Eduardo Gudynas
Uno
de los mayores cambios políticos vividos en América Latina en los
últimos veinte años fue el surgimiento y consolidación de los gobiernos
de la nueva izquierda. Más allá de la diversidad de esas
administraciones y de sus bases de apoyo, comparten atributos que
justifican englobarlos bajo la denominación de “progresistas”. Son
expresiones vitales, propias de América Latina, en cierta manera
exitosas, pero ancladas en la idea de progreso. Su empuje, e incluso su
éxito, está llevando a que esté en marcha una divergencia entre este
progresismo con muchas de las ideas y sueños de la izquierda
latinoamericana clásica.
Para
analizar estas circunstancias es necesario tener muy presente la
magnitud del cambio político que se inició en América Latina en 1999 con
la primera presidencia de Hugo Chávez, y que se consolidó en los años
siguientes en varios países vecinos. Quedaron atrás los años de las
reformas de mercado, y regresó el Estado a desempeñar distintos roles.
Se implantaron medidas de urgencia para atacar la pobreza extrema, y su
éxito ha sido innegable en casi todos los países. Vastos sectores, desde
movimientos indígenas a grupos populares urbanos, que sufrieron la
exclusión por mucho tiempo, lograron alcanzar el protagonismo político.
Es
también cierto que esta izquierda latinoamericana es muy variada, con
diferencias notables entre Evo Morales en Bolivia y Lula da Silva en
Brasil, o Rafael Correa en Ecuador y el Frente Amplio de Uruguay. Estas
distintas expresiones han sido rotuladas como izquierdas socialdemócrata
o revolucionaria, vegetariana o carnívora, nacional popular o
socialista del siglo XXI, y así sucesivamente. Pero estos gobiernos, y
sus bases de apoyo, no sólo comparten los atributos ejemplificados
arriba, sino también la idea de progreso como elemento central para
organizar el desarrollo, la economía y la apropiación de la Naturaleza.
El
progresismo no sólo tiene identidad propia por esas posturas
compartidas, sino también por sus crecientes diferencias con los caminos
trazados por la izquierda clásica de América Latina de fines del siglo
XX. Es como si presenciáramos regímenes políticos que nacieron en el
seno del sendero de la izquierda latinoamericana, pero a medida que
cobraron una identidad distinta están construyendo caminos que son cada
vez más disímiles. Es posible señalar, a manera de ejemplo, algunos
puntos destacados en los planos económico, político, social y cultural.
La
izquierda latinoamericana de las décadas de 1960 y 1970 era una de las
más profundas críticas del desarrollo convencional. Cuestionaba tanto
sus ideas fundamentales, incluso con un talante anti-capitalista, y
rechazaba expresiones concretas, en particular el papel de ser meros
proveedores de materias primas, considerándolo como una situación de
atraso. También discrepaba con instrumentos e indicadores
convencionales, tales como el PBI, y se insistía que crecimiento y
desarrollo no eran sinónimos.
El
progresismo actual, en cambio, no discute las esencias conceptuales del
desarrollo. Por el contrario, festeja el crecimiento económico y
defiende las exportaciones de materias primas como si fueran avances en
el desarrollo. Es cierto que en algunos casos hay una retórica de
denuncia al capitalismo, pero en la realidad prevalecen economías
insertadas en éste, en muchos casos colocándose la llamada “seriedad
macroeconómica” o la caída del “riesgo país” como logros. La izquierda
clásica entendía las imposiciones del imperialismo, pero el progresismo
actual no usa esas herramientas de análisis frente a las desigualdades
geopolíticas actuales, tales como el papel de China en nuestras
economías. La discusión progresista apunta a cómo instrumentalizar el
desarrollo y en especial el papel del Estado, pero no acepta revisar las
ideas que sostienen el mito del progreso. Entretanto, el progresismo
retuvo de aquella izquierda clásica una actitud refractaria a las
cuestiones ambientales, interpretándolas como trabas al crecimiento
económico.
La
izquierda latinoamericana de las décadas de 1970 y 1980 incorporó la
defensa de los derechos humanos, y muy especialmente en la lucha contra
las dictaduras en los países del Cono Sur. Aquel programa político
maduró, entendiendo que cualquier ideal de igualdad debía ir de la mano
con asegurar los derechos de las personas. Ese aliento se extendió, y
explica el aporte decisivo de las izquierdas en ampliar y profundizar el
marco de los derechos en varios países. En cambio, el progresismo no
expresa la misma actitud, ya que cuando se denuncian derechos violados
en sus países, reaccionan defensivamente. Es así que cuestionan a los
actores sociales reclamantes, a las instancias jurídicas que los
aplican, incluyendo en algunos casos al sistema interamericano de
derechos humanos, e incluso a la propia idea de algunos derechos.
Aquella
misma izquierda también hizo suya la idea de la democracia, otorgándole
prioridad a lo que llamaba su profundización o radicalización. Su
objetivo era ir más allá de la simples elecciones nacionales, buscando
consultas ciudadanas directas más sencillas y a varios niveles, con
mecanismos de participación constantes. Surgieron innovaciones como los
presupuestos participativos o los plebiscitos nacionales. El
progresismo, en cambio, en varios sitios se está alejando de aquel
espíritu para enfocarse en mecanismos electorales clásicos.Entiende que
con las elecciones presidenciales basta para asegurar la democracia,
festeja el hiperpresidencialismo continuado en lugar de horizontalizar
el poder, y sostiene que los ganadores gozan del privilegio de llevar
adelante los planes que deseen, sin contrapesos ciudadanos. A su vez,
recortan la participación exigiendo a quienes tengan distintos intereses
que se organicen en partidos políticos y esperen a la próxima elección
para sopesar su poder electoral.
