de
lumpenburguesías
nihilistas embarcadas en la ola global del capitalismo
parasitario.
Grupos
industriales o de
agrobusiness fueron combinando sus inversiones tradicionales con
otras más
rentables pero también más volátiles: aventuras especulativas,
negocios
ilegales de todo tipo (desde el narco hasta operaciones
inmobiliarias opacas
pasando por fraudes comerciales y fiscales y otros
emprendimientos turbios)
convergiendo con “inversiones” saqueadoras provenientes del
exterior como la
megaminería o las rapiñas financieras.
Dicha
mutación tiene
lejanos antecedentes locales y globales, variantes nacionales y
dinámicas
específicas, pero todas tienden hacia una configuración basada
en el predominio
de elites económicas sesgadas por la “cultura
financiera-depredadora”
(cortoplacismo, desarraigo territorial, eliminación de fronteras
entre
legalidad e ilegalidad, manipulación de redes de negocios con
una visión más
próxima al videojuego que a la gestión productiva y otras
características
propias del globalismo mafioso) que disponen del control
mediático como
instrumento esencial de dominación rodeándose de satélites
políticos,
judiciales, sindicales, policiales-militares, etc.
¿Restauraciones
conservadoras o instauraciones de neofascismos coloniales?
Por
lo general el
progresismo califica a sus derrotas o amenazas de derrotas como
victorias o
peligros de regreso del pasado neoliberal, también suele
utilizarse el término
“restauración conservadora”, pero ocurre que esos
fenómenos son
sumamente innovadores, tienen muy poco de “conservadores”.
Cuando evaluamos a
personajes como Aecio Neves, Mauricio Macri o Henrique Capriles
no encontramos
a jefes autoritarios de elites oligárquicas estables sino a
personajes completamente
inescrupulosos, sumamente ignorantes de las tradiciones
burguesas de sus países
(incluso en ciertos casos con miradas despreciativas hacia las
mismas),
aparecen como una suerte de mafiosos entre primitivos y
posmodernos encabezando
políticamente a grupos de negocios cuya norma principal es la de
no respetar
ninguna norma (en la medida de lo posible).
Otro
aspecto importante de
la coyuntura es el de la irrupción de movilizaciones
ultra-reaccionarias de
gran dimensión donde las clases medias ocupan un lugar central.
Los gobiernos
progresistas suponían que la bonanza económica facilitaría la
captura política
de esos sectores sociales pero ocurrió lo contrario: las capas
medias se
derechizaban mientras ascendían económicamente, miraban con
desprecio a los de
abajo y asumían como propios los delirios neofascistas de los de
arriba. El
fenómeno sincroniza con tendencias neofascistas ascendentes en
Occidente, desde
Ucrania hasta los Estados Unidos pasando por Alemania, Francia,
Hungría, etc.,
expresión cultural del neoliberalismo decadente, pesimista, de
un capitalismo
nihilista ingresando en su etapa de reproducción ampliada
negativa donde el
apartheid aparece como la tabla de salvación.
Pero
este neofascismo
latinoamericano incluye también la reaparición de viejas raíces
racistas y
segregacionistas que habían quedado tapadas por las crisis de
gobernabilidad de
los gobiernos neoliberales, la irrupción de protestas populares
y las
primaveras progresistas. Sobrevivieron a la tempestad y en
varios casos resurgieron
incluso antes del comienzo de la declinación del progresismo
como en Argentina
el egoísmo social de la época de Menem o el gorilismo racista
anterior, en
Bolivia el desprecio al indio y en casi todos los casos
recuperando restos del
anticomunismo de la época de la Guerra Fría. Supervivencias del
pasado,
latencias siniestras ahora mezcladas con las nuevas modas.
Una
observación importante
es que el fenómeno asume características de tipo “contrarrevolucionario”,
apuntando
hacia una política de tierra arrasada, de extirpación del
enemigo
progresista, es lo que se ve actualmente en Argentina o lo que
promete la
derecha en Venezuela o Brasil, la blandura del contrincante, sus
miedos y
vacilaciones excitan la ferocidad reaccionaria. Refiriéndose a
la victoria del
fascismo en Italia Ignazio Silone la definía como una
contrarrevolución que
había operado de manera preventiva contra una amenaza
revolucionaria
inexistente[3].
Esa no existencia real de amenaza o de proceso revolucionario en
marcha, de
avalancha popular contra estructuras decisivas del sistema
desmoronándose o
quebradas, envalentona (otorga sensación de impunidad) a las
elites y su base
social.
