- Edison Ortiz
- Dr. y profesor universitario.
- Son los inicios de 2007, el año anterior ha sido pésimo para Bachelet –pingüinos, Transantiago y agudización de la crisis en la Concertación–, y Antonio Cortés Terzi lanza su famosa frase de que el bacheletismo no existía. Afirmaba aquello porque no había un partido transversal que apoyara a la mandataria, como sí lo habían tenido los anteriores presidentes del conglomerado. Sin embargo, ya por aquella época, y en terreno, era posible vislumbrar que ese fenómeno político y sociológico iba en proceso de constituirse como una configuración política particular, que continuó creciendo durante aquella administración y que hoy está bastante solidificado.
Aquella máxima de que a las sociedades hay que conocerlas por sus
prácticas y no por sus discursos, también puede extrapolarse a lo que, grosso modo,
denominamos como el bacheletismo. En efecto, y más allá de las grandes
promesas de campaña, desde fines de enero hemos tenido la oportunidad
de observar las primeras decisiones de la Presidenta y, de algún modo,
aunque aún soterradamente, también a quienes serán sus principales
colaboradores –ministros y subsecretarios– y hemos ido tomando nota de
la otra cara de los nuevos personajes que administrarán el Estado a
partir de marzo. Porque detrás de los escándalos de algunas nominaciones
y de las impericias de sus protagonistas, nos hemos enterado de hechos y
situaciones que, se pensaba, no serían constitutivos del “ethos”
colectivo de la Nueva Mayoría.
Constituyeron entonces cofradías desde las cuales tendieron redes, formaron empresas (en especial de asesorías y gestión de servicios subsidiados) y comenzaron a buscar acercamientos y alianzas con el mundo empresarial tradicional, especialmente el que depende de actividades con fuerte regulación pública. Es la época en que los dirigentes de la JS se reclutan en masa en la carrera de administración pública de la USACH y pertenecen casi todos a la corriente interna que dirige Camilo Escalona. De allí viene el actual subsecretario de Vivienda. También el vínculo privilegiado de un futuro ministro con empresas del área de las mutuales de seguridad, iniciado a partir del cargo que ocupó en una administración anterior.
A través de lo que se ha filtrado a través de la prensa, se ha podido
ir leyendo, todavía entrelíneas, parte de la naturaleza y composición
del nuevo gobierno que no se evidenciaba en el discurso de El Bosque, en
las grandes promesas y cuñas de campaña y menos aún en la cartilla de
requisitos exigibles que están repartiendo los intendentes para cargos
de segunda y tercera línea.
Por debajo de las grandes frases y titulares se comienza a develar un
bacheletismo como expresión de un nuevo conjunto de intereses. Digo
esto porque, en el contexto de las nominaciones, ha salido a la luz
pública la naturaleza y composición del nuevo equipo de gobierno. Así
como Sebastián Piñera representó en el gobierno sobre todo al 1% más
rico de Chile, a sectores liberales de la elite y al mundo de las clases
medias y populares conservadoras, Bachelet con su retorno a La Moneda
parece encaminarse a consolidar en la administración pública una amplia
alianza de intereses –que desde luego hace muy difícil su gestión
política–, pero que incluye, junto con una continuidad del pacto con el
gran empresariado que en su anterior gobierno personificó Andrés Velasco
y hoy se expresa en los vínculos de ministros clave, como los de
Hacienda, Economía y Energía, con poderosos intereses corporativos, a
una burguesía emergente de nuevo cuño. Es aquella a la que le encanta
vivir cerca del Presupuesto para ganarse la vida. “Esa astuta y sensata
pequeño burguesía”, decía uno de los personajes de Vida y Destino, cuando se refería a los nuevos funcionarios del PCUS que habían ascendido al poder tras las purgas de 1937.
Chicos listos
Sabemos que el principal nuevo grupo de poder, constituido por Peñailillo y su entorno –aunque
también hay rebeldes conversos, empresariado liberal y, por supuesto,
compañeros de ruta de más larga data y consistencia– por gente
relativamente joven, que se formó en universidades públicas y privadas
no siempre de primer nivel y que no pertenecen a la elite tradicional.
Que en su época juvenil –y ya sin dictadura– apostaron por los
beneficios que podían encontrar al alero de la Concertación en el
Estado. Se arrimaron entonces a algún buen árbol y crecieron a la sombra
de tal o cual ministro o parlamentario. Como eran chicos listos y
despiertos, aprendieron rápidamente ciertas mañas de sus mentores y
desde luego funcionan ya totalmente desprendidos del “ethos” de los
proyectos de cambio de los años sesenta o de la lucha contra la
dictadura. Se las arreglaron para ocupar primero cargos de mediana
importancia: gobernadores, jefes de gabinete, directores de servicio, o
presidentes regionales de partido, etc.
