La inmensa Ciudad del Libro de Paju concentra la industria editorial del
país | La
amenaza del vecino del norte tal vez explica la fascinación por el género de
terror
Cultura | 03/12/2014
ANTONIO LOZANO
Entre las amenazas bélicas que llegan
del norte y el viejo legado de Confucio, entre el extenuante milagro económico
y el exitoso pop de 'Gangnam style', entre Oriente y Occidente, Corea del Sur
intenta sobrevivir construyendo también un entramado cultural -literario,
arquitectónico, cinematográfico...- con vistas al futuro. Recorremos sus principales
enclaves y paisajes
Como la
Austria en tránsito impaciente del siglo XIX al XX, la Corea del Sur que quema
los puentes que unen el XX y el XXI es una sociedad profundamente angustiada
que está desarrollando una vida cultural esplendorosa, un país que vende
progreso y exhibe creatividad al tiempo que por sus tejidos profundos se
expande la necrosis. Corea del Sur es uno de los mayores fabricantes y
exportadores de productos cosméticos del planeta y su capital, Seúl, un centro
de peregrinaje para las operaciones de cirugía estética, pero también una
nación infeliz que ha encontrado en el arte una válvula de escape con la que
sacar a la luz cuanto disimula el maquillaje y el bisturí.
Aunque un festín de gansadas, colorines y ritmos pegadizos hiciera que pasara desapercibida para la mayor parte de los occidentales, la contradicción quedaba a su vez representada y expuesta en aquel elemento que, por sí solo, más ha hecho en la última década por colocar al país asiático en el mapa: la canción Gangnam style (del rapero PSY), y su correspondiente videoclip de viralidad récord, denunciaba la superficialidad y la fachada del nuevo rico que compra desaforadamente y se pavonea por el barrio chic del título de la canción, conteniendo un subtexto más amplio por el que se criticaba la obsesión patria por practicar una consumista huida hacia adelante en lugar de sentarse en el diván. Si el sufrimiento antes venía dado por deplorables cuestiones políticas -la dominación japonesa de la península entre 1910 y 1945, seguida por la guerra civil y la partición en dos estados de 1953, y luego tres décadas de dictaduras militares-, ahora es la excelencia económica la que de forma irónica ha puesto la soga alrededor del cuello. De ser un país considerablemente pobre y atrasado a mediados de los años ochenta, momento en que sus ciudadanos comienzan a obtener permiso para salir al extranjero, devino en los noventa uno de los denominados tigres asiáticos que, tras superar una bancarrota que condujo a su rescate por el Fondo Monetario Internacional, goza hoy de un destacado crecimiento anual del PIB y un desempleo mínimo, habiéndose consolidado como una voraz potencia tecnológica con la tentacular empresa Samsung copando en torno al 25 por ciento del mercado mundial de smartphones.
Ahora bien, ¿cómo se
produjo el milagro? En crudas palabras, con la tasa de suicidio infantil más
elevada del planeta -el gobierno tuvo que obligar por ley a que las academias
de refuerzo cerraran sus puertas a las diez de la noche en vez de a las dos de
la madrugada- y una asfixiante exigencia laboral -jornadas extenuantes unidas a
ridículos periodos vacacionales-. Sobre esto último: el gobierno anda detrás de
abolir la costumbre de que los jefes arrastren a sus ya de por sí derrengados
empleados a beber hasta bien entrada la noche, obligándolos con frecuencia a
regresar a la oficina a dormir sobre sus mesas de trabajo dado que suelen
residir muy lejos del centro.
Pero antes de abordar cualquier asunto relacionado con Corea del Sur,
incluyendo por descontado sus actividades culturales, hay que hablar del legado
de Confucio. Su doctrina sigue regulando la educación, el carácter y todos los
órdenes del trato privado y profesional de sus individuos. La misión primordial
es la búsqueda de la armonía del conjunto, no la satisfacción de los deseos e
intereses personales. Uno sirve a su país y satisface a la comunidad. La
contemplación del orden jerárquico es sagrada y, por ello, se reverencia a la
tercera edad y a la autoridad. A título personal, recuerdo una cena con el
escritor estadounidense Gary Shteyngart, cuya esposa coreana dejó estupefactos
a los comensales al decir que, cuando en su país te preguntan cómo te marchan
las cosas, nunca te incluyes en la respuesta, sino que la defieres a lo bien o
lo mal que le va a tu familia y a tu empresa.