La
marea
contrarrevolucionaria es uno de los resultados posibles de la
descomposición
del sistema imponiendo de manera exitosa en algunos casos del
pasado proyectos
de recomposición elitista, en el caso latinoamericano expresa
descomposición
capitalista sin recomposición a la vista.
Si
el progresismo fue la
superación fracasada del fracaso neoliberal, este neofascismo
subdesarrollado
exacerba ambos fracasos inaugurando una era de duración incierta
de contracción
económica y desintegración social. Basta ver lo ocurrido en
Argentina con la
llegada de Macri a la presidencia: en unas pocas semanas el país
pasó de un
crecimiento débil a una recesión que se va agravando rápidamente
producto de un
gigantesco pillaje, no es difícil imaginar lo que puede ocurrir
en Brasil o en
Venezuela que ya están en recesión si la derecha conquista el
poder político.
La
caída de los precios de
las commodities y su creciente volatilidad, que la prolongación
de la crisis
global seguramente agravará, han sido causas importantes del
fracaso
progresista y aparecen como bloqueos irreversibles de los
proyectos de
reconversión elitista-exportadora medianamente estables. Las
victorias
derechistas tienden a instaurar economías funcionando a baja
intensidad, con
mercados internos contraídos e inestables, eso significa que la
supervivencia
de esos sistemas de poder dependerá de factores que las mafias
gobernantes
pretenderán controlar. En primer término el descontento de la
mayor parte de la
población aplicando dosis variables de represión, legal e
ilegal,
embrutecimiento mediático, corrupción de dirigentes y
degradación moral de las clases
bajas. Se trata de instrumentos que la propia crisis y la
combatividad popular
pueden inutilizar, en ese caso el fantasma de la revuelta social
puede
convertirse en amenaza real.
La estrategia imperial
Los
Estados Unidos
desarrollan una estrategia de reconquista de América Latina
aplicándola de
manera sistemática y flexible. El golpe blando en Honduras fue
el puntapié
inicial al que le siguió el golpe en Paraguay y un conjunto de
acciones
desestabilizadoras, algunas muy agresivas, de variado éxito que
fueron
avanzando al ritmo de las urgencias imperiales y del desgaste de
los gobiernos
progresistas. En varios casos las agresiones más o menos
abiertas o intensas se
combinaron con buenos modales que intentaban vencer sin
violencias militar o
económica o sumando dosis menores de las mismas con operaciones
domesticadoras.
Donde no funcionaba eficazmente la agresión empezó a ser
practicado el ablande
moral, se implementaron paquetes persuasivos de configuración
variable
combinando penetración, cooptación, presión, premios y otras
formas retorcidas
de ataque psicológico-político.
El
resultado de ese
despliegue complejo es una situación paradojal: mientras los
Estados Unidos
retroceden a nivel global en términos económicos y geopolíticos,
van
reconquistando paso a paso su patio trasero latinoamericano. La
caída de
Argentina ha sido para el Imperio una victoria de gran
importancia trabajada
durante mucho tiempo a lo que es necesario agregar tres
maniobras decisivas de
su juego regional: el sometimiento de Brasil, el fin del
gobierno chavista en
Venezuela y la rendición negociada de la insurgencia colombiana.
Cada uno de
estos objetivos tiene un significado especial:
La
victoria imperialista en
Brasil cambiaría dramáticamente el escenario regional y
produciría un impacto
negativo de gran envergadura al bloque BRICS afectando a sus dos
enemigos
estratégicos globales: China y Rusia. La victoria en Venezuela
no solo le otorgaría
el control del 20 % de las reservas petrolíferas del planeta (la
mayor reserva
mundial) sino que tendría un efecto dominó sobre otros gobiernos
de la región
como los de Bolivia, Ecuador y Nicaragua y perjudicaría a Cuba
sobre la que los
Estados Unidos están desplegando una suerte de abrazo de oso.
Finalmente
la extinción de
la insurgencia colombiana además de despejar el principal
obstáculo al saqueo
de ese país le dejaría las manos libres a sus fuerzas armadas
para eventuales
intervenciones en Venezuela. Desde el punto de vista estratégico
regional el
fin de la guerrilla colombiana sacaría del escenario a una
poderosa fuerza
combatiente que podría llegar a operar como un
mega-multiplicador de
insurgencias en una región en crisis donde la generalización de
gobiernos
mafioso-derechistas agravará la descomposición de sus
sociedades. Se trata tal
vez de la mayor amenaza estratégica a la dominación imperial, de
un enorme
peligro revolucionario continental, es precisamente esa
dimensión
latinoamericana del tema lo que ocultan los medios de
comunicación dominantes.
