Por Atilio Boron para Página/12
Difícil
y angustiosa victoria de Dilma en el ballottage. Pero el alivio
ofrecido por el veredicto de las urnas duró muy poco. El día de ayer los
mercados se lanzaron al ataque con toda su furia: la Bolsa de Valores
de San Pablo abrió con una baja del 6 por ciento, aunque luego se
estabilizó en torno del 4 por ciento, al paso que las acciones de
Petrobras y de las empresas públicas se desplomaban y el real se
devaluaba en torno del 4 por ciento con relación al dólar. El objetivo
de este ejercicio de terrorismo económico es “marcarle la cancha” a la
presidenta para su segundo mandato, imponer uno de los suyos en el
Ministerio de Economía y el Banco Central y poner fin a la supuesta
“demagogia populista” de su política económica. Por eso a Dilma le
esperan cuatro años durísimos que confirman lo acertado que estaba
Maquiavelo cuando decía que por más que se le hagan concesiones los
ricos y poderosos jamás dejarán de pensar que el gobernante es un
intruso que se inmiscuye en sus negocios y en el disfrute de sus bienes.
Son, decía el florentino, insaciables, eternamente inconformistas y
siempre propensos a la conspiración y la sedición y comete un serio
error el gobierno que crea que cediendo a sus demandas logrará apaciguar
su beligerancia. Dilma corre el riesgo de ser asfixiada por enemigos
que no parecen muy dispuestos a esperar otros cuatro años para llegar al
gobierno. La hipótesis de un “golpe blando” no debería ser descartada
apriorísticamente; allí están los ejemplos de Zelaya y Lugo para
convencer a los escépticos de los extremos a los cuales puede llegar la
derecha cuando la gente “se equivoca” al votar.
Para no sucumbir ante los grandes factores de poder se requiere, en
primer lugar, la urgente reconstrucción del movimiento popular
desmovilizado, desorganizado y desmoralizado por el PT, algo que Dilma
no podrá hacer sin una reorientación del rumbo gubernamental que
redefina el modelo económico y recorte los irritantes privilegios del
capital. Segundo, llevar a cabo una reforma política que empodere a las
masas populares y abra el largamente demorado camino de una profunda
democratización. El Congreso brasileño es una perversa trampa dominada
por el agronegocio y las oligarquías locales (hasta el domingo pasado,
253 diputados del Frente Parlamentario de la Agroindustria sobre un
total de 513), producto del escaso impulso dado a la reforma agraria y
las interminables piruetas políticas efectuadas por el gobierno para
destrabar los vetos del Legislativo que sólo se pueden destrabar desde
la calle. Pero para que el pueblo asuma su protagonismo y florezcan los
movimientos sociales y las fuerzas políticas que motoricen el cambio
–que no vendrá “desde arriba”– se requerirá tomar decisiones políticas,
económicas y sociales que efectivamente los empoderen.¿Será éste el curso de acción en que se embarcará Dilma, a quien la derecha local e internacional le declaró la guerra? Si no lucha será aplastada por la reacción. Su única opción es dar pelea. No parece ser su talante, y mucho menos la política del PT. Pero la irrupción de una renovada dinámica de masas precipitada por el agravamiento de la crisis general del capitalismo y como respuesta ante la recargada ofensiva de la derecha (discreta pero resueltamente apoyada por Washington) podría alterar profundamente la propensión del estado brasileño (y del PT) a gestionar los asuntos públicos de espalda a su pueblo. Nada podría ser más necesario para garantizar la gobernabilidad que el vigoroso surgimiento de lo que Alvaro García Linera denominara “la potencia plebeya”, aletargada por décadas sin que el petismo se atreviera a despertarla. Sin ese vigoroso protagonismo de las masas en el Estado éste quedará prisionero de los poderes fácticos tradicionales. Y su consecuencia sería desastrosa, no sólo para Brasil sino para toda nuestra América, porque el bloque social y político que Aécio representa pondría abrupto fin a la Unasur y la Celac, promovería el TLC con Estados Unidos y Europa, el ingreso a la Alianza del Pacífico y erigiría un “cerco sanitario” en torno de Cuba, Bolivia, Ecuador y Venezuela para, en consonancia con las expectativas de la Casa Blanca, regresar América latina y el Caribe a la condición existente en vísperas de la Revolución Cubana.
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