Mientras aterrizaba en Juba, capital de Sudán del Sur y mi primer contacto con el África negra, posé mi vista en un avión de la ONU. El África negra, escribí entonces, es como un bebé con andaderas eternas al que nadie le conviene que aprenda a caminar.
La condescendencia del resto del mundo hacia éstos países es casi nauseabunda, y la primera conclusión que saqué en mi recorrido por Sudán del Sur, Uganda y Kenia es que el África subsahariana jamás saldrá del pozo hasta que se le trate de igual a igual. Hasta que sientan que valen algo, que no son simples miserables que nacieron en el infierno sobre la tierra. Que no son indeseables que, como dijo Galeano, valen menos que la bala que los mata.
Durante mi tiempo en África, ví personas viviendo en condiciones infrahumanas. Todas eran de raza negra. Los vi cocinándose en el campo tunecino de refugiados de Shousha. Los vi hacinándose en el refugio improvisado de Sidi Bilal, en las afueras de Trípoli. Los vi esclavizados por los rebeldes libios, limpiando los escombros de las calles con las manos en carne viva. Forzados a trabajar sin paga. Viviendo debajo de botes. Bebiendo agua de mar. Escuchando noche tras noche como violaban a sus mujeres. Aterrados. Viviendo la contradictoria pesadilla de ser negro en África.
En el África negra encontré un pueblo alienado, privado de su identidad. En un centro comercial en Kampala, una joven intentó darme su número de teléfono y me dijo que era virgen. Me dijo que se estaba ‘guardando’ para un Mzungu, un extranjero, cualquiera que fuera. Cualquiera que la sacara de ese infierno y la llevara al paraíso que es, en su mente, todo lo que no es África. Como dijo una vez el pensador mexicano José Vasconcelos, un pueblo que pierde la fuerza necesaria para sacudirse el yugo acaba por venerarlo. La gran tragedia de África es que ya ni sus hijos la quieren. Sus hijos ya no saben lo que quieren.
(Tomado de página web laestrella.com.pa. )
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