miércoles, 26 de mayo de 2010

Entrevista: LA ACTUALIDAD ENFRENTADA AL PASADO: IMMANUEL WALLERSTEIN (segunda parte)

Por Alfredo Gómez–Müller y Gabriel Rockhill*

G.R.: Yo desearía hacerle una pregunta sobre los conceptos historiográficos utilizados para escandir el tiempo. Es verdad que usted ha cuestionado algunas ideas recibidas, particularmente las nociones de «Revolución Industrial» y de «Revolución Francesa». Al mismo tiempo, usted propone hablar de «crisis» históricas, como la que tuvo lugar hacia 1500 o la que es propia a nuestra época. ¿Cuáles son las diferencias historiográficas entre la noción de revolución y la de crisis, o entre el concepto de acontecimiento y el de transición?

I.W.: Inicialmente, me inspiré en la crítica de Braudel, que decía que con la idea de las dos culturas se ha decidido que existen dos clases de temporalidades: el tiempo eterno, que es el dominio de los economistas, de los sociólogos y de los políticos, y el acontecimiento que corresponde al dominio de los historiadores. Braudel piensa, en lo esencial, que ninguna de las dos es muy interesante: si el tiempo eterno existe, es el de los sabios, y, de otra parte, el tiempo del acontecimiento es sólo polvo.

Entiendo este último término de dos maneras: polvo en el sentido en que se habla de una cosa sin importancia, que se desvanece de manera inmediata, y polvo en el sentido de «polvo en los ojos»: un polvo que le impide ver la realidad. Braudel insiste en otras dos temporalidades mucho más importantes, que son la larga duración y la mediana duración o tiempo coyuntural. La larga duración remite a estructuras que persisten durante periodos largos: no son eternas, sino muy persistentes. Son a la vez las estructuras climatológicas, culturales, económicas, etc., que se podrían estudiar separadamente, y que Braudel propone estudiar conjuntamente.

El tiempo coyuntural, para él, es esencialmente el tiempo de los ciclos; no de los ciclos eternos sino de los ciclos en el seno del sistema. Hay periodos A y hay periodos B: se puede mostrar que ellos existen y aparecen regularmente, y la condición radica en comprenderlos. El hecho de que estemos en un periodo A explica las diferentes actuaciones de los individuos: los individuos que se encuentran en el periodo A actúan de manera diferente que los individuos que se encuentran en el periodo B, y así sucesivamente. Distanciándose de lo que se practicaba hasta entonces, Braudel consideró esas dos temporalidades como primordiales.

Estoy de acuerdo con esta clasificación, a la cual agrego una tercera temporalidad. ¿Por qué? Fui bastante influenciado por Braudel, pero también por Prigogine, un científico que obtuvo el premio Nobel de Química, pero que igualmente escribe sobre temas más o menos filosóficos. Su pregunta fundamental es: ¿qué es la Química? Históricamente, es el estudio de la molécula o del átomo, y también de la entropía. Los físicos consideran la Química como algo inferior a la Física, en la medida en que es difícil para el químico explicar con exactitud lo que verdaderamente pasa en el átomo o en la molécula. Se piensa que los químicos tienen una concepción limitada del fenómeno, y que un día se tendrá la capacidad de explicarlo todo de una manera tradicional, es decir, newtoniana.

Prigogine y otros químicos invirtieron el planteamiento al afirmar lo contrario: pensaron el fenómeno de la impermanencia, de la imposibilidad de conocer el futuro, el fenómeno de la no reversibilidad de las cosas, al acordar siempre un lugar a la flecha del tiempo. Tienen completamente la razón, porque es tiempo de inspirarse de los fenómenos que son objeto del estudio de la física, y de reinsertarlos en nuestros conceptos. Prigogine y sus colegas han efectuado una inversión total de la ciencia moderna, que cuestiona los valores tradicionales de la revolución científica del siglo XVII. De esta inversión, él deduce que ningún sistema físico o biológico es eterno. Esto confluye con el argumento de Braudel según el cual todo sistema se desvía a través del tiempo, de manera segura, absoluta e inevitablemente, del equilibrio.

