Boaventura de Souza Santos
Los
intelectuales de América Latina, entre los que me considero por
adopción, han cometido dos tipos de errores en sus análisis de los
procesos políticos de los últimos cien años, sobre todo cuando contienen
elementos nuevos, ya sean ideales de desarrollo, alianzas para
construir el bloque hegemónico, instituciones, formas de lucha, estilos
de hacer política. Por supuesto, los intelectuales de derecha también
han cometido muchos errores, pero aquí no me ocuparé de ellos.
El primer
error ha consistido en no hacer un esfuerzo serio para comprender los
procesos políticos de izquierda que no encajan
fácilmente en las teorías marxistas y no marxistas heredadas. Las
primeras reacciones a la Revolución cubana son un buen ejemplo. El
segundo tipo de error ha consistido en silenciar, por complacencia o
temor de favorecer a la derecha, las críticas de los errores,
desviaciones y hasta perversiones por las que han pasado estos procesos,
perdiendo así la oportunidad de transformar la solidaridad crítica en
instrumento de lucha.
Desde
1998, con la llegada de Hugo Chávez al poder, la izquierda
latinoamericana ha vivido el período más brillante de su historia y tal
vez uno de los más brillantes de la izquierda mundial. Obviamente, no
podemos olvidar los primeros momentos de las Revoluciones rusa, china y
cubana ni tampoco los éxitos de la socialdemocracia europea durante la
posguerra.
Pero los gobiernos progresistas de los últimos quince años
son
particularmente notables por varias razones: se producen en un momento
de gran expansión del capitalismo neoliberal ferozmente hostil a
proyectos nacionales en divergencia con él; son internamente muy
diferentes, dando cuenta de una diversidad de la izquierda hasta
entonces desconocida; nacen de procesos democráticos con una elevada
participación popular, ya sea institucional o no institucional; no
exigen sacrificios a las mayorías en nombre de un futuro glorioso, sino
que tratan, por el contrario, de transformar el presente de quienes
nunca tuvieron acceso a un futuro mejor.
Escribo
este texto siendo muy consciente de la existencia de los errores
mencionados y sin saber si tendré éxito en evitarlos. Además, me centro
en el caso más complejo de todos los que constituyen el nuevo período de
la izquierda latinoamericana. Me refiero a los gobiernos
de Rafael Correa en Ecuador, en el poder desde 2006. Para empezar,
algunos puntos de partida. En primer lugar, se puede discutir si los
gobiernos Correa son de izquierda o de centroizquierda, pero me parece
absurdo considerarlos de derecha, como pretenden algunos de sus
opositores de izquierda.
Dada la polarización instalada, creo que estos
últimos sólo reconocerán que Correa fue en última instancia de izquierda
o centroizquierda en los meses (o días) siguientes a la eventual
elección de un gobierno de derecha. En segundo lugar, es opinión
ampliamente compartida que Correa ha sido, “a pesar de todo”, el mejor
presidente que Ecuador ha tenido en las últimas décadas y el que ha
garantizado mayor estabilidad política después de muchos años de caos.
En tercero, no cabe duda de que Correa ha emprendido la mayor
redistribución de la renta de la historia de Ecuador, contribuyendo a la
reducción de la pobreza y al fortalecimiento de las
clases medias. Nunca tantos hijos de las clases trabajadoras llegaron a
la universidad. ¿Pero por qué todo esto, que es mucho, no es suficiente
para tranquilizar al “oficialismo” y convencerlo de que el proyecto de
Correa, con o sin él, proseguirá después de 2017 (próximas elecciones
presidenciales)?
Aunque
Ecuador vivió en el pasado algunos momentos de modernización, Correa es
el gran modernizador del capitalismo ecuatoriano. Por su amplitud y
ambición, el programa de Correa tiene algunas similitudes con el de
Kemal Atatürk en la Turquía de las primeras décadas del siglo XX. Ambos
están presididos por el nacionalismo, el populismo y el estatismo. El
programa de Correa se basa en tres ideas principales.