"Creo que lo que más define al carácter coreano es su tenacidad. Al
contrario que los japoneses, no somos personas marcadamente perfeccionistas,
pero sí muy entregadas y constantes. Si nos proponemos algo, lo llevamos a
cabo, no desfallecemos. Existe un gran espíritu de sacrificio, aunque juegue en
contra de nuestro bienestar e incluso de nuestra salud". Así se expresa
Kim Cheson, profesora del Departamento de Español de la Universidad de Hankuk,
que se encuentra disfrutando de una beca en la Fundación Cultural Toji.
Engastado en el apacible paisaje montañoso de Gangwondo y cercado por campos de
labranza, el centro supone el legado de un tesoro literario nacional, Park
Kyong Ni (1926-2008), autora de la saga épica en veintiún volúmenes Toji (Tierra). Cheson es la traductora al
castellano de la obra teatral de Juan Mayorga y, junto a casi una veintena de
residentes (escritores, músicos, ilustradores, fotógrafos...), trabaja en
proyectos creativos en un entorno remoto e idílico.
La disciplina que se observa en Toji es marcial, almuerzo a las doce y cena a
las seis, nada de sobremesas, sólo los fines de semana se socializa. En el mes
de julio que pasó este periodista en Toji no vio a nadie utilizar los juegos de
mesa de la sala de ocio, ni encender su aparato de televisión, ni sacarle las
telarañas a las raquetas de ping pong. Pasada la medianoche, las ventanas
abiertas para que corriera el aire fresco permitían distinguir, recortándose
contra la oscuridad de la habitación por la tenue luz emitida por los flexos, a
multitud de figuras con expresión reconcentrada inclinadas sobre la mesa de
trabajo.
Un ovni polémico
A menos de una hora en coche del verdor y el aire puro de Gangwondo, la
bulliciosa capital coreana (diez millones y medio de habitantes) saca pecho y
levanta polvareda con la llamada a convertirse en la principal turbina cultural
y de ocio del país. Inaugurado el pasado marzo, el Dongdaemun Design Plaza
(DDP), puede ser, atendiendo a miradas y valoraciones en ocasiones
irreconciliables; uno: una ballena de hormigón reforzado y acero inoxidable o
un platillo volante de una aleación extraterrestre varado en medio de la urbe,
siempre para la mente con tendencia a fantasear. Dos: un glorioso dinamizador
de la industria creativa y del diseño, destinado a inspirar urbi et orbi, cuyas
sesenta atracciones atraerán a 5,5 millones de visitantes anuales hasta
procurar un aumento de la renta per cápita de los locales de cuarenta dólares
llegado el 2020, siempre bajo la óptica de sus impulsores (gobierno y sector privado).
O tres: un vergonzoso despilfarro -451 millones de dólares de infladísimo coste
final-, una aberración estética, un sacrilegio al levantarse en parte sobre
unas valiosas ruinas arqueológicas, y una amenaza para los centenares de
pequeños comercios que se apiñan en el mercado de ropa con el que comparte
barrio, según al detractor al que se le pregunte.
Sea como fuere, Seúl ya cuenta con su controvertido edificio icónico ( calificativos que suelen ir de la mano),
firmado por la arquitecta vedette Zaha
Hadid, quien ha asegurado haberse inspirado en las técnicas de representación
de la naturaleza de la pintura tradicional coreana. 85.320 metros cuadrados,
repartidos en cinco espacios -destinados a exposiciones, conciertos,
performances, negocios, lanzamiento de productos, compras y relajación-; 45.133
paneles de aluminio, cada uno de diferente tamaño; diseño eco-friendly de última generación y voluntad de
buscar la máxima continuidad y fusión orgánica entre el exterior y el interior.
La fuerza de la novedad y el tirón popular de algunas de las primeras
exposiciones, dedicadas a temas como los Transformers, una
telenovela romántica y la casa de modas Chanel, han facilitado una avalancha de
visitantes en los primeros meses, pero todo lo que a medio plazo no suponga
un efecto Guggenheim se antojará un relativo
fracaso.
