(Ricardo Osvaldo Rufino)
Mientras los círculos políticos alertan sobre los peligros de la desintegración europea y discuten la manera cómo se debe administrar y solucionar la crisis económica occidental, el sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein diagnostica la agonía del sistema. Según este pensador, “el problema no consiste en curar al capitalismo, sino más bien acompañarlo al ataúd”.
Wallerstein no duda en proclamar la defunción del capitalismo: dice que “su desintegración es irreversible, porque está a la vista el final de su declive iniciado en la década de los años ‘70 del siglo pasado y cuya lenta agonía tomará entre veinte y cuarenta años más: el capitalismo moderno alcanzó el fin de la cuerda. No puede sobrevivir como sistema y por ello pasa por la etapa final de una crisis estructural de larga duración. No es una crisis de corto plazo, sino un despliegue estructural de grandes proporciones”.
Este influyente catedrático de la Universidad de Yale recurre a la bifurcación del sistema para explicar el fin del capitalismo y el surgimiento de un nuevo sistema: sus raíces se encuentran en la imposibilidad de continuar el principio básico del capitalismo que es la acumulación del capital y que ha funcionado de alguna forma bien durante 500 años. Señala que ha sido un sistema extremadamente exitoso, pero que ha terminado por deshacerse a sí mismo porque su clase dirigente y sus élites políticas son incapaces de resolver el problema de incertidumbre en el que se han metido.
“El capitalismo moderno ha llegado al final de su camino. No es capaz de sobrevivir como sistema”, dice Wallerstein y agrega: “Lo que estamos viendo es la crisis estructural del sistema. Una crisis estructural que comenzó en la década de los años setenta del siglo XX y que mantendrá sus nefastos estertores por diez, veinte o cuarenta años. No es una crisis a resolver en el curso de un año o un momento. Se trata, de la mayor crisis de la historia. Estamos en la transición a un sistema nuevo y la lucha política real que se ha desatado en el mundo con el repudio de la gente, no plantean el nuevo curso del capitalismo, sino sobre el sistema que habrá de reemplazarlo”.
Resulta apasionante el debate que nos propone este sociólogo. Y más apasionante aún porque no proporciona una causa precisa sobre el por qué se está dando esta crisis estructural del capitalismo, y por qué éste ya no es capaz de acumular.
Y claro, aquí comienza el camino de las hipótesis, de los pensamientos diversos, de los puntos de vista disímiles. Y como mi deber es escribir y opinar, eso voy a hacer.
Hace aproximadamente 20 años que el dogma neoliberal ocupó el centro de la escena y se encargó de colocar sobre la mesa de la economía internacional las virtudes y las condiciones que se exigen para desarrollar un capitalismo exitoso.
Bien, el ítem clave, el requisito esencial, que requiere un capitalismo moderno y triunfante se resume en una palabra decisiva: competencia. Los países deben adoptar sus estructuras productivas para poder competir en los mercados internacionales. Las empresas deben modernizarse, adquirir tecnología de punta, implementar los métodos más eficientes de logística, comunicación y transporte, con el único y supremo objetivo de competir.
La palabrita santa es competir. Axioma número 1 del capitalismo neoliberal.
Y axioma número 2, globalización. Este fenómeno omnipresente fue publicitado como una panacea social, cultural y económica por los medios de comunicación más importantes y poderosos del mundo. Nos aseguraron que la globalización posibilitaría el desarrollo cultural de las personas de este mundo, al poder ponernos en contacto y compartir nuestros conocimientos e inquietudes, sin importar las distancias o los lugares de residencia. Y que permitiría un incremento notable del comercio, lo que derivaría en una baja de los costos y en una mayor posibilidad para los consumidores. Buena parte de estas predicciones se han cumplido.
Pero hete aquí que ha sucedido algo inesperado en el universo de las naciones que siempre fueron el símbolo de este sistema creado por Adam Smith (autor de “La riqueza de las naciones”, en 1776, una especie de Biblia del sistema capitalista). Y lo ocurrido tiene muchísimo que ver precisamente con los dos elementos señalados: la competencia y la globalización.