Comienza por desviar ligeramente y continúa haciéndolo hasta desembocar en un punto en el que la posibilidad de tener dos resoluciones esté en una sola fórmula: en términos físicos, se habla de bifurcación. Todo sistema se bifurca en un momento dado. La única cosa de que estamos seguros, es que el fenómeno en cuestión no puede continuar de esa manera: no nos es posible decir, ‘a priori’, cuál dirección tomará la bifurcación, y no hay ninguna manera de saberlo con anterioridad. Pero la realidad ha escogido una de esas «horquillas», que se creó en el mundo caótico. En una situación de bifurcación, hay caos, en el sentido de que las cosas son tumultuosas, imprevisibles y cambian rápidamente.

Me he apoyado, pues, en ese concepto, para explicar exactamente aquello que sucede en el sistema–mundo capitalista. He intentado mostrar por qué, al haber entrado en ese punto, el sistema —aquel en el que vivimos actualmente—, comienza a bifurcarse. No es posible prever la dirección o el rumbo que va a tomar la bifurcación, pero ya es posible decir que el sistema capitalista no podrá existir muy largo tiempo, porque pertenece a esta crisis. Aquí, la palabra «crisis» no está reservada a cada uno de los pequeños giros funcionales del sistema, sino particularmente al gran momento. Se necesitaron quinientos años para que el sistema llegase a este punto, y ahí se encuentra en el presente. Se podría estudiar lo que acontece, lo que determinaría una opción de sistemas sociales, pero también una opción política y social. Porque está en usted y en mí, así como en todos los demás, tomar una opción.


Esta es la razón por la cual no se puede prever el desenlace de esta empresa, pues los actores son numerosos. Para mí, es una manera de explicar la antigua antinomia entre el libre arbitrio y el determinismo. No se trata tanto de escoger entre esos dos argumentos; se trata, más bien, de escoger el momento: cuando el sistema económico está en su fase normal de desarrollo, hay determinismo en el sentido de que hay muchos cambios que terminan por regresar más o menos al equilibrio; cuando el sistema está en crisis, ya no puede retornar al equilibrio, y es en ese momento que se habla de una situación de libre arbitrio. Los actos realizados por cada uno de nosotros cambian el sistema, contribuyen realmente a la opción colectiva que estamos realizando. Así pues, he historizado la antinomia del libre arbitrio.

G.R.: ¿Cuáles son, hoy, los signos más manifiestos de esta crisis?

I.W.: En mis escritos que tratan sobre la actualidad, he dicho que el verdadero problema político actual no está en saber si hay que decirle sí o no al capitalismo, sino en saber, especialmente, qué sistema vamos a crear después del capitalismo. Hablo entonces del ‘espíritu de Davos’ y del ‘espíritu de Porto Alegre’ como dos ramas de esa bifurcación, al decir que los adeptos de Davos desean, sobre todo, un sistema que tenga ciertas características correspondientes a aquellas del capitalismo (sistema jerárquico, sistema de privilegios, etc.), mientras que los partidarios de Porto Alegre insisten en sistemas mucho más igualitarios, y mucho más democráticos.

No se conocen las instituciones que estas evoluciones implican: todo tomará forma en los cuarenta o cincuenta años por venir. Si yo hubiese vivido en el siglo XV, y si hubiese poseído todos los conocimientos que tengo ahora, habría podido decir, entonces, que el mundo europeo, que era un sistema feudal, se encontraba en plena crisis: había allí bifurcación, y era necesario, pues, un nuevo sistema. Pero si se me hubiese preguntado sobre la naturaleza de este nuevo sistema por venir, no habría podido adivinar que este habría de ser algo semejante al capitalismo contemporáneo.

Nos encontramos, pues, ante la incapacidad de prever, de decir cuáles serán las nuevas estructuras. Ciertamente, se puede decir que después del feudalismo el capitalismo es inevitable: es un tema general, que a la vez está presente en los marxistas y en los liberales, pero que yo no comparto: pienso que hay que explicar por qué, en la crisis que es real, se ha escogido excepcionalmente una cosa en lugar de la otra.

A.G.M.: Al comienzo de la entrevista, usted hablaba de la dimensión de la anticipación, del porvenir. ¿Cómo la concibe?

I.W.: De alguna manera, acabo de decirlo. No se puede en absoluto anticipar al detalle, ello es totalmente imposible. Sólo se puede anticipar el hecho de estar delante de una opción política, las grandes líneas de esta opción y las preferencias en juego. Por supuesto, mis preferencias no coinciden necesariamente con las suyas: siempre puedo intentar convencerlo, pero se trata de otra cosa, que remite al cotidiano político. Esa es la razón por la cual rechazo el concepto de «progreso inevitable», que es el gran concepto de la Ilustración. Ahora bien, no se trata de decir que ningún progreso sea posible. Debemos anotar que no hay progreso inevitable, sino más bien un progreso posible. Cuando anticipo cosas, me digo que es posible que, en el futuro, el resultado sea peor que lo que vivimos en el sistema actual. Se trata aquí de un punto de vista particular, pero ello no implica que sea posible considerarlo como verídico en un cincuenta por ciento: hay indeterminación porque no se puede saber con antelación; el saber anticipado es algo imposible.

G.R.: ¿Las estructuras temporales que se utilizan para organizar el pasado tienen su propia historicidad? ¿Es diferente nuestra manera de pensar el tiempo hoy de la manera en que se concebía el tiempo histórico de otras épocas?

I.W.: Hay muchos argumentos relativos a la manera como se debe pensar lo pasado, y yo intento pensar lo pasado. Usted me pregunta quizás: «¿Cuál es la posición mayoritaria?»

Esta posición no ha cambiado demasiado, ni en los historiadores ni en las personas en general: las personas continúan teniendo la misma lógica, los mismos razonamientos de antes, y sin embargo esos razonamientos son mucho menos seguros, y mucho más discutidos.


G.R.: ¿Qué piensa usted de los argumentos sobre el «presentismo», a saber la idea según la cual nuestra época ha sido largamente dominada por el presente, hasta el punto que una amnesia colectiva ha oscurecido el pasado y que un imaginario político post–revolucionario descarta de entrada todo futuro que no sea la simple repetición del presente?

I.W.: La palabra «presentismo», como la palabra «historicismo», se prestan a muchas interpretaciones.

G.R.: Pienso, entre otros, en los trabajos de François Hartog, que se apoyan en los de Reinhart Koselleck.

I.W.: He comenzado diciendo que, en cierto sentido, siempre se está en vía de discutir el presente, incluso cuando se habla del pasado. Se me podría así calificar de presentista, pero ello no significa que estamos ante el fin de la historia. ¡Es una torpeza! No estamos ante el fin de la historia, y no lo estaremos nunca. La historia no ha llegado a su término, y no llegará jamás. Hay cierta cantidad de análisis relativos al fin de las revoluciones tal y como las habíamos concebido en el siglo XIX. Esas revoluciones no fueron logradas, precisamente, porque las personas implicadas no entendieron los límites de la acción política cuando el sistema se desarrolla de una manera llamada normal.

La Revolución Francesa no cambió nada, se inscribe en la continuidad de la historia francesa, en el refuerzo a las estructuras del Estado, etc. Pienso que el autor a que usted hace alusión tiene razón, pero no ha prestado atención a los cambios que se han producido en el sistema cultural mundial: él se ha interesado esencialmente en los cambios que han intervenido en las estructuras políticas y económicas francesas. Marc Bloch ha mostrado en sus escritos que una buena parte de ese feudalismo que fue «eliminado» por la Revolución Francesa existía aún a finales del siglo XIX; no es sino hasta 1911 que se eliminaron las estructuras jurídicas, así como otras estructuras antiguas. Si ser presentista es una manera de reconocer que nos hemos equivocado en nuestros análisis sobre la Revolución Francesa y la Revolución Rusa, estoy de acuerdo: nos hemos equivocado y, como usted lo sabe, yo lo digo en mis escritos.

A.G.M.: Quisiera conocer su pensamiento con relación a un aspecto de nuestro tiempo. Desde hace unos veinte o treinta años, se asiste, en todas las sociedades del planeta, a un surgimiento de reivindicaciones que tocan la identidad cultural, y que pueden también traducirse políticamente en términos de reivindicaciones multiculturalistas. ¿Cuál es su lectura de este fenómeno?

I.W.: Es una reacción al concepto de la nación, tal y como lo he señalado en mi argumento precedente, pero es sobre todo un fenómeno de democratización del mundo. ¿Quiénes son las gentes que reivindican una identidad cultural? Se trata efectivamente de personas que se sienten oprimidas en el sistema actual y que han sido «olvidadas» tanto en el plano político como en el intelectual. Ellas lanzan, pues, el mensaje siguiente: «nosotros también existimos, nosotros tenemos los mismos derechos que ustedes, las mismas cualidades, y en consecuencia, nos debemos beneficiar de los mismos privilegios».

Aquellos que expresan reivindicaciones son las personas de color negro, las mujeres, los indígenas de América Latina, que representan en la actualidad un movimiento muy importante. A menudo es una reacción al comunismo, una reacción al concepto de nación como asimilación a una sola cultura nacional. En la mayoría de los casos, son movimientos muy populares que, una vez en el poder, adoptan una actitud diferente. Los kosovares, por ejemplo, reivindican sus derechos culturales en el sentido de tener un Estado independiente: ellos no quieren estar bajo el yugo de Serbia. ¿Pero será que ellos le van a permitir a los serbios, que viven en esa parte de Kosovo, ejercer sus derechos culturales? Habrá que verlo, pero a mi juicio, es muy dudoso.

A.G.M.: ¿Qué piensa del caso particular de Bolivia?

I.W.: El caso de Bolivia es un buen ejemplo. La mayoría de la población es indígena. Denuncian el hecho de que son, en su mayoría, gentes pobres, marginadas e ignoradas. Por estas razones, el acceso al sistema político les es difícil. No quieren aceptar esta situación, y en consecuencia eligen un hombre que podrá representarlos y que va a cambiar las cosas en Bolivia: este hombre es Evo Morales. En el caso de Bolivia, se trata de la mayoría de la población, lo que no siempre es el caso en lo que se refiere a este tipo de reivindicaciones.

En la medida en que Bolivia está geográficamente estructurada de tal suerte que los europeos viven mayoritariamente en una región oriental —región en la cual hay ciertos recursos importantes—, estos últimos amenazan con la secesión. Luego de que Evo Morales fue elegido, escribí un pequeño artículo intitulado «Culture for every moralist» [Cultura para todo moralista]. Con toda evidencia, es bueno reconocer los derechos culturales, políticos y económicos de esta población oprimida. Pero no estamos seguros de que Evo Morales obrará conforme a los intereses de todos: él enfrenta igualmente una oposición de izquierda, indígena también, que lo considera como un hombre de compromiso, capaz de traición.


Evidentemente, el hecho de ser indio no permite todo, y no implica necesariamente una posición perfecta sobre todas las cuestiones. Pero la llegada al poder de un indio, por primera vez en la historia de Bolivia, es algo bueno. Es de algún modo lo que se produjo cuando John Kennedy fue elegido presidente de los Estados Unidos. Antes, no era posible considerar el hecho de que un católico fuera presidente de los Estados Unidos; ahora, esto se puede ver con más frecuencia. De la misma manera, se aceptará fácilmente que un mormón, un judío, un musulmán puedan ser Presidente de la República. Hay que romper pues todos esos límites, y ello es positivo. Pienso que es un poco la misma cosa en toda América Latina. Chávez, que ha cometido muchas faltas, es un indio mestizo, y esto hace parte de la realidad de Venezuela: es la realidad de su sostén y de su oposición, y, aunque la oposición lo niegue, este elemento juega.

Todo esto es bastante nuevo en América Latina: no quiero decir que ningún mestizo no haya ocupado funciones políticas importantes, sino que es conveniente recordar que cuando América Latina reivindicaba la independencia, hace doscientos años, los indígenas estaban descartados.

G.R.:. ¿Está eso ligado con el desplazamiento del interés político de los americanos hacia el Medio Oriente?

I.W.: Se trata siempre de dos cosas a la vez. Hay que explicar el hecho de que un grupo, por razones políticas particulares, siempre está listo para reivindicar algo. Y, al mismo tiempo, existe el espacio que se ha creado pacientemente por el hecho de la distracción de los Estados Unidos, y por consiguiente por la disminución de su poder de interferir como lo han hecho durante el pasado en América Latina, en razón de su ocaso generalizado y a causa de sus inversiones en el Medio Oriente.

La fortuna estaba entonces allí, se necesitaba aprovecharla y había alguien para aprovecharla: de allí esos movimientos indígenas más o menos de izquierda. Se necesitaban los dos factores, y se tuvieron los dos factores. Ello explica por qué en cinco años todo ha cambiado de un golpe —recuerdo muy bien los años noventa, en los que muy pocas personas hubiesen previsto esa ola de elecciones en América Latina.

G.R.:. ¿Esas reivindicaciones culturales, sean en América Latina o en otra parte, están relacionadas con lo que usted llama la crisis de los sistemas–mundo?

I.W.: Sí y no. La lógica del sistema capitalista es contradictoria, como toda lógica de todo sistema. Y, para limitar la posibilidad de una revolución de las gentes oprimidas, ha sido necesario hacer no pocas concesiones, que poco a poco se han revelado positivas. Hay una especie de larga democratización del sistema, y esto es un reflejo de ello: por fin, después de los obreros y las mujeres, nos toca el turno de reivindicar vigorosamente. Pongo todo esto en una especie de línea continua de consolidación de esas exigencias de igualdad.

G.R.:. ¿Está esto entonces relacionado con la contradicción de la «inclusión–exclusiva», que usted ha señalado en la historia del racismo y el sexismo?

I.W.: Totalmente. El racismo es fundamental. Sigue siempre presente, pero es menos legítimo. El mismo Jean-Marie Le Pen dice: «yo no soy racista». No obstante, en Francia, hace cien años, podía atreverse alguien a llamarse racista, en la medida en que se hablaba de un «marasmo» negro/blanco, y que el blanco era considerado como superior. Era el discurso de un Hitler, y de muchos otros. Actualmente, en todo caso, el racismo debe esconderse detrás de fórmulas, es una gran realidad, mientras que los anti–racistas pueden expresarse de manera mucho más abierta.
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* Entrevista cedida por César Hurtado de La Carreta Editores, que hace parte del texto «La teoría crítica en Norteamérica: política, ética y actualidad». IMMANUEL WALLERSTEIN es sociólogo y científico social histórico estadounidense. Principal teórico del análisis de sistema–mundo. Es presidente de la Comisión Gulbenkian para la restauración de las ciencias sociales, encargada de una reflexión sobre el presente y el posible futuro de las ciencias sociales. ALFREDO GÓMEZ-MÜLLER es docente de la Universidad de Tours. GABRIEL ROCKHILL es docente de la Universidad de Villanova en Filadelfia.

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