Las dos Coreas firmaron un armisticio en 1953, por lo que técnicamente no hay
paz entre ellas, tal y como recuerdan las frecuentes bravuconadas del régimen
de Pyongyang amenazando con iniciar maniobras militares y los periódicos
simulacros de ataque que, concretamente en Seúl, movilizan a la ciudadanía
hacia los refugios subterráneos, junto a la presencia de máscaras antigás en la
mayoría de estaciones de metro y el despliegue en el país de más de 28.000
soldados estadounidenses. Existen por lo menos dos fórmulas de aproximación al
impacto que el belicoso vecino y su política de acoso eminentemente verbal ha
tenido en la cultura reciente del bloque meridional:
1. Desde un punto de vista creativo, son numerosos los analistas que han
trazado abundantes conexiones entre la fascinación de cineastas y espectadores
(también autores y consumidores de cómics) con el género del terror y la
violencia desaforada y el estado de paranoia y ansiedad en la que vive
instalado el individuo surcoreano. La recurrencia de tipologías como la
criatura sobrenatural, el asesino en serie o el gángster de métodos truculentos
enmascararía, tras diversos rostros, un mismo enemigo, ese soldado norcoreano
de identidad y rasgos indefinidos.
Las orgías de sangre y la producción en cadena de escalofríos en la pantalla
procurarían, por consiguiente, veladas catarsis psicológicas ante el pavor que
provoca tener a antiguos hermanos dispuestos a levantarse en armas bajo las órdenes
de un líder entre lo mesiánico y lo esperpéntico como es Kim Jong Un. No parece
en absoluto casual que, entre el 2006 y el 2104, la película más taquillera de
la historia de Corea del Sur fuera The host (Goemul, es decir, monstruo, en su título original) de
Bong Joon-ho, historia de una viscosa y destructiva criatura marina que esparce
el caos en la capital y que mora en el río Han, el mismo que discurre hasta la
frontera con el Norte y que es puntualmente atravesado por embarcaciones espía.
Tampoco podría calificarse de azaroso que, desde este pasado verano, tomara el
relevo la superproducción The admiral: Roaring currents de
Kim Han-min, espectacular recreación de la épica batalla naval de Myeongnyang
que en 1597 condujo a apenas doce embarcaciones comandadas por el almirante Yi
Sun-sin a vencer a las trescientas que conformaban la flota japonesa (la
particular batalla de las Termópilas de los surcoreanos, aunque obviamente con
un desenlace opuesto al de sus aniquilados pares griegos).
2. Desde un punto de vista geoestratégico, la sombra del Caín septentrional ha
dejado al descubierto cuáles son las preferencias de la nación presidida por la
conservadora Park Geun-hye, hija del difunto dictador Park Chung-hee. En líneas
generales, concentrar las industrias culturales en las zonas de mayor riesgo,
esto es, aquellas limítrofes con Corea del Norte, y alejar de las mismas a las
industrias de I+D. Dicho de otro modo, la ciencia y la tecnología
multiplicarían sus opciones de repliegue y supervivencia ante la eventualidad
de un ataque, mientras que las artes quedarían K.O. a las primeras de cambio.
Esta realidad queda ejemplificada por el contraste entre la ubicación de la
Incheon Free Economic Zone -el corazón económico del país, una ciudad
artificial articulada en tres áreas que suman 169,5 kilómetros cuadrados y que,
con un presupuesto de 36,36 trillones de wones, se halla en proceso de erigirse
en un hub de los negocios, la biomedicina, la logística,
la industria avanzada y la educación técnica superior- y la Ciudad de los
Libros de Paju. La primera crece a pasos agigantados en dirección sur, mientras
que la segunda se expande a un ritmo sostenido en dirección norte.
Libros al final de las alambradas y sobre un pantano
A treinta kilómetros de Seúl y, por tanto, sin abandonar la provincia de
Gyeonggi, se levanta la ciudad de Paju, dentro de cuyos límites se encuentra la
Ciudad del Libro, un complejo de un millón y medio de metros cuadrados sobre
terrenos que antaño pertenecieron al ministerio de Defensa y que, desde junio
de 1999, concentra el grueso de la industria editorial del país.
La autopista que conduce a la Ciudad del Libro desde la capital es la misma que
desemboca en la DMZ o Zona Desmilitarizada, un puesto fronterizo entre ambos
contendientes que sirve de lugar neutral de reuniones y que ha acabado
convertido en un surrealista foco de atracción turística. El trayecto permite
divisar las alambradas que circundan el río Han, salpicado de monolitos para
frenar el avance de lanchas espía y de garitas de observación en las que se
apostan soldados (el servicio militar, de dos años de duración, es
obligatorio), y, coronando diversos puntos de la carretera, gigantescos arcos
de hormigón prestos a ser dinamitados para bloquear el avance por tierra de las
tropas norcoreanas. Casi a las puertas de Paju, uno topa con dos señales claras
de que, al otro lado del río, ya se extiende terreno norcoreano. Por un lado,
las montañas están peladas de árboles, pues han sido talados para obtener leña
con la que calentarse, y, por el otro, con la ayuda de unos prismáticos pueden
divisarse los restos de una ciudad de cartón piedra con la que el aparato de
propaganda norcoreana pretendía, décadas atrás, animar a la defección a los del
sur bajo la promesa de un paraíso residencial.
