En 1991, David Remnick, corresponsal de The Washington Post en Moscú, fue testigo del golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov y de la disolución del poder soviético. Lo que vio e indagó quedó magistralmente retratado en La tumba de Lenin, libro que se publica por primera vez en español, justo cuando se cumplen 20 años del colapso de la Unión Soviética.
Por Ángel Páez
Anatoly Lukyanov era uno de los pocos jerarcas de la Unión Soviética que disfrutaban de la amistad del presidente Mijaíl Gorbachov. Eran amigos desde los años cincuenta, cuando se conocieron en la Universidad Estatal de Moscú. Presidente del Soviet Supremo y poeta con libros publicados, a Lukyanov le encantaba expresar su lealtad a Gorbachov escribiéndole versos cargados de exaltadas referencias a su liderazgo. Por eso, cuando le contaron a Gorbachov que uno de los conspiradores que buscaban derrocarlo era Anatoly Lukyanov, dudó mucho antes de aceptarlo; creía que un poeta era incapaz de tamaña felonía. Equivocado estaba: nada exime a un poeta de uno de los mayores lastres de la condición humana: la traición.
El episodio de Gorbachov y Lukyanov lo relata el periodista David Remnick en el libro La tumba de Lenin: los últimos días del imperio soviético (1993), que describe la desintegración de la Unión Soviética. Muchos años antes, en 1917, otro reportero norteamericano, John Reed, fue testigo de la revolución de octubre que condujo al poder a los comunistas liderados por Vladimir Ilich Lenin. Su libro Diez días que estremecieron al mundo (1919), una vibrante narración de aquella gesta revolucionaria, se convirtió en un clásico del periodismo.
Setenta y cinco años después de la victoria bolchevique descrita por Reed, a David Remnick, corresponsal de The Washington Post, le tocó informar sobre la disolución del más grande imperio comunista. Es irónico: dos reporteros nacidos en el país que fue el más fiero enemigo del poder soviético escribieron los mejores relatos sobre el apogeo y debacle del primer régimen comunista de la historia.
De la emoción al espanto
La gran ventaja de ambos fue haber estado en el mismo lugar de los hechos y hablar con sus protagonistas. A Reed le fue más fácil porque era un partidario de la revolución. El propio Lenin escribió el prólogo de su libro. Pero en la época en que Remnick se encontraba en Moscú, fines de los ochenta, el trabajo de un reportero yanqui era difícil, más aún si los servicios secretos lo consideraban un espía camuflado. No obstante, Remnick estableció contactos en la “nomenklatura”, la élite soviética.
Allí se enteró de que el ala derecha del partido se negaba a aceptar la “glasnot” y la “perestroika”, las reformas que Gorbachov estaba impulsando. También se oponía a la suscripción de un nuevo tratado de la unión de las repúblicas socialistas soviéticas, lo que iba a desatar un proceso de democratización. Los enemigos de Gorbachov advertían que si firmaba el documento el poder centralista en que se sustentaba la URSS se disolvería.
En ese trance se encontraba el país cuando el 18 de agosto de 1991 Remnick partió de regreso a Nueva York. Su misión de corresponsal en Moscú había terminado. Pero ni bien aterrizó en su país escuchó una noticia estremecedora: Gorbachov había sido víctima de un golpe de Estado. Remnick tomó el primer avión a Moscú y llegó a tiempo para ser testigo del colapso del totalitarismo soviético. Vería con espanto lo que John Reed vivió con emoción.
“Ningún buen reportero es tan vanidoso como para suponer que la historia se está cristalizando únicamente ante sus ojos; sin embargo, ninguno de los periodistas que trabajaban en Moscú durante los años del derrumbe del comunismo pudo dejar de sentir estupefacción ante la situación que le tocaba presenciar”, escribe Remnick en la primera edición en español de La tumba de Lenin (2011), al cumplirse veinte años del fin de la URSS. Nadie podía creer que un puñado de jerarcas civiles y militares, ancianos y borrachos, temerosos de perder privilegios montaran el más incompetente de los golpes de Estado que registra la historia. Pero así fue.
El 18 de agosto de 1991 el vicepresidente de la URSS, Gennadi Yanayev, depuso a Mijaíl Gorbachov. Yanayev estaba ebrio. Los conjurados, que maquinaban sus planes hacía más de un año, aprovecharon que Gorbachov vacacionaba en el balneario de Foros, Crimea, para expectorarlo.
Reunidos en un local del KGB, en las afueras de Moscú, bebieron como cosacos y luego se trasladaron al despacho del primer ministro, Vladimir Pávlov. Allí convencieron a Yanayev. Debía declarar el estado de emergencia y asumir las atribuciones de jefe de Estado. Tiempo después, durante el proceso judicial a los golpistas, el ex ministro de Defensa Dimitri Yazov reveló a los fiscales que en el momento en que resolvieron deponer a Gorbachov, “Yanayev ya se encontraba absolutamente borracho”. Yazov también contaría que en realidad nunca hubo un plan.