Desde esas posiciones iniciaron
el juego que más les gusta: “planchar adversarios” y escalar en la
jerarquía de los cargos públicos. En paralelo, conocieron al dedillo el
entramado fiscal. Como ingresaron a la política accediendo rápidamente
al Presupuesto en la época de los consensos y vieron de cerca que el uso
mañoso de recursos públicos no tenía el costo que se merece,
perfeccionaron las prácticas clientelísticas.
Constituyeron entonces cofradías desde las cuales tendieron redes,
formaron empresas (en especial de asesorías y gestión de servicios
subsidiados) y comenzaron a buscar acercamientos y alianzas con el mundo
empresarial tradicional, especialmente el que depende de actividades
con fuerte regulación pública. Es la época en que los dirigentes de la
JS se reclutan en masa en la carrera de administración pública de la
USACH y pertenecen casi todos a la corriente interna que dirige Camilo
Escalona. De allí viene el actual subsecretario de Vivienda. También el
vínculo privilegiado de un futuro ministro con empresas del área de las
mutuales de seguridad, iniciado a partir del cargo que ocupó en una
administración anterior.
No es accidental que quien mejor represente al nuevo grupo de poder
que ascenderá con Bachelet a partir de marzo sea precisamente Rodrigo
Peñailillo y no quien lo fue en la vuelta pasada: el –por pocos días
más– senador Camilo Escalona. Él es hoy pasado, aunque varios de sus
acólitos se han acomodado a la nueva configuración de poder y pasarán a
ocupar cargos muy relevantes.
La nueva burguesía que ha crecido al alero fiscal y sus noveles
representantes políticos en la primera línea, tiene su origen en la
clase media. A diferencia de muchos de los políticos tradicionales,
tienen escaso currículo académico, no se les conoce escrito alguno, pero
saben cómo funciona ‘la máquina estatal’ y los partidos, lo que les
resulta de utilidad. No son líderes históricos partidarios, ni hicieron
el servicio militar en la colectividad en el trabajo social o de base.
Su ascendencia sobre la militancia es de otra naturaleza: es la que
proviene del cuoteo en el Estado, en lo que se han especializado desde
jóvenes cuando, al alero de sus padrinos, familiares o parejas,
aprendieron y perfeccionaron la técnica. Son, en general, de
relativamente bajo perfil y de hecho varios de ellos prefieren influir a
través del aporte voluntario a las campañas más que desde sus
directivas.
Y si bien son otras las caras visibles de la nueva
coalición de gobierno, es este nuevo grupo de poder quien manda cada vez
más en la Nueva Mayoría. Mientras, los partidos como instituciones
miran desconcertados la reconfiguración del poder gubernamental y su
poca incidencia en las definiciones futuras, salvo los que entre sus
miembros lograron hacerse parte de las tramas del “bacheletismo”.
Todos con todos
Tal vez la principal característica de esta “nueva burguesía fiscal” y
sus asociados políticos sea su hábil manejo de los resortes del poder
estatal y su capacidad de tejer redes transversales de influencia,
aunque por cierto no tiene la envergadura del gran empresariado ni la
importancia de la pyme en la economía y el empleo. En todo caso, se
acomodó sin dificultades durante el interregno del gobierno de la
derecha y ahora adquiere nuevos bríos con la perspectiva de dominar
parte importante de la nueva administración junto a sus representantes
políticos cercanos. Y eso es precisamente lo que ha quedado en evidencia
durante estas semanas estivales. Hemos sabido que no sólo estarán en la
primera y segunda línea del Estado, sino también que son parejas de
parlamentarios, ex maridos, compañeros, correligionarios o camaradas,
también amigos, a la vez dueños de empresas de asesoría o de prestación
de servicios subsidiados.
Parecen invisibles pero están en todos lados,
al alero de un régimen político híbrido que nunca consolidó uno de los
componentes básicos de la democracia: el espíritu de servicio,
especialmente entre los representantes de los ciudadanos y los
directivos públicos, con las consabidas honrosas excepciones. El culto
general al “dios mercado” y el individualismo propio de la época han
hecho lo demás para permitir un creciente deterioro de la esfera
pública.
La presidenta Bachelet acaba de lanzar al estrellato a una nueva
camada política con vínculos estrechos con los tradicionales poderes
económicos y con emergentes redes que operan con habilidad táctica en el
Presupuesto. Probablemente piensa que la necesita para disponer de
fieles escuderos que le deben todo a ella, en su afán de construir un
esquema de poder distanciado del que proviene de la desgastada
configuración partidaria tradicional de la que, hoy por hoy, la inmensa
mayoría de los ciudadanos, y con buenas razones, recela y desconfía
desde siempre.
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