La primera es la
centralidad del Estado como conductor del proceso de modernización y,
vinculada a ella, la idea de soberanía nacional,
el antiimperialismo estadounidense (cierre de la base militar de
Manta; expulsión de personal militar de la embajada de Estados Unidos;
lucha agresiva contra Chevron y la destrucción ambiental que ha causado
en la Amazonia) y la necesidad de mejorar la eficiencia de los servicios
públicos.
La segunda, “sin perjudicar a los ricos”, es decir, sin
alterar el modelo de acumulación capitalista, consiste en generar con
urgencia recursos que permitan llevar a cabo políticas sociales
(compensatorias, en el caso de la redistribución de la renta, y
potencialmente universales, en el caso de la salud, la educación y la
seguridad social) y construir infraestructuras (carreteras, puertos,
electricidad, etc.) con el fin de volver la sociedad más moderna y
equitativa.
En tercer lugar, por estar todavía subdesarrollada, la
sociedad no está preparada para altos niveles de participación
democrática y ciudadanía activa, que pueden resultar
disfuncionales para el ritmo y la eficacia de las políticas en curso.
Para que esto no ocurra, hay que invertir mucho en educación y
desarrollo. Hasta entonces, el mejor ciudadano es aquel que confía en el
Estado, que conoce bien cuál es su verdadero interés.
¿Este
vasto programa choca o no con la Constitución de 2008, considerada una
de las más progresistas y revolucionarias de América Latina? Veámoslo.
La Constitución apunta a un modelo alternativo de desarrollo (e incluso a
una alternativa al desarrollo) fundada en la idea de buen vivir, una
idea tan nueva que sólo puede formularse correctamente en una lengua no
colonial, el quechua:sumak kawsay.
Esta idea presenta
desdoblamientos muy interesantes: la naturaleza como ser vivo y, por
tanto, limitado, sujeto y objeto de cuidado, y nunca como recurso
natural inagotable (los
derechos de la naturaleza); la economía y la sociedad intensamente
pluralistas, orientadas por la reciprocidad, la solidaridad, la
interculturalidad y la plurinacionalidad; Estado y política con un
carácter altamente participativos, involucrando diferentes formas de
ejercicio democrático y de control ciudadano del Estado.
Para
Correa (casi) todo esto importante, pero se trata de un objetivo a
largo plazo. A corto plazo, y de manera urgente, es necesario crear
riqueza para redistribuir los ingresos, realizar políticas sociales e
infraestructuras esenciales para el desarrollo del país. La política
tiene que asumir un carácter sacrificial, dejando de lado lo que más
valora para que un día pueda rescatarlo. Así, es necesario intensificar
la explotación de recursos naturales (minería, petróleo, agricultura
industrial) antes de que sea posible
depender menos de ellos. Para ello, es preciso llevar a cabo una
agresiva reforma de la educación superior y una vasta revolución
científica basada en la biotecnología y la nanotecnología para crear una
economía del conocimiento a medida de la riqueza de la biodiversidad
del país. Todo esto sólo dará frutos (tenidos como ciertos) muchos años
después.
A
la luz de esto, el Parque Nacional Yasuní, tal vez el más rico en
biodiversidad del mundo, tiene que ser sacrificado y la explotación
petrolera realizada, a pesar de las promesas iniciales de no hacerlo, no
sólo porque la comunidad internacional no colaboró en la propuesta de
no explotación, sino sobre todo porque los ingresos previstos derivados
de la explotación están vinculados a inversiones en curso y su
financiación por países extranjeros (China) tiene como garantía la
explotación petrolera.
En esta línea, los pueblos indígenas que se han
opuesto a la explotación son vistos como obstáculos al desarrollo,
víctimas de la manipulación de dirigentes corruptos, políticos
oportunistas, ONG al servicio del imperialismo o jóvenes ecologistas de
clase media, ellos mismos manipulados o simplemente inconsecuentes.
La
eficiencia exigida para llevar a cabo tan amplio proceso de
modernización no puede verse comprometida por el disenso democrático. La
participación ciudadana es bienvenida, pero sólo si es funcional y eso,
de momento, sólo puede garantizarse si recibe una mayor orientación del
Estado, es decir, del Gobierno. Con razón, Correa se siente víctima de
los medios de comunicación que, como ocurre en otros países del
continente, están al servicio del capital y la derecha. Trata de regular
los medios de
comunicación y la regulación propuesta tiene aspectos muy positivos,
pero a la vez tensa la cuerda y polariza las posiciones de tal modo que
de ahí a la demonización de la política en general hay un corto paso.
Periodistas son intimidados, activistas de movimientos sociales (algunos
con una larga tradición en el país) son acusados de terrorismo y la
consecuente criminalización de la protesta social parece cada vez más
agresiva. El riesgo de transformar adversarios políticos, con los que se
discute, en enemigos que es necesario eliminar, es grande.
En estas
condiciones, el mejor ejercicio democrático es el que permite el
contacto directo de Correa con el pueblo, una democracia plebiscitaria
de nuevo tipo. Al igual que Chávez, Correa es un comunicador brillante y
sus habituales apariciones semanales en los programas de radio y
televisión de los sábados (“sabatinas”) son un ejercicio político de
gran complejidad. El contacto
directo con los ciudadanos no tiene como objetivo que estos participen
en las decisiones, sino más bien que las ratifiquen mediante una
socialización seductora que se presenta desprovista de contradicción.
Con
razón, Correa considera que las instituciones del Estado nunca han sido
social o políticamente neutrales, pero es incapaz de distinguir entre
neutralidad y objetividad en base a procedimientos. Por el contrario,
piensa que las instituciones estatales deben involucrarse activamente en
las políticas del Gobierno. Por eso es natural que el sistema judicial
sea demonizado si toma alguna decisión hostil al Gobierno y celebrado
como independiente en caso contrario; que la Corte Constitucional se
abstenga de decidir sobre cuestiones polémicas (como en el caso de la
comunidad de La Cocha en materia de justicia indígena) si las decisiones
pueden
perjudicar lo que se juzga el interés superior del Estado; que un
dirigente del Consejo Nacional Electoral, encargado de verificar las
firmas para una consulta popular sobre la no explotación de petróleo en
Yasuní, promovida por el movimiento Yasunidos, se pronuncie
públicamente contra la consulta antes de efectuar la verificación.
La
erosión de las instituciones, típica del populismo, es peligrosa sobre
todo cuando estas no son fuertes desde el principio debido a los
privilegios oligárquicos de siempre. Y es que cuando el líder
carismático abandona la escena (como ocurrió trágicamente con Hugo
Chávez), el vacío político alcanza proporciones incontrolables debido a
la falta de mediaciones institucionales.
Y
esto resulta aún más trágico en cuanto es cierto que Correa ve su papel
histórico como la construcción del
Estado-nación. En tiempos de neoliberalismo global, el objetivo es
importante e incluso decisivo. No obstante, se le escapa la posibilidad
de que este nuevo Estado-nación sea institucionalmente muy diferente del
modelo de Estado colonial o Estado criollo y mestizo precedente. Por
eso la reivindicación indígena de la plurinacionalidad, en vez de ser
manejada con el cuidado que la Constitución recomienda, es demonizada
como peligro para la unidad (es decir, la centralidad) del Estado.
En
lugar de diálogos creativos entre la nación cívica, que consensualmente
es la patria de todos, y las naciones étnico-culturales, que exigen
respeto por la diferencia y autonomía relativa, se fragmenta el tejido
social, centrándose más en los derechos individuales que en los
colectivos. Los indígenas son ciudadanos activos en construcción, pero
las organizaciones indígenas independientes son corporativas y hostiles
al proceso. La sociedad civil es buena
siempre que no esté organizada. ¿Una insidiosa presencia neoliberal
dentro del postneoliberalismo?
Se
trata, por tanto, del capitalismo del siglo XXI. Hablar del socialismo
del siglo XXI es, por el momento, y en el mejor de los casos, un
objetivo lejano. A la luz de estas características y contradicciones
dinámicas que el proceso dirigido por Correa contiene, centroizquierda
es quizá la mejor manera de definirlo políticamente. Tal vez el problema
resida menos en el Gobierno que en el capitalismo que él promueve.