Mientras Gorbachov disfrutaba con su esposa Raisa de los baños del sol en Crimea, los conspiradores creyeron que era la oportunidad de deshacerse de él. “No estoy seguro de poder describir cuán difícil es ganarse la fama de borracho”, escribió Remnick sobre Gennadi Yanayev, el hombre que salió a dar la cara por televisión para informar que él era el nuevo número uno de la URSS: “Era un hombre vanidoso y de escasa inteligencia, mujeriego y alcohólico. Pero no era tan solo un borracho, también era un bufón”.
El golpe de los tontos
Para Remnick el colapso soviético fue una sucesión de equivocaciones. Si Yanayev era un ebrio como todos los conspiradores, Gorbachov era despistado e incompetente. En Moscú se hablaba de lo que estaba tramando el ala derechista del partido, pero él no quería aceptarlo. Suponía que por ánimo de sobrevivencia lo respaldarían. “Fue el primer golpe de Estado anunciado por la prensa”, escribe Remnick. En efecto, los periódicos contrarios a Gorbachov amenazaban con una rebelión si continuaba otorgándoles autonomía a las repúblicas soviéticas, una exigencia que lideraba Boris Yeltsin. Todos miraban con asombro cómo alguien serruchaba un círculo bajo los pies de Gorbachov.
Pero él no quería aceptarlo.
Las advertencias llegaron incluso desde los Estados Unidos. El Secretario de Estado, James Baker, confió a su contraparte soviética, Alexander Bessmertnij, que sus servicios secretos detectaron que se preparaba una asonada contra Gorvachov y le pidió entregarle el mensaje. Baker dio los nombres de los implicados: el primer ministro, Valentín Pávlov; el ministro de Defensa, mariscal Dmitri Yazov; y el jefe del KGB, Vladimir Kryuchkov, entre otros. La información llegó a Gorbachov. Semanas después Baker preguntó a Bessmertnij qué hizo el Presidente con los instigadores. Respondió que convocó a Pávlov, Yazov y Kryuchkov, les pidió a gritos que dejaran de jugar a los conspiradores. Y los dejó en sus puestos.
Apresado Gorbachov en Foros, los golpistas organizaron el control de Moscú. Pensaron en asaltar la Casa Blanca, como se llama a la sede del Parlamento, desde donde Yeltsin erosionaba el poder de los jerarcas soviéticos. Pero como todo había sido improvisado, ni siquiera los golpistas estaban seguros de lo que hacían. Eso minó su precaria unidad.
Por eso, cuando el Comité de Emergencia se reunió en el Kremlin con Yanayev a la cabeza, preguntó: “¿realmente hay alguien entre nosotros que desee tomar por asalto la Casa Blanca?”. “No hubo respuesta”, relata Remnick: “Cuando Kryuchkov (el jefe del KGB) dijo que según los informes recibidos de todo el país el comité contaba con un amplio apoyo, Yanayev dijo que no, que había estado recibiendo telegramas que decían exactamente lo contrario. El golpe fracasaba”.
En un intento por revertir la situación se propuso detener a Boris Yeltsin. Pero ya parecía demasiado tarde para hacerlo. El 21 de agosto Yeltsin encabeza la marcha contra los derechistas. Si lo detenían o mataban, estallaría una rebelión de incalculable dimensión. Yazov, ante la evidencia de que solo quedaba imponer la violencia si deseaban continuar en el poder y lo que eso significaba en vidas humanas, optó por renunciar y ordenar que las tropas regresaran a sus cuarteles. “No seré otro Pinochet”, dijo. Era el fin del golpe.
El fin del imperio
Gorbachov recibió la noticia en Foros y preparó su retorno al poder. Otra vez, se equivocaba. Así como no les dio la dimensión que les correspondía a las fuerzas que se oponían a las reformas, tampoco supo medir las consecuencias del frustrado “putsch” de la derecha comunista. Gorbachov volvió a la presidencia sin percatarse de que el fin estaba cerca. ”Regresó con su familia a Moscú, donde lo esperaba una gélida recepción de su rescatador y rival, Yeltsin. Él creía que había vuelto al poder; en realidad, había regresado a la capital para presenciar la transformación del mundo tal como él lo había conocido hasta entonces”, escribe Remnick.
El 8 de diciembre de 1991 se formó la Comunidad de Estados Independientes (CEI), que representó la liquidación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Gorbachov renunció a la presidencia el 25 de diciembre. “La Corte Constitucional de Rusia dictaminó que los comunistas podían reunirse a escala local, pero que, como entidad nacional, el Partido Comunista era ilegal”, narra Remnick. “Los bienes y propiedades del Partido permanecerían bajo el control del gobierno de la Federación Rusa. La era que comenzó en 1917 con la revolución bolchevique acababa de terminar… en virtud de un simple decreto”.
La historia que John Reed relató con encendida emoción en Diez días que estremecieron al mundo, sobre la toma del poder comunista, terminaba sin pena ni gloria, con aires fúnebres, en las páginas de La tumba de Lenin, escritas por David Remnick.
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