El modelo económico que ha ligado a la mayoría de los países de América Latina a la economía mundial durante los últimos dos decenios ha sido denominado como “capitalismo extractivista” o “neo extractivista (A. Acosta, A. Gudynas, James Petras y otros). Tanto gobiernos supuestamente progresistas (los del “socialismo del siglo XXI”) como los más conservadores lo abrazaron, con sólo pocos matices diferenciadores. La CEPAL ha seguido derramando lágrimas de cocodrilo sobre la “heterogeneidad estructural” de las economías de la región, pero igual, ha sido su ferviente hincha. Tan profundamente ha calado, que seguramente hasta una mayoría de la población lo considera sin alternativas. Mayor será el desconcierto cuando se torne cada vez más evidente que la crisis mundial está provocando su derrumbe.
Las bases de este modelo, más allá de sus orígenes neoliberales, han sido la máxima explotación de recursos naturales (agrícolas, energéticos y mineros, bosques y mar) con fines de exportación principalmente hacia los focos de crecimiento externos, especialmente China y el resto de Asia, que se convirtieron en motores de la acumulación capitalista mundial. De allí comenzaron también a aumentar las importaciones, tanto de bienes de inversión para la extracción de recursos, como de consumo masivo.
Todo ello requería ingentes sumas de capital, muy superiores al capital nacional disponible, por lo que el capital extranjero comenzó a festejar su apogeo. Este descubrió, además, nuevas áreas de inversión, como servicios básicos, infraestructura, servicios, finanzas y seguros y la propia seguridad social. Nunca en la historia, América Latina recibió en tan corto tiempo tanto capital externo, pero también exportó por concepto de ganancias y otros tanto como en el decenio pasado. Docenas de tratados de protección de la inversión extranjera y de libre comercio se establecieron para favorecer este proceso, que junto a grandes ganancias para el capital, creó las condiciones para un largo período de crecimiento económico en casi todos los países de la región. Gracias a ello, las finanzas públicas mejoraron, permitiendo el despliegue de programas asistenciales, que sin cambiar en nada la distribución del ingreso a favor de la minoría de ricos, han mejorado algunos índices de pobreza de la región.
Aunque absolutamente dependiente del destino de lo que sucede en el exterior, sobre el cual no tienen la menor influencia, los gobiernos de la región, independiente de los matices ideológicos que los diferencia, creyeron y propagaron la idea de que este modelo protegía a sus países de la crisis mundial. Incapaces siquiera de pensar en alternativas, han seguido considerándolo sólido incluso cuando EE.UU., Europa y Japón y muchos otros comenzaron a resentirse y ser presa de una de las más agudas crisis de capitalismo. El crecimiento de China –algunos agregan India- los iba a salvar a todos, a pesar de lo que estaba pasando en las potencias capitalistas más desarrolladas.
Esta verdadera paradoja de la crisis mundial, en la que el capital abandona los países más desarrollados para tratar de salvarse en los más atrasados, obviamente está condenada a ser pasajera.
Lo que no se entendió, ni se ha entendido hasta ahora, es que a diferencia de todas las crisis anteriores, la actual, lejos de cerrar las fuentes de financiamiento del modelo extractivista, necesariamente las debía aumentar – transitoriamente. Pues en vez de ahuyentar a los inversionistas de los mercados financieros y crediticios de los países “emergentes”, sucedió exactamente lo contrario. A falta de deudores solventes, en los desarrollados la deflación de deudas va en aumento, mientras en América Latina, por ejemplo, el carrusel de deudas sigue girando alegremente, alentado por la aparente rentabilidad eterna de la explotación de recursos naturales.
Esta verdadera paradoja de la crisis mundial, en la que el capital abandona los países más desarrollados para tratar de salvarse en los más atrasados, obviamente está condenada a ser pasajera. El caso de los capitales españoles América Latina – como el BBVA y otros-, que deben deshacerse de activos para salvar a sus casas matrices, comienza a indicar que la crisis vuelve a sus cauces acostumbrados. Necesariamente, la estampida hacia “afuera” de los países desarrollados deberá ser seguida por una corrida en dirección inversa. Las fuentes de financiamiento de la inversión privada, y dados sus efectos, también de la pública, comenzarán a agotarse rápidamente. Al modelo extractivista, y al consumista asociado a él, se le irá acabando el combustible. Necesariamente, también en los países de América Latina habrá entonces una grave deflación de deudas, con todas las repercusiones políticas y sociales que ello implica.
América Latina no se benefició para nada con la estrategia extractivista y tampoco va a quedar al margen de su crisis. Pero tampoco puede esperar nada de su superación. No sólo porque ésta demorará muchos años en llegar. Sino porque si efectivamente hay una recuperación en los países centrales, serán ellos los que vuelvan a utilizar su propio capital, dejando migajas para el resto. La “época de oro” del extractivismo se acabó. Lo único que quedará de él son sus profundas distorsiones políticas, sociales, productivas y ecológicas.
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