Leamos, al respecto que opina Walter Graziano, en su magnifica obra “Nadie vio Matrix”: “El resultado de la globalización ha sido diferente, más bien el contrario. Una verdadera trituradora de empleos y salarios en Occidente y una redistribución de ingresos que favoreció a los grandes capitales occidentales que se radicaron con su propio nombre o a través de subsidiarias en países asiáticos para explotar sus inferiores costos de producción. Lo que parecía un sueño se transformó en una pesadilla para millones y millones de personas de los sectores medios y más pobres. El sistema económico capitalista ha esclavizado con bajos salarios a Asia y otros continentes, y con desempleo a millones de trabajadores de países desarrollados”.
Nos vamos acercando al quid de la cuestión. El capitalismo extremo obligó a competir, sí o sí, a las empresas occidentales. Cuando irrumpió la revolución tecnológica, a fines de los años ’70 y comienzos de los ’80, esta competencia se volvió más necesaria y obligatoria aún. La compañía que se tecnificaba triunfaba en la batalla por conquistar los mercados y la que no se tecnificaba, quedaba desplazada. Así ante esta exigencia y con el panorama descripto por delante, las Nike, Ford, General Electric, Volkswagen, General Motors, Toyota, Siemens, Samsung, Motorola, Adidas, Peugeot, Renault, Nokia, Mercedes Benz, BMW, etc., etc., etc., se percataron que en China, Singapur, Hong Kong, Taiwán, Pakistán, Indonesia y demás, los salarios eran infinitamente más bajos, la contracción al trabajo de los operarios óptima y la tecnología disponible no tenía nada que envidiarle a la de las naciones más avanzadas de Occidente. Y decidieron “levantar campamento” y trasladar, en gran número, sus plantas industriales al continente asiático.
Y esta decisión ocasionó una tremenda crisis en Estados Unidos y en el Viejo Continente. Alto desempleo, necesidad de incrementar los subsidios, necesidad de pergeñar “burbujas” inmobiliarias que superaran el mal momento y atenuaran el paro, pero que en algún momento (por lógica) explotarían.
Y Estados Unidos y Europa, según mi punto de vista, están en un problema serio. En un problema de muy difícil resolución. Por eso coincido con Wallerstein en que esta crisis no es pasajera. De ninguna manera, es una crisis que separará dos tiempos históricos en el terreno de la economía mundial.
Escuchaba días pasados al economista argentino Claudio Katz en el programa “Visión 7 Internacional”, afirmar que “ahora son las propias grandes empresas europeas las que le están exigiendo a sus gobiernos que bajen el nivel de calidad de vida de los habitantes, para así bajar el costo laboral. Si no lo hacen nos vamos, es la amenaza increíble pero real de muchas de ellas”, dijo el profesor universitario.
Claro, el sendero a transitar evidentemente pasará por ese tópico: los capitalistas no resignarán sus pretensiones desmedidas de siempre, está en su naturaleza intrínseca intentar ganar, ganar y ganar la máxima cantidad de dinero posible, para ello pretenderán que los obreros de sus propios países sean explotados y resignen los beneficios (o parte de ellos) sociales y laborales que llevaron años de lucha obtener.
No lo lograrán. Ya es tarde. La diferencia con los costos salariales de Asia son demasiado grandes. Y además la conciencia política y el ánimo de lucha de los trabajadores europeos y estadounidenses, será la barrera infranqueable que frenará su deseo depredador. El ejemplo de los “indignados” demuestra la veracidad de esta aseveración.
Señores capitalistas voraces: vuestro tiempo ha comenzado a terminar, ya ha tomado la recta final de esta carrera económica. La crisis será muy extensa, sin duda. Pero una vez finalizada, alumbrará un nuevo período: más justo, más equitativo, más racional, más humano.
Ricardo Osvaldo Rufino
mir1959@live.com.ar
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