Escrita por Eduardo Gudynas (@EGudynas) de CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social).
Pocos
días atrás, el presidente de Ecuador, Rafael Correa canceló el
ambicioso programa de moratoria petrolera en el Parque Yasuní, un área
protegida en un remoto rincón de la Amazonia.
En
sus inicios, se buscó impedir la explotación petrolera tanto en el
parque Yasuní como en los bloques petroleros adyacentes, conocidos por
la sigla ITT. El objetivo era evitar los seguros impactos sobre la
biodiversidad amazónica y sobre los indígenas Huaorani de los grupos
Tagaeri, Taromenane y Oñamenane, que habitan esa región.
La
formulación gubernamental, lanzada en 2007, tuvo sus avances y
retrocesos, sufrió cambios, y terminó decantando en un mecanismo
por el cual se comprometía a mantener el crudo bajo tierra si se
completaba un fondo internacional de unos 3 600 millones de dólares, que
equivalían a la mitad de lo que Ecuador dejaría de recibir si exportaba
ese petróleo.
Era
una propuesta muy discutible, pero sin duda ya representaba un gran
avance frente a la somnolencia que despiertan las tímidas medidas
ambientales actuales. Era además un intento concreto para un primer
ejemplo mundial de estrategia postpetrolera, una necesidad que muchos
reconocen pero que nadie se anima a encarar. Era también una iniciativa
que atendía los derechos de la Naturaleza, una de las innovaciones de la
nueva Constitución ecuatoriana.
Todos
esos esfuerzos se derrumbaron cuando el gobierno Correa anunció que
pasaba a su “plan B”, liberando la explotación petrolera en la zona
Yasuní-ITT. El hecho es muy grave por varias razones. Se pierde el
primer ensayo de una estrategia postpetrolera. Fatalmente se padecerán
los típicos daños de la explotación petrolera, desde la apertura de
caminos en la selva a los derrames de crudo que contaminan el suelo y
las aguas. Los pueblos indígenas que allí residen también sufrirán
impactos, seguramente con las mismas cuotas de conflictos y violencia a
las observadas en otras localidades amazónicas.
Pero
es todavía más grave por la forma en que Correa realizó el anuncio. En
efecto, el presidente responsabilizó a la comunidad internacional por no
haberle
donado el dinero
suficiente, volvió a criticar a los ambientalistas, sostuvo que los
derechos constitucionales de la Naturaleza son “supuestos derechos”, y
pasó a defender el petróleo como necesario para superar la pobreza.
Una y
otra vez se enumeraron los problemas sociales del país, y prácticamente
se le decía a la ciudadanía que la única manera de resolverlos era
extrayendo el petróleo amazónico. Claro, la tentación financiera es
enorme: Correa dijo que espera ganar más de 18 mil millones de dólares.
Bajo
un marco simplista, oponiendo miseria y Naturaleza, parecería que
aquellos que reclaman preservar ese rincón amazónico son minorías
desalmadas, insensibles frente a la pobreza, porque ya tienen la “panza
llena”, como acostumbra decir el presidente.
Esta
misma postura se repite en casi toda América Latina, en unos casos
defendida por derecha, por ejemplo en Colombia o Chile, y en otros desde
la izquierda, como son los casos de Argentina, Bolivia, Brasil, Uruguay
y Venezuela.
Las
mayores contradicciones la sufren estos gobiernos progresistas, ya que
repiten dichos empresariales, donde la minería y el petróleo servirán
para crear empleo y reducir la pobreza.
Es también la misma idea que
defiende el Banco Mundial, el que señala que su misión es promover que
los sectores extractivos “contribuyan al alivio de la pobreza y el
crecimiento económico” por medio de la gobernanza y la sustentabilidad.
No son posturas nuevas, sino que resucitan las primeras reacciones
latinoamericanas de rechazo a las urgencias ambientales de la década de
1970,
promovidas entonces por el gobierno militar brasileño.
A
diferencia de las teorías económicas ortodoxas, en el mundo real la
explotación petrolera no genera automáticamente alivio de la pobreza,
sino que, salvo algunas excepciones, implica todavía más problemas
sociales, primarización de las economías, dependencia de los mercados
globales, y gobiernos rentistas. Las organizaciones ciudadanas han
demostrado esto en decenas de países, desde Nigeria a Venezuela.
La
decisión de Correa también deja en entredicho a los derechos de la
Naturaleza, y ubica a las políticas ambientales ecuatorianas en un nivel
tan bajo, que cualquier gobierno vecino podrá explotar hidrocarburos en
sus territorios amazónicos, y decir que es tan de izquierda y tan
ecologista, como Correa.
La
decisión gubernamental rápidamente desencadenó rechazos desde varios
sectores ciudadanos y reacciones internacionales. El presidente Correa
ha desafiado a esos críticos a que no fueran vagos y recolectaran firmas
para llamar a una consulta ciudadana. Ese desafío fue aceptado, y se
están dando los primeros pasos en ese sentido. El pasado 22 de agosto,
un conglomerado de organizaciones indígenas, ambientalistas y sociales,
acordaron someter a la Corte Constitucional la pregunta que desean sea
presentada en un referéndum nacional:
¿Está usted de acuerdo que el
gobierno mantenga el crudo del bloque ITT indefinidamente bajo el
subsuelo? Si la Corte acepta esa formulación, comenzará un largo proceso
de recolección de firmas, y si éstas alcanzan el 5% del padrón
electoral, se llamará a una consulta nacional. El problema es que muchos
de los más interesados en
poder votar en esa consulta, porque en ella se juega su destino, no
podrán hacerlo. Son las plantas y animales del Yasuní.
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