Puede que ceder al libro un enclave tan poco tranquilo demuestre falta de
sensibilidad por parte de las autoridades pero, desde un ángulo onomástico, la
decisión adquiere plena coherencia ya que Paju forma parte del municipio de
Munbalri, que significa cultura o letras. Este templo literario también tuvo que hacer
frente a desafíos orográficos ya que se levanta sobre una zona pantanosa,
contemplando sus proyectores como objetivo sagrado una integración absoluta con
el entorno, lo que implica la preservación de la flora y la fauna con un celo
tal que deja a los jainistas como auténticos bárbaros. Para un país que
deposita en la armonía uno de sus principios rectores, el mensaje subyacente
era que el libre curso de la naturaleza y el libre curso de la cultura estaban
indisolublemente unidos.
Con unos índices de lectura anual de 9,9 títulos por año, fruto en parte de
que, independientemente de la abusiva manera de llegar a ello, el país lidera
el ranking mundial de formación escolar, el sector del libro en Corea del Sur,
aunque en clara recesión, es muy potente. Paju surgió como un pool de pequeñas
y medianas empresas de capital modesto que, atraídas por los incentivos
fiscales ofrecidos por el gobierno (no se pagan impuestos durante el primer
lustro y sólo el cincuenta por ciento los siguientes tres años), decidieron
mudarse a sus coordenadas de cara a conectar y abaratar la mayor cantidad
posible de fases y actividades en torno al libro. De este modo, en Paju
trabajan codo con codo, realizan sinergias o fusionan áreas de especialización
las editoriales, las agencias literarias, las imprentas, las oficinas de
derechos de autor, los estudios de diseño, las empresas de
distribución...
Hoy la Ciudad del Libro concentra el ochenta por ciento del negocio en Corea
del Sur a través de doscientas empresas que dan empleo a 10.000 personas que se
reparten entre ciento cincuenta edificios. Para el 2015 está prevista la
segunda fase de expansión con la llegada del sector cinematográfico y las
telecomunicaciones.
Sin embargo, no todo es negocio y efectividad. Para empezar, hay conocimiento.
Bajo el principio que se lee en uno de sus folletos -"un país con una
infraestructura bibliotecaria bien desarrollada existirá por mucho tiempo y su
pueblo gozará de ella para el cultivo de la mente"-, Paju dispone de dos
fondos bibliográficos y visuales fundamentales: el Archivo del Conocimiento
Cultural de Asia, destinado a preservar y difundir el patrimonio histórico,
lingüístico y cultural; y la Biblioteca de Seres Queridos, ideada con el fin de
recolectar testimonios que permitan "reflexionar sobre la vida y la muerte
desde un punto de vista humanitario". Con medio millón de visitas anuales,
Paju ha conseguido asimismo convertirse en un dinamizador cultural y de ocio,
contando entre sus instalaciones con librerías (un total de cuarenta que cobran
una entrada simbólica), galerías, salas de conferencias y auditorios. Todo
edificio no debe superar las cinco plantas para no obstaculizar la vista del
monte Sumhak, tiene que reservar la primera de ellas para exposiciones
culturales, estar orientado según los principios del feng-shui y haberse
construido con materiales que al envejecer combinen cromáticamente con el
entorno.
Problemas afines
Sin abandonar Paju, la Ciudad del Libro cuenta con una suerte de espejo de
carácter pluridisciplinar en el prácticamente colindante Pueblo de los Artistas
de Heyri. Lo que hasta 1998 consistió en un zoco informal donde adquirir libros
de segunda mano en pequeños negocios rodeados por una espesa vegetación es
ahora una mezcla de comunidad artística y foco de promoción cultural de
atmósfera hippy y ambiente festivo. Casi cuatrocientos creadores (músicos,
arquitectos, escritores, pintores, fotógrafos...) residen y trabajan en un
espacio de 500.000 metros cuadrados que asimismo comprende museos, galerías,
teatros, auditorios... Un 45 por ciento son áreas comunes abiertas al visitante
(sobre los 800.000 anuales), estando cada artista obligado a destinar un tercio
de su vivienda/estudio a una zona en la que exhibir y compartir su producción
con el público. De nuevo el conjunto de instalaciones y servicios siguen una
política de riguroso compromiso con el Medio Ambiente. Los responsables de
Heyri se jactan de que no se alteró un ápice el paisaje de cara a acomodar unos
edificios que, por su diseño innovador y sus prestaciones ecológicas, suponen
un destino obligado para estudiantes y amantes de la arquitectura.