Decadencia sistémica y
perspectivas populares
Más
allá de la curiosa
paradoja de un imperio decadente reconquistando su retaguardia
territorial,
desde el punto de vista de la coyuntura global, de la decadencia
sistémica del
capitalismo, la generalización de gobiernos pro-norteamericanos
en América
Latina puede ser interpretada superficialmente como una gran
victoria
geopolítica de los Estados Unidos aunque si profundizamos el
análisis e introducimos
por ejemplo el tema del agravamiento de la crisis impulsada por
esos gobiernos
tenderíamos a interpretar al fenómeno como expresión específica
regional de la
decadencia del sistema global.
El
alejamiento del estorbo
progresista puede llegar a generar problemas mayores a la
dominación imperial,
si bien las inclusiones sociales y los cambios económicos
realizados por el
progresismo fueron insuficientes, embrollados, estuvieron
impregnados de
limitaciones burguesas y si su autonomía en materia de política
internacional
tuvo una audacia restringida; lo cierto es que su recorrido ha
dejado huellas,
experiencias sociales , dignificaciones (suprimidas por la
derecha) que serán
muy difícil extirpar y que en consecuencia pueden llegar a
convertirse en aportes
significativos a futuros (y no tan lejanos) desbordes populares
radicalizados.
La
ilusión progresista de
humanización del sistema, de realización de reformas “sensatas”
dentro de los
marcos institucionales existentes, puede pasar de la decepción
inicial a una
reflexión social profunda, crítica de la institucionalidad
mafiosa, de la
opresión mediática y de los grupos de negocios parasitarios.
Ello incluye a la
farsa democrática que los legitima. En ese caso la molestia
progresista podría
convertirse tarde o temprano en huracán revolucionario no porque
el progresismo
como tal evolucione hacia la radicalidad anti-sistema sino
porque emergería una
cultura popular superadora, desarrollada en la pelea contra
regímenes
condenados a degradarse cada vez más.
En
ese sentido podríamos
entender uno de los significados de la revolución cubana, que
luego se extendió
como ola anticapitalista en América Latina, como superación
crítica de los
reformismos nacionalistas democratizantes fracasados (como el
varguismo en Brasil,
el nacionalismo revolucionario en Bolivia, el primer peronismo
en Argentina o
el gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala). La memoria popular
no puede ser
extirpada, puede llegar a hundirse en una suerte de
clandestinidad cultural, en
una latencia subterránea digerida misteriosamente, pensada por
los de abajo,
subestimada por los de arriba, para reaparecer como presente,
cuando las
circunstancias lo requieran, renovada, implacable.
- Jorge Beinstein es economista argentino,
docente de la Universidad
de
Buenos Aires.
URL de este artículo: http://www.alainet.org/es/ articulo/176210
[1]
Si consideramos el último lustro (2010-2014) el crecimiento
promedio real de la
economía de Japón ha sido del orden del 1,5 %, la de Estados
Unidos 2,2 % y la
de Alemania 2 % (Fuente: Banco Mundial).
[2] Un
buen ejemplo es el de la “importación” de
fármacos donde empresas multinacionales como Pfizer,
Merck y P&G hacen fabulosos negocios ilegales ante un
gobierno “socialista”
que les suministra dólares a precios preferenciales. Con un
juego de
sobrefacturaciones, sobreprecios e importaciones
inexistentes las empresas
farmacéuticas habían importado en 2003 unas 222 mil
toneladas de productos por
los que pagaron 434 millones de dólares (unos 2 mil dólares
por tonelada), en
2010 las importaciones bajaron a 56 mil toneladas y se
pagaron 3410 millones de
dólares (60 mil dólares la tonelada) y en 2014 las
importaciones descendieron
aún más a 28 mil toneladas y se pagaron 2400 millones de
dólares (un poco menos
de 87 mil dólares la tonelada). Como bien lo señala Manuel
Sutherland de cuyo
estudio extraigo esa información: “lejos de plantearse la
creación de una
gran empresa estatal de producción de fármacos, el
gobierno prefiere darles
divisas preferenciales a importadores fraudulentos, o
confiar en burócratas que
realizan importaciones bajo la mayor opacidad”. Manuel
Sutherland, “2016:
La peor de las crisis económicas, causas, medidas y crónica
de una ruina
anunciada”, CIFO, Caracas 2016.
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