Rafael Álvarez Gil / Las Palmas de Gran Canaria
Las ciudades europeas amanecen entre la inquietud y la incertidumbre. Hubo una época, no tan lejana, en la que se acudía al lugar de trabajo con la seguridad del empleo estable, los derechos arduamente conquistados y el disfrute de ventajas que acompañaban a la vida laboral. Iniciarse en una industria en la que seguramente te jubilarías. Incluso, con suerte, existía la posibilidad de introducir a tus descendientes en la fábrica. Y así, generacionalmente, una tras otra, imperaba el Estado de Bienestar surgido tras el conflicto bélico de mitad del siglo XX.
El viejo continente es ahora el foco que concita la atención internacional. Las economías emergentes recelan de nuestro débil crecimiento que impiden el consumo desaforado que esperan de nosotros. Y, sobre todo, al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos impacienta, y mucho, la crisis de la eurozona.
De hecho, Barack Obama sabe que condicionará la campaña presidencial para la reelección. La economía marcará la agenda electoral y, a la postre, los vaivenes financieros a los que están sometidos los Estados miembros de la Unión Europea repercutirá en las expectativas de recuperación estadounidense.
El rescate total a España y la posibilidad de la salida de Grecia de la moneda única son dos escenarios que, por desgracia, se manejan.
Y ambos son propicios para acrecentar el mesianismo del candidato republicano, Mitt Romney, que pretende abanderar el descontento del estadounidense medio estremecido ante un mundo que cada vez entiende menos. Este es el trasfondo y principal baza que puede otorgarle la victoria frente al demócrata Barack Obama.
La crisis económica azota a Europa mientras sus clases medias contemplan exhaustas el desmoronamiento, paulatino pero feroz, del modelo social. Los temores de los trabajadores de cuello blanco se extienden al calor de la globalización desbocada. Ni socialdemócratas ni democristianos son capaces de ofrecer respuestas a los retos inminentes que acechan a la Unión Europea. Familias relativamente acomodadas observan preocupadas los efectos devastadores.
Con todo, este diagnóstico no es nuevo. Durante la prosperidad de las últimas décadas se rechazaba la inmigración. En Francia el síndrome del “fontanero polaco” reflejaba la negativa social a la incorporación de los países del Este al proyecto comunitario una vez librados del yugo soviético.
La crisis económica iniciada en el otoño de 2008, que todavía padecemos y, por el momento, al menos en Europa, continuará por un tiempo prolongado, es la constatación del fin de la economía posindustrial dominante en la década de los años ochenta y noventa fruto de la crisis del petróleo de 1973. Una etapa en la que el neoliberalismo avanzó rearmado ideológicamente y la socialdemocracia se atrincheró.
La sociedad de consumo ha ido dando paso a la proletarización de las clases medias urbanas, al empobrecimiento socioeconómico y a la inestabilidad que fustiga los proyectos vitales.
La democracia exige cuidarla. Máxime, las avanzadas constitucionalmente de carácter representativo que son las que han servido invariablemente como luceros ejemplares a imitar por aquellos que amaban el denominado “mundo libre”.
La ciudadanía no puede encorsetarse a la convocatoria con las urnas. El debate se acalora y la opinión pública demanda, con razón, una mayor implicación en los asuntos colectivos. Tanto en la articulación de la Unión Europea como en las recetas nacionales para salir de la crisis económica y retomar, eso sí, con desigual suerte, la senda del crecimiento.
Angela Merkel, François Hollande, David Cameron, Mario Monti y Mariano Rajoy son los principales protagonistas de la candente actualidad. Los llamados a liderar, con mayor o menor influencia, el espacio europeo.
El tándem conformado por Angela Merkel y Nicolas Sarkozy capitaneó largamente la política comunitaria. Esgrimían la sacralización de la austeridad y la salvaguarda del equilibrio presupuestario. Un ideario necesario pero que si no va unido a un impulso del crecimiento está abocado, a todas luces, a agudizar la recesión a modo de espiral endiablada de penoso desenlace.
La victoria en los comicios presidenciales franceses del socialista François Hollande sobre Nicolas Sarkozy supuso un punto de inflexión que aparentemente pondría fin a este modelo incompleto.
El nuevo mandatario galo estaba decidido a plantarse frente a la canciller Angela Merkel en aras de un cambio en la dirección política. Además, parecía que François Hollande iba a representar solidariamente ante Berlín los posicionamientos de Mariano Rajoy y Mario Monti. Sin embargo, han pasado solo unos meses y de aquello poco queda. Se vuelve a la exclusiva alianza entre Angela Merkel y François Hollande en detrimento de España e Italia.
Por otro lado, ni el presidente del Consejo Europeo ni la Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Herman Van Rompuy y Catherine Ashton respectivamente, tienen el peso político suficiente para encarar la enorme problemática que soportamos. Es más, fueron nombrados precisamente con ese perfil para asegurarse los líderes estatales que no quedarían relegados ante el nuevo protagonismo de dos responsabilidades institucionales originadas por el Tratado de Lisboa.
La pérdida de narrativa en el discurso político que ha acompañado a Europa urge arreglo. De no ser así, este vacío puede ser ocupado fácilmente por opciones de corte populista o, ¿por qué no?, de clara confrontación totalitaria. Precedentes históricos conocemos a lo largo del siglo XX que deshonran la pacífica y democrática convivencia.
Es preciso concebir en común el presente europeo, reforzar la calidad democrática y optar, en serio, de una vez por todas, por soluciones justas a la crisis económica que no descansen siempre en los mismos, a saber, las clases medias y trabajadoras, que entre el desánimo y la incredulidad acontecen a una transformación histórica cuya magnitud, por momentos, nos supera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario