Por Lluis Bassets
Los electores alemanes votan formalmente a candidatos por circunscripciones y a partidos a nivel nacional, según un doble sistema mayoritario el primero y proporcional el segundo, el 27 de septiembre. Pero a través de su doble voto, que permite por tanto una doble opción a favor del candidato de la propia circunscripción de un color y de la lista nacional de un partido distinto, el ciudadano puede apostar también indirectamente por alguna de las fórmulas de coalición posibles.
En estas próximas elecciones son dos las opciones de coalición que cabe plantear en términos realistas a la vista del actual mapa electoral y de las expectativas levantadas por los sondeos. La primera, preferida por la canciller Angela Merkel, es la cristiano-liberal, formada por los demócrata-cristianos de la CDU-CSU y los liberales del FDP. La segunda, secretamente deseada por los socialdemócratas a falta de otra opción a la vista, es la continuación de la Gran Coalición actual entre CDU-CSU y SPD.
El significado de cada una de las dos fórmulas no ofrece duda alguna. La primera lleva a un giro liberal respecto al actual gobierno, mientras que la segunda ofrece estrictamente la continuidad.
El significado de cada una de las dos fórmulas no ofrece duda alguna. La primera lleva a un giro liberal respecto al actual gobierno, mientras que la segunda ofrece estrictamente la continuidad.
La Gran Coalición no tiene muy buena fama histórica. Pero los resultados de la actual son francamente aceptables, tendiendo a buenos. Tan buenos que cabe preguntarse por qué la señora Merkel debe andar buscando fórmulas nuevas si ésta le ha funcionado tan bien. La explicación es muy sencilla y es la clave de las próximas elecciones: no hay posibilidad alguna de realizar una campaña decente con la bandera del continuismo y sin que los socios de coalición que han gobernado satisfactoriamente tomen distancia uno del otro. La verdadera Merkel, que no conocen todavía los alemanes, es alguien que no debe verse obligada a gobernar con sus rivales políticos como le sucedió en 2005.
En la primera ocasión en que los dos grandes partidos emprendieron el camino de una Gran Coalición fueron muchos los que se echaron las manos a la cabeza ante el desastre: Günter Grass aseguró que la fórmula radicalizaría a la juventud y la alejaría del Estado y de su Constitución. El filósofo Karl Jaspers la calificó de "ruina para la democracia" y el director y fundador del semanario Der Spiegel, Rudolf Augstein, adivinó en los coaligados la intención de reformar la ley electoral para liquidar a la oposición.
La primera Gran Coalición de 1966 produjo alguno de esos desperfectos, pero fue la catapulta que permitió tres años después a los socialdemócratas llevar a Willy Brandt a la cancillería. La segunda, en 2005, iniciada por obligación a falta de mayorías aritméticas y continuada con devoción a partir de la crisis financiera y de la entrada en recesión, se ha revelado como uno de los períodos reformistas más fructíferos de la historia de Alemania, pero está impulsando a los pequeños, y sobre todo a La Izquierda (Die Linke), más allá de lo que muchos quisieran.
Hay tres fórmulas más, dos teóricamente con posibilidades efectivas y una tercera inviable, aunque eficaz como espantajo para movilizar a la derecha.
Las dos primeras son las que reciben los simpáticos nombres de Semáforo y Jamaica, inspirados ambos por los colores característicos de cada uno de los partidos que las componentes. El Semáforo contiene el rojo socialdemócrata, el amarillo liberal y el verde ecologista. La Jamaica, los que componen la bandera de esta isla caribeña: el negro de los cristianodemócratas junto al amarillo y al verde. Ambas se han producido en gobiernos municipales y sólo la primera se ha experimentado en los Länder o estados federados.
La tercera coalición que ahora nadie se plantea, si no es como amenaza, es el frente izquierdista formado por el SPD, La Izquierda y los Verdes. Esta coalición sólo se ha producido excepcionalmente en Berlín y ha levantado ampollas cada vez que se ha intentado exportar a la antigua Alemania occidental. La presencia de Oskar Lafontaine, detestado en el SPD, y de los ex comunistas de la desaparecida República Democrática son obstáculos por el momento insuperables para ligar los cabos de tal alianza.
La campaña de Angela Merkel, aburrida, de perfil muy bajo y sin ataques serios a sus rivales políticos, tiene toda su lógica. Su formación es la única fuerza capaz de aliarse a derecha e izquierda e incluso de buscar fórmulas originales como incorporar a los verdes. Ahora le saca más de diez puntos en las encuestas al SPD, un partido que se halla en constante retroceso desde hace diez años. Cuenta con una imagen internacional muy potente, en abierto contraste con un elenco de líderes débiles o escasamente presentables, incluso entre los socios de la Unión Europea, gracias además a su austero estilo político y a la naturalidad de su comportamiento como mujer y gobernante.
Uno de sus mayores méritos es haber continuado, e incluso profundizado, las reformas del Estado de bienestar iniciadas por su antecesor Gerhard Schroeder al frente del gobierno rojo y verde a partir de 1998. Ayer mismo, cuando dos periodistas del Süddeutsche Zeitung la tildaban de “heredera de Schroeder”, Merkel recordaba que sin los votos de los socialcristianos en el Senado federal las reformas de Schroeder no hubieran llegado a buen fin.
Dicho en otras palabras: no hace falta un Gobierno de Gran Coalición en Berlín para que Alemania funcione como una gran coalición alrededor de los dos grandes partidos, que son los que vienen avalando las reformas desde que terminó la era Kohl en 1998 y los que deberán seguir en los próximos años acordando las políticas más sensibles (para la recuperación económica por ejemplo) sea cual sea la fórmula de gobierno que arrojen las urnas.
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