La
izquierda clásica de fines del siglo XX era una de las más duras
luchadoras contra la corrupción. Ese era una de los flancos más débiles
de los gobiernos neoliberales, y la izquierda lo aprovechaba una y otra
vez (“nos podremos equivocar, pero no robamos”, era uno de los slogans
de aquellos tiempos). En cambio, el progresismo actual no logra repetir
ese mismo ímpetu, y hay varios ejemplos donde no ha manejado
adecuadamente los casos de corrupción de políticos claves dentro de sus
gobiernos. Asoma una actitud que muestra una cierta resignación y
tolerancia.
Otra
divergencia que asoma se debe a que la izquierda latinoamericana luchó
denodadamente por asegurar el protagonismo político de grupos
subordinados y marginados. El progresismo inicial se ubicó en esa misma
línea, y conquistó los gobiernos gracias a indígenas, campesinos,
movimientos populares urbanos y muchos otros actores. Dieron no sólo
votos, sino dirigentes y profesionales que permitieron renovaron las
oficinas estatales.Pero en los últimos años, el progresismo parece
alejarse de muchos de estos movimientos populares, ha dejado de
comprender sus demandas, y prevalecen posturas defensivas en unos casos,
a intentos de división u hostigamiento en otros. El progresismo gasta
mucha más energía en calificar, desde el palacio de gobierno, quién es
revolucionario y quién no lo es, y se ha distanciado de organizaciones
indígenas, ambientalistas, feministas, de los derechos humanos, etc. Se
alimenta así la desazón entre muchos en los movimientos sociales,
quienes bajo los pasados gobiernos conservadores eran denunciados como
izquierda radical, y ahora, bajo el progresismo, son criticados como
funcionales al neoliberalismo.
La
izquierda clásica concebía a la justicia social bajo un amplio abanico
temático, desde la educación a la alimentación, desde la vivienda a los
derechos laborales, y así sucesivamente. El progresismo en cambio, se
está apartando de esa postura ya que enfatiza a la justicia como una
cuestión de redistribución económica, y en especial por medio de la
compensación monetaria a los sectores más pobres y el acceso del consumo
masivo al resto. Esto no implica desacreditar el papel de ayudas en
dinero mensuales para sacar de la pobreza extrema a millones de
familias. Pero la justicia es más que eso, y no puede quedar encogida a
un economicismo de la compensación.
Finalmente,
en un plano que podríamos calificar como cultural, el progresismo
elabora diferentes discursos de justificación política pero que cada vez
tienen mayores distancias con las prácticas de gobierno. Se proclama al
Buen Vivir pero se lo desmonta en la cotidianidad, se llama a
industrializar el país pero se liberaliza el extractivismo primario
exportador, se critica el consumismo pero se festejan los nuevos centros
comerciales, se invocan a los movimientos sociales pero se clausuran
ONGs, se felicita a los indígenas pero se invaden sus tierras, y así
sucesivamente.
Estos
y otros casos muestran que el progresismo actual se está separando más y
más de la izquierda clásica.El nuevo rumbo ha sido exitoso en varios
sentidos gracias a los altos precios de las materias primas y el consumo
interno. Pero allí donde esos estilos de desarrollo generan
contradicciones o impactos negativos, estos gobiernos no aceptan cambiar
sus posturas y, en cambio, reafirman el mito del progreso perpetuo. A
su vez, contribuyen a mercantilizar la política y la sociedad con su
obsesión en la compensación económica y su escasa radicalidad
democrática.
El
progresismo como una expresión política distintiva se hace todavía más
evidente en tiempo de elecciones. En esas circunstancias parecería que
varios gobiernos abandonan los intentos de explorar alternativas más
allá del progreso, y prevalece la obsesión con ganar la próxima
elección. Eso los lleva a aceptar alianzas con sectores conservadores, a
criticar todavía más a los movimientos sociales independientes, y a
asegurar el papel del capital en la producción y el comercio.
El
progresismo es, a su manera, una nueva expresión de la izquierda, con
rasgos típicos de las condiciones culturales latinoamericanas, y que ha
sido posible bajo un contexto económico global muy particular. No puede
ser calificado como una postura conservadora, menos como un
neoliberalismo escondido. Pero no se ubica exactamente en el mismo
sendero que la izquierda construía hacia finales del siglo XX. En
realidad se está apartando más y más a medida que la propia identidad se
solidifica.
Esta
gran divergencia está ocurriendo frente a nosotros. En algunos casos es
posible que el progresismo rectifique su rumbo, retomando algunos de
los valores de la izquierda clásica para buscar otras síntesis
alternativas que incorporen de mejor manera temas como el Buen Vivir o
la justicia en sentido amplio, lo que en todos los casos pasa por
desligarse del mito del progreso. Es dejar de ser progresismo para
volver a construir izquierda. En otros casos, tal vez decida reafirmarse
como tal, profundizando todavía más sus convicciones en el progreso,
cayendo en regímenes hiperpersidenciales, extractivistas, y cada vez más
alejados de los movimientos sociales. Este es un camino que lo aleja
definitivamente de la izquierda.
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