Viajar en bus en hora punta permite observar diferentes actitudes e inercias de sexismo cotidiano
Catorce minutos en ecovía (autobuses públicos y
supuestamente ecológicos que circulan por carriles exclusivos a lo largo
de la Avenida 6 de Diciembre en Quito, Ecuador)separan mi casa de la
Casa de la Cultura Ecuatorina, trayecto que recorro habitualmente.
Aunque corto, es un viaje al patriarcado en estado puro. Suele ser hora
punta y la gente se agolpa en las puertas y en los pasillos del autobús.
En cuanto entran, mujeres y hombres se acomodan y se preparan para los
frenazos bajo este patrón general: ellas, como pueden; ellos, como
quieren.
Muchos hombres se cuelgan de una barra
horizontal, con los brazos bien estirados, o de dos barras horizontales
(y quedan así cruzados en el pasillo; ver foto). Los he visto que
incluso ocupan dos asideros con una sola mano. Separan las piernas y
adoptan una postura cómoda y adecuada para mantener mejor el equilibrio.
Eso está bien. Sin embargo, si todo el mundo hiciera lo mismo, cabría
en la ecovía la mitad de gente. Casi todas las mujeres, por su parte, se
agarran a la barra vertical, con el brazo pegado al tronco, para ocupar
lo menos posible y tal vez pensando, como yo, en que más gente pueda
entrar en el autobús —con el cuidado y el bien común 'debidamente'
interiorizados...—
A la ocupación abusiva del espacio
público por parte de los varones se suman los arrebatos de 'pánico
homófobo', que contribuyen a reducir el hueco para las mujeres; muchos
hombres se arriman lo máximo a ellas para tener que arrimarse lo mínimo a
otros hombres. Cuando la ecovía no va petada del todo, les dejan entrar
o salir antes en un ejercicio de 'caballerosidad'. Si va a rebosar, en
cambio, no tienen ningún problema en saltarles por encima.
A las mujeres que llevan una niña o un niño pequeño en brazos todo el
mundo les cede el asiento automáticamente. No es tan automático si quien
carga a la criatura es un hombre. Por otro lado, cuando hay un hombre y
una mujer de edad parecida, incluso si el hombre es bastante más mayor,
en el asiento que queda libre se sienta normalmente la mujer. Como por
derecho divino.
El macho alfa de la manada, sin
embargo, es el chófer, que ostenta el mayor poder dentro de la ecovía.
Conduce a trompicones y frena bruscamente, como si se topara de repente
con los semáforos en rojo y con las estaciones o como si cargara
gomaespuma, en lugar de personas. Además, el conductor estresa al
personal vociferando “¡avancen!” y “¡sigan!” incluso antes de abrir las
puertas y “¡Cierro puertas, cuidado!”, sin comprobar —o sin importarle—
que las y los usuarios hayan terminado de entrar o de salir.
No obstante, la demostración de machirulismo que más me molesta son las
miradas, porque algunas rozan el acoso. Cuando un mirón me fastidia, yo
también clavo mis ojos en él, en señal de queja. Entonces, la mayoría
deja de mirotear e interpreto que ha reparado en que su indiscreción me
resulta molesta e invasiva. Otros, por el contrario, levantan una ceja o
hacen una mueca en un intento cutre de seducción. Harta, el otro día
encaré a uno de estos: “¿Te pasa algo?” Como respuesta, una sonrisa
estúpida y un meneo de cabeza, en señal de que no daba crédito a mi
interpelación, como diciendo: “¿Te pasa algo a ti? ¿Quién te crees que
eres?” —“Pues creo que soy una tía que, en lugar de sentirse acosada en
un puñetero autobús, quiere sentirse libre, imbécil”, pensé yo.
Los episodios de acoso en la ecovía, y en otros medios de transporte
masivos, se suceden todo el tiempo. A menudo no son tan blandos como el
que acabo de contar. A finales de marzo, en el Trolebús, un miembro de
seguridad se abalanzó sobre una mujer y la manoseó. Ella lo denunció,
pero el Código Penal de Ecuador no considera delito hechos así y el agresor quedó libre tras pagar cuatro dólares de multa.
¡Ah! Esto sucede en Quito. Quien vaya a afirmar que no ocurre parecido en el lugar en el que vive que se pare antes a observar.
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