A grandes rasgos, el estado actual del mercado literario surcoreano responde a
las tendencias globales: caída progresiva y alarmante de las ventas -los
estudios muestran que los hogares gastan en libros sobre un 30 por ciento menos
que hace una década-, encogimiento del mercado -el números de títulos
publicados no deja de bajar año tras año-, destacado predominio de la ficción
entre las preferencias de los lectores (o, mejor dicho, de las lectoras, pues
ellas son las que sostienen la industria), concentración de las ventas en muy
pocos títulos (fuera de los hits globales,
llámense Haruki Murakami o Dan Brown, resulta muy improbable que un no coreano
consiga ser un best seller)... Respecto a este último punto, el gregarismo está
tan extendido en el país que, el año pasado, los medios de comunicación
denunciaban la extendida práctica editorial de comprar enormes lotes de sus
propios títulos para hacerlos entrar artificialmente en las listas de más
vendidos. La polémica le costó el cargo al director ejecutivo del sello Jaeum
& Moeum y la petición de dos de los buques insignia de la casa de que retiraran
sus últimas novedades de las librerías. Frente a los problemas de la literatura
para adultos, a los que se añade el hecho de que, pese a tratarse de una
sociedad avanzada tecnológicamente, el e-book no ha acabado de despegar, la
literatura infantil de Corea del Sur lleva muchos años siendo un referente
creativo, gozando de prestigio en festivales especializados y de una
considerable difusión internacional, al haber podido soslayar las barreras
idiomáticas y culturales a las que se ha enfrentado la primera. Posiblemente
porque los padres suelen volcarse mucho en la educación de sus hijos, el país
es el quinto mercado mundial de libros para niños en volumen de títulos
publicados.
Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. La ilustradora Jisun Lee, ganadora
de diversos galardones en la Feria del Libro Infantil de Bolonia, la más
relevante del planeta, sostiene desde Toji que "es verdad que existe mucha
producción y ventas, pero casi toda concentrada en pocas, clónicas y nada
imaginativas series, confeccionadas al gusto de los padres. Estos suelen
comprar por packs, todos del mismo sello y sin
criterio". El fúnebre diagnóstico lo secunda su colega Hyang-soo Kim para
quien "creativamente nuestro mercado infantil es miserable y demasiado
conservador. El pastel se reparte entre cinco o seis grandes empresas que
poseen sus divisiones infantiles y que trabajan en cooperación con editores
extranjeros. No apoyan a los autores pequeños y se limitan a producir en masa
contenidos infantilizados y blancos, obviando cualquier tema delicado como el
conflicto con el Norte, la brutal exigencia escolar, la exclusión social de los
niños nacidos en familias multiculturales...".
Coda
A finales de los años noventa, la exitosa difusión de series televisivas,
películas y grupos de música pop de origen coreano, principalmente por el este
de Asia, fue bautizada con el nombre de Hall-yu (ola coreana). El fenómeno
arrojaba a un país en perenne estado de guerra psicológica y que aún no había
interiorizado los mecanismos democráticos al huracán del consumo de masas y lo
convertía en una potencia cultural de naturaleza popular de primer orden. Pero
a pesar de que el sueño húmedo de su juventud haya fluctuado en buena medida de
trabajar para Samsung a eclosionar en el firmamento K-Pop, el Hyang-kak, un
contrato establecido en el siglo XV durante la dinastía Joseon de cara a
regular la vida comunitaria, fijando la armonía del cuerpo social como objetivo
prioritario, parece muy vigente en la vida cotidiana. Basta entrar en un cine
de Seúl para hacer la prueba. Antes de que empiece la película, un anuncio
solicita que, amén de no hablar, deglutir palomitas y hablar por el móvil, te
abstengas de pegarle patadas al asiento delantero. Cuando vuelven a encenderse
las luces y los espectadores abandonan ordenadamente la sala, el servicio de
limpieza tiene difícil justificar su sueldo.
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