Por: Carlos Herz
La
anunciada ampliación de la explotación del lote 88 en la zona de
influencia de Camisea pone sobre la mesa varios temas. Por un lado, el
modelo de acumulación casi monotemático del gobierno, enfocado a sus
políticas de extracción de recursos naturales no renovables, y los
espacios de poder que se mueven en el seno del gobierno para afianzar
este modelo. En ese marco, son evidentes las grandes brechas de poder
entre los sectores bajo predominio de los ministerios de Economía y
Finanzas y de Energía y Minas, que avasallan a otros como los de Cultura
y Ambiente, con
el afán de facilitar a como dé lugar la ejecución de
proyectos de inversión, orientados a esa forma de acumulación. Más aun
ahora que se avizora la caída internacional de los precios de los
minerales -muestra de la vulnerabilidad de ese modelo-, con las
consecuencias que ello tiene para las obras previstas por el Gobierno.
En
este contexto, un particular tema que preocupa es el significado o
valor que tiene la Evaluación del Impacto Ambiental (EIA) para la
ejecución de un proyecto y si ésta es capaz de garantizar la calidad del
entorno ambiental y la preservación de los recursos naturales
renovables. La EIA es un instrumento interdisciplinario que contiene un
conjunto de procedimientos conducentes a valorar los efectos directos e
indirectos de cada proyecto de inversión sobre las sociedades locales,
los ecosistemas de los cuales depende y el ambiente social y cultural
circundante, así como sobre el conjunto de la población no
necesariamente relacionada
con la zona donde se evalúa la viabilidad del proyecto. La EIA debiera
permitir la identificación de estos posibles efectos y cómo se pueden
prevenir o reducir sus impactos, permitiendo a las autoridades adoptar
las medidas pertinentes para la mitigación de los potenciales daños.
La
EIA debidamente formulada debiera ser considerada como un instrumento
importante para la toma de decisiones respecto a la pertinencia de un
proyecto de inversión. La transparencia, consenso y calidad técnica y
ética en el proceso de elaboración de la EIA, así como de consulta sobre
su contenido y sus resultados y recomendaciones, constituye un
componente clave para garantizar su validez, aceptación y aplicación. De
esta manera, la EIA debiera identificar, predecir y analizar los
efectos de una eventual actividad económica sobre la vida, la cultura y
el ambiente de sociedades humanas, compartiendo transparentemente dichos
resultados con la población y los decisores políticos.
La
mayor preocupación radica en los alcances de una EIA. Hasta ahora,
pareciera suficiente que se cumpla con el proceso de asegurar una
decisión informada sobre los resultados y recomendaciones de la EIA,
aunque la realidad ha mostrado que la implementación de la obra en
cuestión no siempre es la más beneficiosa ambiental, social y
culturalmente. ¿Podrá una EIA llegar a la conclusión de que determinado
proyecto es inviable en esos términos y que no procede su
implementación? Hasta ahora, la factibilidad de un proyecto se mide casi
exclusivamente por la rentabilidad que posee para sus inversionistas y,
además, las
EIA son
contratadas por la empresa interesada, generando por lo menos
suspicacia respecto a la objetividad de sus resultados. Ya es momento
que sea el propio Estado que designe con independencia y rigor a las
entidades que realicen EIA.
Cómo hacer, por ejemplo en el caso del lote 88, para evitar que la expansión tenga “un
impacto crítico en las poblaciones indígenas que viven en aislamiento,
así como afectaciones severas al desarrollo de sus actividades
económicas”,
según observaciones del Viceministerio de Cultura respecto a la EIA de
Pluspetrol, sospechosamente retiradas del portal de transparencia del
Ministerio de Cultura horas después de difundirlas.
Una
vez más se reitera que no hay nada contra la inversión privada.
Estimularla es una labor de los gobiernos en el marco de una economía
diversificada, de un ordenamiento territorial que determine las diversas
opciones de inversión, de reglas claras para la transparencia y el
beneficio compartido, y que se respete la vida y la cultura de las
poblaciones involucradas, más aun si ellas han actuado como protectoras
milenarias de territorios de los cuales se pretende extraer recursos sin
ser consultadas ni tomadas en cuenta.
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