El islamismo hoy es más una confederación de sentimientos y aspiraciones que un plan de vía única
Hoy y mañana se celebrará en Egipto la primera vuelta de las elecciones presidenciales de un tiempo nuevo que promete democracia. Los mayores candidatos son Amro Musa, exministro del depuesto Hosni Mubarak, de imagen pasablemente autocrítica y reformismo conservador; Abdel Abulfutú, disidente de la Hermandad Musulmana que aterciopela su moderación religiosa; Mohamed Morsi, candidato oficial de la Hermandad, que querría dar la imagen de un segundo Erdogan, el líder del educado islamismo turco; y Ahmed Shafiq, último gran colaboracionista del dictador, continuismo en estado puro.
Como no parece probable que ninguno llegue al 50% de sufragios, la ronda decisiva se efectuará los días 16 y 17 de junio, y si se acumulan los votos de la Hermandad —oficial y disidente— con los del islamismo salafista, de semblante más ceñudo, el islam árabe tendría ya un presidente democráticamente elegido. Hamid Dabashi, docente iraní en Estados Unidos, tan crítico de Ali Jamenei como de Bush II, sostiene que el colonialismo que se extinguió con las independencias del Tercer Mundo a mediados del siglo XX dejó tras de sí una maquinaria ideológica de recambio en un tiempo poscolonial al que el autor llama colonialidad, que era tan eurocéntrica como la anterior dominación occidental (The Arab Spring); esa colonialidad dejó su marca en la generación de los nacionalismos socializantes, de Irak a Argelia, y no fue capaz de eludir la terminología política del colonialismo en la edificación de los nuevos Estados independientes, que desembocaban con pasmosa regularidad en la tiranía. Únicamente con la gran intifada, que estalló en Túnez en enero del año pasado, Egipto estaría hoy entrando en la poscolonialidad.
La revuelta que comenzó en la plaza cairota de Tahrir está empeñada, según Dabashi, en desarrollar un nuevo lenguaje político que no puede ser ya la simple negación del “régimen del saber” propio del orientalismo, como lo definió Edward Said, sino una apropiación ex novo de la lengua para la creación de un mundo diferente y verosímilmente democrático. Pero se extiende al mismo tiempo en Occidente, como una terrible pandemia, el terror a una palabra-fetiche, islamismo, olvidando con ello varias cosas: que si la opinión árabe vota el islamismo al poder, lo único que hay derecho a pedirle es que lo haga por medios democráticos, y que si alguno de sus planteamientos viola el sentido occidental —con frecuencia solo teórico— de la igualdad entre los sexos, es a los sexos, como en Europa, a quienes corresponde resolver el problema.
El islamismo estaba ahí como ideología de servicio para tratar de llenar el vacío creado por la sacudida norteafricana. Pero hoy el movimiento es más una confederación de sentimientos y aspiraciones que un proyecto de vía única. La revuelta árabe es por ello una obra abierta de la que sería temerario prefigurar el final, al tiempo que se afana en crear ese nuevo lenguaje a la vez que un espacio público propio que libere al cuerpo social de la colonialidad. La eventual expansión a todo Egipto de ese embrión de ágora que se comenzó a construir en Tahrir, significaría el triunfo de la revuelta y su conversión en una verdadera revolución, que por la centralidad histórica de El Cairo debería afectar a todo el mundo árabe. Como dice Azmi Bishara, exmiembro del Kneset, palestino de patria e israelí de ciudadanía, los indignados de Egipto apenas han hecho que llamar a las puertas del poder, y con la elección de presidente podrían de una vez comenzar a ejercerlo.
Las condiciones, incluso tecnológicas, parecen dadas para ello. Todo comenzó hace 15 años con el nacimiento de Al Yazira, aunque la gran cadena árabe de televisión haya perdido algo de su imagen rupturista por su creciente alineamiento con los intereses de su patrón, el emirato de Catar. Pero aunque no creara la revuelta, sí le sirvió de inspiración y de canal. En el universo electrónico hay ya, solo en Egipto, más de tres millones de usuarios de las redes sociales, cientos de miles de blogueros y, en la zona, 700 canales de TV que, en su conjunto, lo acarrean todo: protesta popular, adoctrinamiento religioso y esperanza de democratización. Esa efervescencia nacional es, cuando menos, la garantía de que el pasado no regrese; de que el genio no se deje encerrar de nuevo en la botella.
Hamid Dabashi puede ser un caso de optimismo histórico incurable. Pero si tuviera razón, un nuevo lenguaje, una nueva geografía, y una nueva política estarían hoy naciendo en el mundo arabo-islámico.
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