Paradójicamente, parece componer una versión postneoliberal del
neoliberalismo. Cada remodelación ministerial ha producido el
fortalecimiento de las élites empresariales vinculadas a la derecha.
¿Será que el destino inexorable del centroizquierda es deslizarse
lentamente hacia la derecha, tal y como ha sucedido con la
socialdemocracia
europea? Si esto ocurriese, sería una tragedia para el país y el
continente. Correa generó una megaexpectativa, pero perversamente la
manera en que pretende que no se convierta en una megafrustración corre
el riesgo de apartar a los ciudadanos, como quedó demostrado en las
elecciones locales del pasado 23 de febrero, en las que el movimiento
Alianza País, que lo apoya, sufrió un fuerte revés.
Cuesta creer que el
peor enemigo de Correa es el propio Correa. Al pensar que tiene que
defender la Revolución ciudadana de ciudadanos poco esclarecidos,
malintencionados, infantiles, ignorantes, fácilmente manipulables por
políticos oportunistas o enemigos procedentes de la derecha, Correa
corre el riesgo de querer hacer la Revolución ciudadana sin ciudadanos, o
lo que es lo mismo, con ciudadanos sumisos.Los ciudadanos sumisos no
luchan por aquello a lo que tienen derecho, sólo aceptan lo que les es
dado.
¿Puede aún Correa rescatar la gran
oportunidad histórica de llevar a cabo la Revolución ciudadana que se
propuso? Pienso que sí,pero el margen de maniobra es cada vez más
reducido y los verdaderos enemigos dela Revolución ciudadana parecen
estar cada vez más cerca del Presidente. Para evitar esto, y en
solidaridad con la Revolución ciudadana,todos debemos contribuir a
impulsarla.
A
tal efecto,identifico tres tareas básicas.
En primer lugar, hay que
democratizar la propia democracia, combinando democracia representativa
con verdadera democracia participativa. La democracia que se construye
únicamente desde arriba siempre corre el riesgo de convertirse en
autoritarismo en relación a los de abajo. Por mucho que le cueste,
Correa tendrá que sentirse suficientemente seguro de sí mismo para, en
lugar de criminalizar el disenso (siempre fácil para quien tiene el
poder), dialogar con
los movimientos, las organizaciones sociales y con los jóvenes
yasunidos, aunque los considere “ecologistas infantiles”. Los jóvenes
son los aliados naturales dela Revolución ciudadana, de la reforma de la
educación superior y de la política científica, si esta se lleva acabo
con sensatez. Alienar a los jóvenes parece un suicidio político.
En
segundo lugar, hay que desmercantilizar la vida social, no sólo a
través de políticas sociales, sino también a través de la promoción de
economías no capitalistas, campesinas, indígenas, urbanas, asociativas.
Ciertamente, no está en consonancia con el buen vivir entregar bonos a
las clases populares para que se envenenen con la comida basura que
inunda los centros comerciales. La transición al postextractivismo se
hace con cierto postextractivismo y no con la intensificación del
extractivismo.El capitalismo,abandonado a sí mismo,sólo conduce a más
capitalismo, por trágicas que sean las consecuencias.
En
tercer lugar, hay que compatibilizar la eficiencia de los servicios
públicos con su democratización y descolonización. En una sociedad tan
heterogénea como la ecuatoriana, hay que reconocer que el Estado, para
ser legítimo y eficaz, tiene que ser un Estado heterogéneo, conviviendo
con la interculturalidad y, de manera gradual, con la propia
plurinacionalidad, siempre en el marco de la unidad del Estado
garantizada por la Constitución. La patria es de todos, pero no tiene
que ser de todos de la misma manera.
Las sociedades que fueron
colonizadas todavía hoy están divididas en dos grupos de poblaciones:
los que no pueden olvidar y los que no quieren recordar. Los que no
pueden olvidar son aquellos que tuvieron que
construir como suya la patria que comenzó siéndoles impuesta por
extranjeros; los que no quieren recordar son aquellos a los que les
cuesta reconocer que la patria de todos tiene en sus raíces una
injusticia histórica que está lejos de ser eliminada y que es trabajo de
todos eliminarla gradualmente.
* Traducción de Antoni Aguiló
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